‘Ahorcar’ a Carmen Calvo no está bien
Desde hace mucho en la política española el umbral del apoyo sin fisuras al adversario se ha situado en la representación de la violencia, no en la violencia, más debatible
Ha aparecido colgado de un árbol en Santiago un muñeco con la cara de Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno, con un mensaje burlón a propósito de su discrepancia con la ley trans. “En gallego” el mensaje, según he leído para subrayar la bajeza moral del suceso; “se olía el azufre desde aquí”, pude traducir. Es la clase de...
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Ha aparecido colgado de un árbol en Santiago un muñeco con la cara de Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno, con un mensaje burlón a propósito de su discrepancia con la ley trans. “En gallego” el mensaje, según he leído para subrayar la bajeza moral del suceso; “se olía el azufre desde aquí”, pude traducir. Es la clase de noticia que agradecen tus rivales porque puedes demostrar públicamente una elegancia sin coste, baratísima, solidarizándote con la ahorcada; la gente al final lo que quiere ser es buena persona y demostrarlo, aunque eso, claro, cuesta trabajo: estás en una dinámica en la que cuelgan de verdad a tu adversario y tu primer impulso es ponerlo todo perdido de adversativas. Por la costumbre, no porque tengas mal corazón. En este caso todo ha funcionado: solidaridad y cariño con la víctima colgada. Desde hace mucho en la política española el umbral del apoyo sin fisuras al adversario se ha situado en la representación de la violencia, no en la violencia, más debatible.
Como es natural, el ahorcamiento de Calvo ha indignado a la mayoría. La indignación de la mayoría es fácil de reconocer porque moviliza al Gobierno, la justicia y la Iglesia; indignar a la minoría termina, generalmente, en una mesa redonda sobre las amenazas a la libertad de expresión (“ya no se puede meter uno con nadie”; “pero hombre, métase con todos”; “no, no, tampoco es eso”). Lo resumió Carlos Blanco en un monólogo en el que cuenta cómo en la verbena de A Illa de Arousa el cantante gritaba “mariquita el que no baile”, y Blanco fue a decirle que entre el público también había gente con síndrome de Down, por si quería gritar “mongolo el que no baile”, y árabes por si se animaba con el “moro de mierda el que no baile” y hasta había, por haber, gitanos al fondo: “échale huevos, abre el espectro”. Hay una relación oscura entre esto y la queja tan periodística de las turbas linchadoras de las redes cuando se publica una opinión con la que, casi siempre por casualidad, está de acuerdo el medio en que se expresa; eso es porque no es lo mismo ser trending topic en Twitter que en la planta de arriba.
Volvamos a Calvo, cuyo muñeco se balanceaba (lo único: los bares en Santiago siguen cerrados). Se enfadó ella también, advirtiendo que no consentiría acoso y amenazas (sic). La indignación fue general. Ocurrió porque la foto era impactante y porque el pie de foto no lo leyó nadie. Las emociones provocadas por el periodismo clickbait son la baratija más previsible de nuestros días, pura rendición: “Me ofendo, no quiero saber más” o peor, “estoy ofendido, no lo estropees”. El muñeco de Calvo era un meco, una figura del entroido (carnaval) gallego, representaciones de figuras con las que alguien no está de acuerdo y las ahorca o las quema, como se quemó a Feijóo sin que saliese el aludido a dar el parte de lesiones ni la oposición a condenarlo. No es de buen gusto ni lo pretende, porque los carnavales son fiestas de mal gusto y de corrosión, por eso el actor Carlos Santiago, en la ciudad del apóstol, dio hace años un pregón en el que insultó a todo el mundo de Dios para abajo, parándose un rato en el apóstol; por supuesto, lo denunciaron. La foto de Calvo se difundió como información, pero la información siempre fue otra cosa. Preguntar por lo que ve otro o por lo que has visto tú, por si las moscas. Que casi siempre hay, pues van a donde van.