La habitación del pánico
Durante la pandemia de coronavirus ha aumentado la incidencia del trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión. No saber lo que va a suceder nos mata
Hace cosa de dos meses una amiga contrajo coronavirus. Los primeros días tuvo síntomas leves: fiebre no muy alta y algo de tos. No parecía que su caso fuera a entrañar mayor gravedad. Pero una madrugada, pasadas casi dos semanas de confinamiento junto con su familia, se despertó de pronto con síntomas de asfixia. Su pareja, aterrada, llamó a la ambulancia y en menos de una hora —a pesar de residir en un pueblo algo alejado de los hospitales, bendita sanidad pública—, estaba en la sala de urgencias.
Tras una buena tanda de pruebas le explicaron que sus síntomas no tenían que ver con la e...
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Hace cosa de dos meses una amiga contrajo coronavirus. Los primeros días tuvo síntomas leves: fiebre no muy alta y algo de tos. No parecía que su caso fuera a entrañar mayor gravedad. Pero una madrugada, pasadas casi dos semanas de confinamiento junto con su familia, se despertó de pronto con síntomas de asfixia. Su pareja, aterrada, llamó a la ambulancia y en menos de una hora —a pesar de residir en un pueblo algo alejado de los hospitales, bendita sanidad pública—, estaba en la sala de urgencias.
Tras una buena tanda de pruebas le explicaron que sus síntomas no tenían que ver con la epidemia. Por fortuna sus pulmones no habían sido afectados, la sensación de ahogo era la manifestación de una grave crisis de ansiedad. Ante la incredulidad de ella, los médicos le explicaron que se enfrentaban diariamente a cuadros clínicos similares con los enfermos de covid-19.
Lo cierto es que mi amiga superó la infección, pero aún no se ha librado de la ansiedad. Su caso, como indicaban los facultativos, es común. Según un estudio publicado por The Lancet Psychiatry, el 18% de los pacientes en Estados Unidos que contrajeron el coronavirus sufrieron después algún tipo de afección mental.
Pero no son solo los contagiados los que padecen estas enfermedades. El pasado enero salieron a la luz en Psychiatry Research los resultados de un estudio internacional sobre del aumento de las enfermedades mentales durante la pandemia. Al parecer, la incidencia del trastorno por estrés postraumático, la ansiedad y la depresión fueron, respectivamente, cinco, cuatro y tres veces más frecuentes en comparación con lo que habitualmente reporta la Organización Mundial de la Salud.
En España, donde, como sabemos, la cifra de psicólogos por 100.000 habitantes es un tercio de la media europea, las cifras son también preocupantes. Se estima que las consultas por trastornos psicológicos han aumentado durante la crisis en un 168% y que un 15,8% ha sufrido ataques de pánico desde que empezó la pandemia.
Seguramente estamos en la época mejor dotada para predecir el futuro de todas las precedentes, pero eso no parece tranquilizarnos, sino todo lo contrario. Quizá y precisamente porque creíamos que nuestras vidas estaban bajo control ha sido más duro que se nos estropease la bola mágica.
Reconozcámoslo, no saber lo que va a suceder nos mata y cada vez lo llevamos peor. Tenemos miedo y el miedo es un asunto espinoso. Se instala en nosotros sin que lo percibamos siquiera y nos controla hasta el punto de que podemos acabar convencidos de que nuestros pensamientos son perfectamente racionales. El problema es que no lo sabemos, la niebla mental es tan alta que nos impide distinguir si lo que consideramos cierto pueda no ser otra cosa que un reflejo de nuestros temores.
No es que esta sea una situación nueva, a los seres humanos nos pone muy nerviosos no saber lo que va a pasar. Históricamente se han buscado estrategias para descubrir el porvenir, especialmente en épocas de crisis. Así, por ejemplo, en la antigua Roma las altas esferas políticas recurrían, cuando venían mal dadas, a los magistrados que ejercían el arte de la adivinación por la observación de los pájaros y eran controlados de cerca por un sacerdote.
Por increíble que parezca en nuestra sociedad científico-técnica también hemos echado mano de este viejo recurso. Famoso se ha hecho Nicolás Ajaujula, el psíquico británico que sostiene haber predicho el coronavirus mediante regresiones a vidas pasadas. Muy solicitada está también Zulema Hormaeche, una adivina que ha adquirido gran notoriedad porque, antes de la elección de Joe Biden, y haciendo uso de sus dotes de tarotista, sacó una carta de un edificio golpeado por un rayo y profetizó un cambio de era. Aquí tampoco nos quedamos cortos, parece ser que las consultas a los adivinos se han disparado y no faltan videntes que sostengan haber predicho lo que iba a suceder, como Aramis Fuster, quien supuestamente pronosticó la hecatombe en 2009 y no para de hacer vaticinios que copan los titulares de los principales medios.
Por hallar un poco de seguridad haríamos cualquier cosa, parece. Algunos llegan a acudir al trasnochado recurso de la adivinación, pero también hay quien pone en práctica otro método tan antiguo como el anterior, y mucho más barato, que es negar la evidencia. Ante la angustia de que nadie pueda, con certeza contrastada, asegurar qué va a suceder, entonces mejor negarlo todo: no hay pandemia, esta es una enfermedad sin importancia, los hospitales no han estado colapsados, es todo una gran farsa orquestada por poderes oscuros que quieren controlarnos. Lo que sea antes de admitir que las cosas están cambiando, probablemente sin remedio, que no sabemos muy bien qué va a ser de nosotros y de nuestros seres queridos, lo que sea antes de enfrentarse a la incertidumbre del presente, antes de terminar en la sala de urgencias, de aceptar que necesitamos asistencia psicológica porque lo que tenemos es un generalizado e incontrolable ataque de pánico.
Pilar Fraile es escritora. Con su última novela, Días de euforia (Alianza Editorial), ha ganado el Premio de la Crítica de Castilla y León.