Tribuna

Contra el esfuerzo

Pedir más a una voluntad débil es insensato. Es parte de la ideología norteamericana

Una visitante ante la instalación del artista chino Chen Zhen, en el museo HangarBicocca de Milán, reabierto ayer.Luca Bruno (AP)

Se cumple un año de la primera ola de la pandemia del coronavirus, pronto del primer confinamiento. Los informativos de la televisión pública repiten a diario el número de muertos, de contagiados en cada nación, en pueblos. Siempre en números absolutos, no en porcentajes que aclaren la magnitud del mal. Desde las primeras vacunas menudean las ...

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Se cumple un año de la primera ola de la pandemia del coronavirus, pronto del primer confinamiento. Los informativos de la televisión pública repiten a diario el número de muertos, de contagiados en cada nación, en pueblos. Siempre en números absolutos, no en porcentajes que aclaren la magnitud del mal. Desde las primeras vacunas menudean las entrevistas a ancianos, encarnación de la esperanza y del triunfo de las políticas públicas. Todo ello ocupa la mitad del informativo, en el que ya no se muestran las guerras, las elecciones en países lejanos, los movimientos sociales.

Diríase que la política y la cultura han desaparecido. Para informarse adecuadamente hay que leer la mejor prensa, que también dedica muchas páginas al asunto pero donde se encuentran opiniones de expertos, pesimistas al respecto. El relato va de la desolación a la resignación. Con vacunas con una distribución ineficiente, un virus que muta y algunos Gobiernos que trafican con las farmacéuticas, el futuro es oscuro.

En España cada autonomía sigue una política, la Comunidad de Madrid se empeña en favorecer a bares y restaurantes (mientras el sector de la cultura lleva todo este tiempo desatendido por todos), ocultando intereses espúreos en esa insistencia en “salvar la Navidad” o rescatar a toda costa a la “hostelería”. Un dislate. Se alternan en la televisión mandatos de responsabilidad —“autoconfínate”— con imágenes de jóvenes en fiestas o en playas que desoyen el civismo mientras se quejan de ser “criminalizados”. (Muchos son universitarios que claman por exámenes online, que facilitan la copia y el plagio, y ocultan cómo la enseñanza presencial ha mantenido los protocolos y los profesores se han esforzado tanto online como cara a cara).

Se anuncia un aumento de la depresión entre la población si hay otro confinamiento estricto. En Francia ha subido el suicidio entre la juventud (esa que reclama clases en directo y no se victimiza como estigmatizada. Allí se inventó la virtud cívica moderna).

Con un túnel cuya luz es, en el futuro de años, que el virus devenga no mortal pero sí crónico, el panorama no es optimista. Una sociedad que produce información constante y contradictoria sobre los hallazgos contra el virus genera reflexividad y un estilo de pensamiento obsesivo. No es para menos. Además de la distancia interpersonal, aumenta la intolerancia social: el roce es sospechoso, un estornudo o un acceso de tos en público son motivo de recriminación. Se ha prohibido fumar en espacios abiertos, incluso hablar en el transporte público. No son signos de empatía precisamente, y sí de alarma.

Pues bien, en este magma bracea la autoayuda basada en la psicología positiva —que pensábamos se batía en retirada— que incita a un estilo de pensamiento contrario a la realidad, al “positivo”, optimista, voluntarista. Y que incita al alejamiento de los “negativos”, de los depresivos. Quiero resaltar ahora los mensajes que las páginas de la prensa dedicadas a la “psicología” todavía repite: “Esfuércese”, sea “resiliente”. Comprendo que toda la industria psicoterapéutica de estas instituciones secundarias (libros de autoayuda, seminarios de mindfulness, el importado coaching y los varios expertos en el yo) vivan de tales mensajes, pero hay que repetir que producen, en los no creyentes de esta religión personal, más mal que bien.

La depresión, instalada ya en las sociedades occidentales, es la enfermedad de nuestra época, como la neurosis lo fue del siglo XIX. La depresión es, entre otras cosas, el mal de la responsabilidad, de los sujetos que no pueden estar a la altura de la norma cultural de construirse una identidad continuamente. Es también la enfermedad de la insuficiencia de quien no puede seguir la norma del capitalismo flexible de adaptarse a un cambio continuo: al teletrabajo, al confinamiento, a la soledad, al temor constante al contagio. Por eso, el mandato del esfuerzo puede aumentar el riesgo de producir lo que otrora se llamaba melancolía.

Pedir esfuerzo a una voluntad débil o anulada es insensato. El mensaje del esfuerzo continuo es parte de la ideología norteamericana: a cada problema corresponde una solución, y todo irá mejor si uno se esfuerza por lograr el dominio de su mente.

Han aumentado las ventas de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, biblia del voluntarismo whig. También las de los estoicos, nada optimistas si se leen alejados de interpretaciones psicoterapéuticas deformantes. Como estrategia de supervivencia recomiendo Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh (Alfaguara), novela irónica que tumba la cultura del esfuerzo para salir de la depresión. También la distracción de la literatura, el teatro, el cine, el arte. La cultura nos saca de nosotros mismos. Y recordemos el grito de los británicos, la fortaleza, el coraje. No tenemos más salida.

Helena Béjar es catedrática de Sociología y autora de Felicidad: la salvación moderna (Tecnos).

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