Lo que Victoria Abril dice de nosotros
Cada vez tenemos más cerca a aquellos dispuestos a creerse cualquier disparate con tal de no dar crédito a un experto
Hay un estilo en el habla que se impuso en la vida nocturna de los ochenta y como inevitable consecuencia en las comedias del momento que aún sigue imperando en ciertos ambientes. Victoria Abril dio esta semana buena muestra de ello. Se trata, entre otras gracias, de trufar el discurso con expresiones del tipo, “mira, cariño”, “mira, bonita”, “ay, mari”, para que parezca desparpajo lo que tan solo es arrogancia y una mal disimulada agresiv...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Hay un estilo en el habla que se impuso en la vida nocturna de los ochenta y como inevitable consecuencia en las comedias del momento que aún sigue imperando en ciertos ambientes. Victoria Abril dio esta semana buena muestra de ello. Se trata, entre otras gracias, de trufar el discurso con expresiones del tipo, “mira, cariño”, “mira, bonita”, “ay, mari”, para que parezca desparpajo lo que tan solo es arrogancia y una mal disimulada agresividad. Son personas que parecen estar advirtiéndote de que te pueden faltar al respeto en cualquier momento cuando la realidad es que ya te lo están faltando. Algunos incautos perciben a las reinas y reyes del desparpajo como transmisores de una gran verdad, por eso conviene desconfiar por sistema de los charlatanes que venden verdades de mercadillo. La verdad, por esencial que esta sea, siempre suena en un tono más bajo. A mí el discursito de Abril no me sorprendió, corresponde a ese tipo de artista que considera parte de su trabajo dar la nota, pero me pareció a un tiempo propio de una tendencia al alza, la de los predicadores de la desconfianza a todo lo que suene a científico, probado, documentado.
En el ensayo Antisocial. La extrema derecha y la libertad de expresión en internet, el periodista Andrew Marantz da buena cuenta de ello. Frecuentó durante dos años los foros cibernéticos que poco a poco han ido atrayendo a negacionistas de todo pelaje, nihilistas, conspiradores, poseedores de una rabia transversal cuyo elemento en común es la desconfianza. Todos ellos defienden una verdad alternativa que los medios generalistas no nos están contando, que nos niegan —según su creencia— para mantenernos sojuzgados. ¿Quiénes son los instigadores de esa conspiración a nivel planetario cuya pretensión es convertirnos en cobayas? Hay, sostienen, mentes perversas de primera división, entre las que encontraríamos a Georges Soros, que encarnara como nadie esa vieja idea nunca desaparecida de que los judíos dominarán el mundo, o Bill Gates, el poderoso empresario que nos la mete doblada a base de filantropía. Por debajo de los líderes se encontraría un batallón inconcreto de políticos, periodistas y científicos al servicio de esta misión consistente en rendir la voluntad de los hombres y las mujeres libres. De esa maraña surgió Trump, el incorruptible, el tipo que expulsa a las élites del templo para devolvérselo al pueblo.
La desconfianza es el aglutinante que cohesiona esta argamasa compuesta por almas deseosas de seguir una verdad que no sea la que expresan los medios “tradicionales”. Los que semanalmente escribimos una columna somos testigos de cómo esa argamasa ha ido creciendo y reconocemos cada vez con más frecuencia a esos individuos que se jactan de no leer informaciones que suponen interesadas ni a columnistas que son meros transmisores de lo que marca el poder establecido, a científicos que no dicen la verdad, sino lo que les conviene a las empresas farmacéuticas. Como esta desconfianza se alimenta de los peligros reales que padecen las democracias, parecería lógica y comprensible, pero no lo es cuando desemboca en teorías grotescas, conspiranoicas.
La fuerza de dicha desconfianza es tan poderosa que el periodismo se encuentra en estos momentos tratando de conquistar o reconquistar a quienes prefieren entregar su fe a foros oscuros donde les revelan verdades generadoras de una cierta serenidad de ánimo en esta realidad tan marcada por la incertidumbre. Cada vez tenemos más cerca a aquellos dispuestos a creerse cualquier disparate con tal de no dar crédito a un experto. Javier Sampedro escribía sobre los puntillosos de la vacuna, aquellos que sin ser de todo negacionistas no están dispuestos de ninguna de las maneras a que les apliquen la astrazeneca porque es la que ofrece un porcentaje más bajo de protección. Olvidan que la vacunación no solo trata de preservar la salud propia, que el éxito proviene de la inmunidad colectiva. Pero esto es precisamente lo que alimentan estas jugosas informaciones alternativas que tanto gustan a Victoria Abril: el individualismo más insolidario.