¡Vete a un médico!

A todos nos gustaría tener un especialista cerca para contarle, unos, el mordisco de la soledad, la precariedad laboral, los horarios abusivos; todos, el miedo a enfermar, a morir

En vídeo, Íñigo Errejón, durante la sesión de control al Gobierno de este miércoles.Vídeo: ALVARO GARCÍA / EL PAÍS | EPV

Diazepam, trankimazín, lexatín, lorazepam, valium. Cuando escuché a Íñigo Errejón pronunciar esos nombres tan familiares, imagino, para ustedes también, añadí otros que me han aliviado la ansiedad o el insomnio, que han paliado el jet lag, la soledad, la ansiedad recurrente que se manifiesta en trastornos de la piel, del estómago, en tirones musculares. ...

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Diazepam, trankimazín, lexatín, lorazepam, valium. Cuando escuché a Íñigo Errejón pronunciar esos nombres tan familiares, imagino, para ustedes también, añadí otros que me han aliviado la ansiedad o el insomnio, que han paliado el jet lag, la soledad, la ansiedad recurrente que se manifiesta en trastornos de la piel, del estómago, en tirones musculares. Cuando Carmelo Romero, desde la bancada del PP, gritó: “¡Vete al médico!”, de inmediato pensé en Mariela Michelena, en Diego Figuera, en Luis Salvador Carulla, en Francisco Orengo o en Vladimir Gasca, que alivió mis soledades neoyorquinas en esa pequeña consulta suya de Queens. A Gasca lo mío le debía de parecer pan comido teniendo en cuenta que en la planta de psiquiatría del tremendo Elmhurst Hospital que él dirigía con determinación y sosiego se atendía a personas con ese tipo de trastornos que socavan el desarrollo deseable de una vida. Si el periódico daba cuenta de un individuo que se había arrojado a las vías del metro, inevitablemente Gasca corría a informarse de si se trataba de uno de sus pacientes. La soledad, las obsesiones que provoca la vida en una gran mole urbana, la precariedad, todo eso unido al miedo, en el caso de inmigrantes, a ser expulsados, un miedo que se acrecentó considerablemente en la era de Trump. Me pregunto cómo habrán sido estos meses en ese hospital que él mismo definió al principio de la pandemia como el centro del epicentro.

Cuenta en sus diarios Zenobia Camprubí que Juan Ramón Jiménez era tan hipocondriaco que le tranquilizaba mucho viajar o vivir al lado de un médico. Había sido diagnosticado como neurasténico y sus síntomas eran de tal diversidad que no me extraña que el poeta se sintiera inseguro en esa vida forzadamente cosmopolita a la que le obligó el exilio y una mujer mucho más audaz que el caballero español. La aventura y la incertidumbre que conlleva no son una buena experiencia para los espíritus frágiles.

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Nosotros nos hemos visto azotados por una aventura insólita, no por reducirse a las paredes de nuestro hogar menos desafiante. Los que padecemos ansiedad de fábrica hemos visto cómo esa sensación tan lacerante, que se ubica por las mañanas en la boca del estómago, que altera el sueño, que mantiene nuestro natural sistema de alarma siempre alerta o que nos sume de pronto en una tristeza indefinida se ha convertido en un efecto secundario de la pandemia que amenaza con hacernos infelices por un largo periodo. Mientras la felicidad es un sólido difícil de definir, la infelicidad es algo perfectamente identificable. Y es un asunto del que hay que hablar, más aún en el Congreso de los Diputados y en los parlamentos autonómicos. Los sanitarios de especialidades entendidas como fisiológicas se han curtido en este tiempo en la tarea de acompañamiento en la enfermedad y en el luto. También ellos han necesitado de ayuda anímica. Se ha destapado una necesidad urgente que había sido enmascarada por el tabú, ocultada por el estigma. A todos nos gustaría tener un especialista cerca, como Juan Ramón, para contarle, unos, el mordisco de la soledad; las otras, la precariedad laboral; el otro, los horarios abusivos; los más jóvenes, la necesidad de convivir con sus pares; todos, el miedo a enfermar, a morir; los ancianos, el temor a perder el último acto de la vida encerrados. Ahora entendemos lo que es ser animal y estar enjaulado.

Por eso, cuando escuché al burdo diputado burlarse de un sufrimiento más común de lo que se aparentaba y habitual tras un año de restricciones e incertidumbre, pensé en que a menudo nuestros políticos (no todos), entregados como están a sus no siempre nobles ambiciones, no llegan a sentir lo que masivamente la ciudadanía padece. Estamos tocados. Como consuelo echamos mano de esos medicamentos que Errejón pronunció por vez primera en el Congreso. No sé cuánto aumentará nuestra ansiedad esta nueva campaña electoral que promete ser guerracivilesca y trumpera. Justo lo que nuestra salud mental estaba necesitando.

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