Escapar del rayo

Decimos “gracias” decenas de veces al día, pero la cuestión es si sabemos expresar la gratitud

Sanitarios del Hospital Severo Ochoa de Leganés durante el acto de instalación de una pancarta de agradecimiento al pueblo de Leganés por su apoyo.Mariscal (EFE)

“¿Qué se dice?”, le pregunta el padre, y el niño, sentado dentro del cochecito, se queda mirando inquisitivamente al panadero, que le acaba de dar un currusco de pan que aprisiona entre sus dedos. Su padre vuelve a insistir: “¿Qué se dice?”, y entonces el niño murmura algo incomprensible. Se parece a un “asias”, y eso le basta al padre para sonreír triunfante: qué hijo tan bien educado que tiene. Después, se marchan de la tienda y aunque ya lo ha dicho, el padre repite inconscientemente: gracias.

Las estadísticas cuentan que cada día damos las gracias más de 20 veces. Lo hacemos de form...

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“¿Qué se dice?”, le pregunta el padre, y el niño, sentado dentro del cochecito, se queda mirando inquisitivamente al panadero, que le acaba de dar un currusco de pan que aprisiona entre sus dedos. Su padre vuelve a insistir: “¿Qué se dice?”, y entonces el niño murmura algo incomprensible. Se parece a un “asias”, y eso le basta al padre para sonreír triunfante: qué hijo tan bien educado que tiene. Después, se marchan de la tienda y aunque ya lo ha dicho, el padre repite inconscientemente: gracias.

Las estadísticas cuentan que cada día damos las gracias más de 20 veces. Lo hacemos de forma automática, sin casi darnos cuenta, y la convertimos en una palabra vacía. La pregunta sería, claro, cuántas de estas veces somos capaces de mostrar de verdad gratitud. En mis propias estadísticas, contando los “gracias” necesarios pero también los agradecimientos finales —mil gracias, muchísimas gracias, gracias por adelantado— en correos que bien podría ahorrarme, me salen alrededor de 55. Tan excesivos como en el siguiente caso: entro en el bar y me siento en una mesa. Me dejan la carta y murmuro: gracias, cuando me traen el cortado con leche de avena, vuelvo: gracias. Me lo retiran y digo lo mismo. Y al pagar, repito: gracias. Ahí ya van cuatro.

Nos ocurre también con la frase “lo siento”. En un episodio que leí por internet y que me pareció significativo porque podría haberme ocurrido a mí, una mujer le pide perdón al repartidor de pizza porque este llega tarde a su casa y le entrega la pizza ya fría. Los psicólogos dicen que el exceso de perdón —también se le llama perdonitis— es vacío e inconsecuente, que esconde una necesidad de parecer más buenos, más amables y, en definitiva, más inofensivos. Existe, al hilo de esto que estamos contando, un plug-in de Google Chrome llamado Just Not Sorry que nos alerta de cuando incluimos disculpas innecesarias en nuestros correos. Lástima que esa herramienta no funcione también fuera de la pantalla.

Decía Jean de La Bruyère que el único exceso permitido en nuestro mundo es el de mostrar auténtica gratitud, pero eso, mucho me temo que no tiene tanto que ver con el exceso con que decimos gracias sino con una actitud. El último libro de Delphine de Vigan, recientemente publicado, se llama justamente así, Las gratitudes, y es una historia que reflexiona sobre ese abismo que se abre entre dar las gracias y el verdadero ejercicio de la gratitud.

No puedo dejar de pensar que este bucle mediante el que repetimos infinidad de veces a lo largo del día la cantinela de gracias/lo siento tiene que ver con un deseo de querer gustar, de proyectar una imagen con la que nos sentimos cómodos. Porque nadie dice realmente gracias, o perdón, si lo dice 55 veces al día. Qué desgaste si así lo hiciéramos.

Hay un episodio que el escritor Paul Auster ha rememorado en multitud de entrevistas en el que da cuenta de uno de los sucesos que marcó su vida. Cuando tenía 14 años, su madre lo envió a un campamento de verano en la montaña. Un día salieron de excursión con sus compañeros y de repente, en medio del bosque, se desató una tormenta eléctrica y les dijeron a los niños que corrieran hasta llegar a un claro. Para ello tuvieron que arrastrarse en fila india por debajo de una cerca de alambre de púas. Justo en el momento en que el chico que iba delante de Auster se agachaba, un rayo cayó sobre el alambre y el chico murió en el acto. El escritor no se dio cuenta de que estaba muerto y lo arrastró hasta el claro y durante una hora, en medio de la tormenta y los relámpagos, trató de despertarlo sin atreverse a reparar en la rigidez, en que lentamente se fue poniendo azul, en los labios morados. Ese es, para Paul Auster, uno de los momentos fundacionales de su vida y su carrera: fue consciente más que nunca de la aleatoriedad y lo azaroso de la existencia. Porque se apoderó de él aquella verdad: pudo haber sido él y no el otro niño el que muriera carbonizado por un rayo. De manera que la vida, como entendió en ese momento, le daba otra oportunidad. A partir de este aciago episodio, cada mañana, antes de salir de la cama, Auster da las gracias. Lo hace, creo, dirigiéndose a todo aquello que no controlamos, a la casualidad, a la fortuna. Al azar de escapar del rayo. Cuando me sorprendo dando las gracias por todo a menudo me retrotraigo a esta escena. El gran tema no es dar las gracias, sino ser capaces de expresar la gratitud. El problema de las palabras es que se gastan, se les deshilachan los bordes y terminan dejando de significar.

Claro que hace falta que el niño aprenda a dar las gracias cuando le tienden un trozo de pan. Pero espero que no haga falta escapar del rayo para poder decir en alto “gracias” y saber por fin lo que significa estar agradecido.

Laura Ferrero es escritora. Su último libro es La gente no existe (Alfaguara).

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