No hay poseedor ni poseída
La generación que abogó por la desinhibición sexual creyó haber inventado el sexo, error provocado por una alta vanidad generacional que aún exhiben
Creen los adolescentes en su comprensible ignorancia que ellos inventan el deseo y desde ese convencimiento suelen considerar que sus padres son ajenos al impulso sexual. Es un malentendido justificado por la inevitable egolatría juvenil, cuya ceguera suele curarse con el tiempo. Mi generación, y las de esos jóvenes que protagonizaron el advenimiento de las libertades en España, estaba a gusto con la idea de que nuestros padres habían limitado sus encuentros sexuales al único fin de procrear, como así establecía la Iglesia católica:...
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Creen los adolescentes en su comprensible ignorancia que ellos inventan el deseo y desde ese convencimiento suelen considerar que sus padres son ajenos al impulso sexual. Es un malentendido justificado por la inevitable egolatría juvenil, cuya ceguera suele curarse con el tiempo. Mi generación, y las de esos jóvenes que protagonizaron el advenimiento de las libertades en España, estaba a gusto con la idea de que nuestros padres habían limitado sus encuentros sexuales al único fin de procrear, como así establecía la Iglesia católica: evitábamos la incómoda visión de imaginar a los progenitores gozando y en consecuencia nos erigíamos en inventores de la libertad. No digo que la Iglesia no fuera eficaz en demonizar y perseguir cualquier encuentro extramatrimonial o fuera de la estricta heterosexualidad, porque así fue, pero hay que imaginar que en la intimidad del dormitorio, por opresivo que fuera el ambiente social y el catálogo de pecados al que habían suscrito a la sociedad, cabía siempre la posibilidad de que se obrara el milagro del poema de Borges, dejando que dos amantes se buscaran y descubrieran el uno al otro: “Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan”. Al construir el relato del pasado solo en torno a la opresión, no podíamos imaginar que algunos osados se burlaran de ella.
La generación que abogó por la desinhibición sexual creyó haber inventado el sexo, error provocado por una alta vanidad generacional que aún exhiben. La arrogancia ha ido más allá: si nuestros mayores estaban reprimidos por el catolicismo, ahora resulta que es el feminismo la doctrina que ha tomado el relevo en dicha misión. De hecho, se recurre a un vocabulario de carácter religioso para señalar a los supuestos apóstoles de la moral, monjas reprimidas, sacerdotes que tratan de imponernos su virtud. Es decir, que los inventores de la transgresión y la libertad son de la opinión de que en este valle de lágrimas nadie ha follado como ellos. Así lo piensa la escritora y crítica de arte Catherine Millet, que apela a D. H. Lawrence para a través de su obra investigar sobre el deseo y lo escandaloso, el amor y la libertad. Bien, leeré este Amar a Lawrence, pero prefiero evitar las declaraciones de Millet sobre el asunto. Suele ocurrir que en las promociones de un libro los autores se convierten en expertos en todo lo concerniente al tema de su obra. Si en La vida sexual de Catherine M. teorizó sobre la transgresión y puso el listón muy alto —esas escenas en las que ella se ofrecía a un hombre tras otro en el Bois de Boulogne mientras un amigo organizaba la cola—, en esta ocasión, superado el revolcón que se llevó junto a otras mujeres francesas que reclamaban en un manifiesto “su derecho a ser importunadas” por los hombres, Millet asegura que hay una regresión en la forma de vivir la sexualidad femenina. Debe de pensar la autora que su compulsiva manera de buscar sexo con cualquiera proviene del desprejuicio y la libertad. No tuve esa sensación cuando leí su libro, más bien me dejó fría, cuando sinceramente aspiraba a lo contrario, dada la temática. Por suerte, no se llevó en sus aventuras nocturnas esta prestigiosa crítica de arte ningún susto, aun cuando se ofrecía en una carretera o en la trasera de una camioneta como así les ocurre a tantas prostitutas o a tantas chicas que vuelven a casa solas. El ejercicio de su libertad provocaba en el lector desasosiego, a veces tristeza. De la narración de esa experiencia ha construido una carrera como autora. Bien está. Lo que es una simpleza es afirmar a sus 70 años que las jóvenes hoy no disfrutan de un sexo excitante. Tal vez la señora Millet habla desde una vanidad generacional. La novedad para las chicas Millet de hoy está en saber qué es lo que apetece y con quién les apetece. A mí me resulta envidiable.