Desde tiempos inmemoriales y en estas conmemoraciones a las feministas nos llueven piedras. Los proyectiles llegan de todas partes: la Judicatura con sus sentencias; la prensa derechista con acusaciones de testimonios falsos y comentarios sobre mujeres culpables que no gritan mientras las violan; los liberales y sus pancartitas contra nuestro puritanismo no...
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Desde tiempos inmemoriales y en estas conmemoraciones a las feministas nos llueven piedras. Los proyectiles llegan de todas partes: la Judicatura con sus sentencias; la prensa derechista con acusaciones de testimonios falsos y comentarios sobre mujeres culpables que no gritan mientras las violan; los liberales y sus pancartitas contra nuestro puritanismo no reparan en el suyo, que proviene de los padres fundadores, la ética de ahorro y la letra escarlata —también olvidan las brujas que quemaron—; la academia se revuelve contra la hipertrofia, la bicefalia y el riesgo que corre la hermosura del lenguaje como si la miseria expresiva, palabra y precio justos, fuesen de la mano de lo bello; los incendiarios defienden una lucha de vanguardia épica y viril, frente a aburguesadas excrecencias de labor social, educación y femeninos encuentros de retaguardia; los compañeros de viaje apelan a la fragmentación de la clase trabajadora como sujeto revolucionario, como malsano efecto del feminismo, olvidándose de la redoblada desigualdad de las obreras del mundo; algunas feministas jóvenes, obviando luchas históricas, llaman analfabetas a las paleofeministas; y las “clásicas” blindan el sujeto del feminismo sin recordar que a menudo han sido segregadas por otro blindaje: el del sujeto político blanco, varón y cabreado; los púlpitos convierten el placer de las mujeres en pecado y porquería, enredando sus rosarios en nuestros ovarios sañudamente… Ahora nos lanzan otro pedrusco: la Comunidad de Madrid que solo se preocupa de la salud de sus habitantes cuando hay que salvarlos del virus feminista. Para todo lo demás en la capital son liberales. Entre el ruido, seguimos combatiendo un sistema que se ceba en la vulnerabilidad, e intentamos establecer sinergias de clase, género y raza, fomentando una sensibilidad ecológica que pasa por la crítica del modelo de explotación de recursos humanos y naturales, y evidenciando el envenenamiento y la enfermedad —económica, social, cultural— del cuerpo femenino. Con la hostelería a media asta, recordamos más que nunca a las kellys. En pandemia, rendimos homenaje a enfermeras, médicas, cuidadoras. Denunciamos granjas de vientres de alquiler y la creciente tasa de paro femenino que, en el caso de las mujeres trans —señaladas, apartadas, golpeadas como monstruosa carne de cañón y devaluadísima carne en el mercado de trabajo—, llega a cotas sangrantes. Víctimas de la violencia machista. Proteger los derechos de las personas trans no supone jalear procedimientos de medicalización ultraliberales o eufemísticas maternidades subrogadas. No. El límite es la explotación y el dolor.
Os deseo un feliz, agrupado —agrupémonos todas— y vindicativo 8 de marzo. Con dos recomendaciones literarias: en El grupo de Mary McCarthy (Impedimenta), lo universal se construye a través de historias de mujeres con estudios universitarios en la época de Roosevelt que revelan lo mucho que nos queda por hacer en materia de sexualidad, lactancia, cuidados, trabajo, psiquiatría patriarcal, anticoncepción… Y La buhardilla (Contraseña) de Marlen Haushofer, que relata el trauma de Austria en la posguerra a través del trauma, enterrado y revivido por la escritura, de un ama de casa peculiar. Yo hoy vindicaré leyendo textos que, esta vez en sentido figurado y político, nos parten el cráneo por la mitad.