Columna

En el fragor del combate

Jorge M. Reverte tuvo la habilidad de seguir paso a paso a los combatientes que libraron las batallas de la Guerra Civil

Combatientes republicanos durante la batalla del Ebro. DAVID SEYMOUR (MAGNUM / CONTACTO)

En los libros en los que Jorge M. Reverte se ocupó de episodios concretos de la guerra —La batalla de Madrid, La batalla del Ebro, La caída de Cataluña— tuvo la habilidad de seguir paso a paso a los combatientes,...

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En los libros en los que Jorge M. Reverte se ocupó de episodios concretos de la guerra —La batalla de Madrid, La batalla del Ebro, La caída de Cataluña— tuvo la habilidad de seguir paso a paso a los combatientes, y de asistir a sus gestos de heroísmo y abatimiento. Se afanó por ser preciso, y situó la reunión de un grupo de oficiales republicanos en septiembre de 1938 en el ángulo de una zanja “en la contrapendiente de la cota 361 de la sierra de Lavall”, pero al mismo tiempo supo distanciarse de las minucias cotidianas de los que peleaban para dar cuenta de las negociaciones de los políticos, para explicar la magnitud de los recursos de cada bando, para mirar los mapas y transmitir el diseño de las maniobras, para sumergirse en las cloacas de la retaguardia, en los despachos de los gerifaltes, en las inquietudes de los diplomáticos. Tenía una escritura directa que tiraba del lector y combinó con maestría la inmediatez del testimonio de los que estuvieron ahí con las luces largas de quien está obligado a reflejar la complejidad de la guerra.

En De Madrid al Ebro, donde reconstruyó junto a su hijo Mario Martínez Zauner las grandes batallas de la Guerra Civil, hay un aspecto que destaca y sobre el que conviene volver porque con frecuencia pasa desapercibido. “Franco quiso desde el comienzo tomar Madrid, para acabar así la guerra”, sostiene Reverte, y lo hace frente a quienes han defendido que tuvo un plan para prolongarla y completar así mejor la destrucción de sus enemigos. “Quiso ganar cuanto antes”, escribe, “pero habría algo que le detendría casi tres años, y se llamaba Ejército Popular de la República, una organización llena de defectos, pero también repleta de entusiasmo y patriotismo”.

La tentación de convertir a Franco en un sibilino estratega que controlaba todos los hilos y que desde muy pronto se inclinó por un plan para ir poco a poco masacrando con saña a la República, olvida que al otro lado de las trincheras existió otro ejército. Y que este ejército se lo puso difícil a los rebeldes. En El arte de matar, donde analiza cómo se hizo la guerra, Reverte recoge la respuesta que Franco le dio al coronel fascista Emilio Faldella cuando, tras la toma de Málaga en febrero de 1937, este le ofreció distintas opciones para imponerse a su enemigo con apoyo de las tropas italianas: “En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática del territorio, acompañada por una limpieza necesaria”, le dijo, “a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje el país infestado de adversarios”.

Un poco después, en marzo, Franco no logró quebrar la resistencia republicana en Guadalajara, incluso con ayuda de los italianos. Las fuerzas de la República abortaron de nuevo su avance hacia Madrid. Franco persistía en tomar la capital para ganar. “¿Por qué entonces la insistencia del caudillo en explicar la lentitud de su guerra como fruto de un plan?”, se pregunta Reverte. “Sólo cabe una explicación: para justificar la quiebra de sus planes”.

Si sus planes quebraron, quebraron porque al otro lado estaba el Ejército Popular de la República. Es inevitable que este asunto se siga discutiendo entre los historiadores, pero ahora que Jorge Reverte se ha ido resulta obligado celebrar que pusiera su pasión y sus conocimientos en la defensa de esos combatientes —y en devolver a un lugar destacado la figura de su jefe, el general Vicente Rojo—. Solo queda agradecerle de nuevo: te echaremos de menos.

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