Una hoguera alumbra el interior de la cueva. Las sombras serpentean en las paredes. Entre el trajín de focos y cámaras, un aquelarre interrumpe la noche. Isabel Coixet ha reunido a un grupo de mujeres de distintas edades, profesiones y trayectorias para rodar una escena del documental que dirige. La conversación gira en torno al feminismo, a sus múltiples objetivos y complejidades. Aunque llego con la intención de dejar caer un par de citas y esperar a que Judith Butler y Gloria Anzaldúa me hagan el trabajo, en cuanto nos sentamos alrededor del fuego queda claro que no es lugar para mímicas ac...
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Una hoguera alumbra el interior de la cueva. Las sombras serpentean en las paredes. Entre el trajín de focos y cámaras, un aquelarre interrumpe la noche. Isabel Coixet ha reunido a un grupo de mujeres de distintas edades, profesiones y trayectorias para rodar una escena del documental que dirige. La conversación gira en torno al feminismo, a sus múltiples objetivos y complejidades. Aunque llego con la intención de dejar caer un par de citas y esperar a que Judith Butler y Gloria Anzaldúa me hagan el trabajo, en cuanto nos sentamos alrededor del fuego queda claro que no es lugar para mímicas académicas. Nos encontramos hablando de acoso, humillaciones, amenazas, anulación y miedo. Mucho miedo y mucha rabia. Resulta abrumador ―aunque revelador― que seis desconocidas nos hayamos juntado a hablar de feminismo con fines profesionales, algunas con un guion esbozado de textos y autoras a las que recurrir, y que hayamos acabado arrastradas por una necesidad casi física de compartir heridas. Mientras hablamos, una espiral de conjuros se trenza a nuestro alrededor. No hace falta recurrir a lo ajeno. Todas cargamos con un mosaico de recuerdos dolorosos.
¿Qué lugar ocupa el pensamiento cuando la herida desborda la palabra? ¿Qué función atribuirle a la enrevesada retórica de la especulación académica, a sus certezas o aproximaciones, si parece quedar obsoleta tan pronto la pensadora que se toma a ella misma como sujeto de estudio? Hablar sobre feminismo en términos teóricos puede parecer poco realista, incluso irresponsable. Con sus metáforas, sus derroteros, sus infinitas trampas del lenguaje, no es de extrañar que se acuse a la praxis académica de sufrir un vértigo autoinfligido y exasperante (ese mal de alturas provocado por vivir en una atalaya y contemplar a quienes se mueven por debajo). Inevitablemente, la percepción se nubla. Hay un tipo de miopía que solo cierto privilegio material puede otorgar. Desde arriba, las utopías se vuelven ligeras, sencillas, casi obviedades.
Las idas y venidas de la teoría persiguen, a menudo, un propósito estratégico, más personal de lo que pareciera. Son una forma de alejarse del dolor mediante el discurso. Distraer a la realidad con cuentos. Pero cuando el pensamiento se alza por encima de la verdad que pretende nombrar, comete un grave error: cree que es posible habitar la frágil estructura de la superioridad. Hablar sobre feminismo es absurdo, además de imposible. El fallo no está en la acción, sino en la preposición. Sobre. Por encima de. Como si articular una lucha social ―y articularse en torno a ella― fuera una tarea que se realiza desde arriba, desde fuera, con el cuerpo y el recuerdo ilesos. Como si pudiésemos erguirnos sobre una mesa de operaciones, armadas con guantes y pinzas, y diseccionar nuestras propias vidas desde una distancia aséptica, prudencial. En muchos casos, el conocimiento académico es una máscara tras la que ocultarse.
Y, sin embargo, a veces la atalaya se convierte en faro. Es cierto que el lenguaje no puede contener las heridas, estas desbordan todo intento de abstracción, recordándonos que palabras como “vulnerabilidad” o “resiliencia” no son ideas vacías, sino procesos radicalmente materiales. El cuerpo vive, sufre, muere. Pero ni la vida, ni el dolor, ni la muerte existen por fuera de los espacios discursivos, de las imágenes y los imaginarios, que somos capaces de crear. Aunque lenguaje y cuerpo no son lo mismo ―ninguno puede contener al otro, ni ser contenido por este―, tampoco están del todo separados. No hay retórica que borre la visceralidad de nuestra existencia, ni realidad material que exista al margen de lo simbólico. Como escribía Hélène Cixous, “censurar el cuerpo es censurar, de paso, el aliento, la palabra”. Cualquier distinción entre ambos no es sino puro artificio. El aliento es, en todo caso, la frágil membrana que une a una y a otro, como un pliegue en la piel. Ni uno solo, ni dos distintos. Ese es, precisamente, el valor más radical, más absoluto, más fértil de la teoría: ayudarnos a entender el vínculo entre palabra y cuerpo.
El pensamiento crítico, la teoría feminista, los estudios queer abren nuevos caminos en el mapa de la realidad. Arrojan luz sobre lo que no vemos, sobre aquello que permanece oculto por las múltiples censuras del poder. La imaginación marca el perímetro de lo posible, y no al revés. Las prácticas teóricas nos ofrecen la posibilidad de ampliar nuestros marcos conceptuales, nuestros horizontes materiales, nuestros espacios de vida. El lenguaje corre en paralelo a la acción directa. Lejos de levantar fronteras, las palabras se convierten en el reverso de las heridas. Solo pensando conjuntamente podemos nombrar lo que sentimos. El dolor, la rabia, la vida. También la muerte. A veces, luchar es ganar batallas retóricas a los discursos patriarcales; otras, es acampar frente a un Senado al grito de “aborto libre y gratuito”. Puede ser algo tan básico como juntarnos alrededor del fuego a vaciar los recuerdos que nos pesan. Invocar a los fantasmas. O a las brujas.
Amanda Mauri es investigadora feminista. MSc en Estudios de Género por la London School of Economics.