Tribuna

David contra Washington

La posibilidad de que la democracia despierte en Estados Unidos parece aterrorizar a sus élites. Y estas cada vez se distancian más no solo del pueblo americano sino también de los “padres fundadores” de la patria

Banderas de EE UU instaladas frente al Capitolio antes de la toma de posesión de Biden.JUSTIN LANE (EFE)

Si el asalto al Capitolio de Washington del pasado 6 de enero (y su parafernalia de banderas y vestimentas) ha traído a la memoria escenas de las revoluciones liberales de hace más de dos siglos, a mí me hizo pensar sin embargo en un evento mucho más reciente. Tenía fresco en la memoria el episodio que David Graeber relata en las primeras páginas de su The Democracy Project, y que no es el de ningún revolucionario americano de finales del siglo XVIII, sino el de su propia reacción en la primavera de 2012 cuando un camarada del movimiento Occupy Wall Street le ofrece un megáfono para que...

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Si el asalto al Capitolio de Washington del pasado 6 de enero (y su parafernalia de banderas y vestimentas) ha traído a la memoria escenas de las revoluciones liberales de hace más de dos siglos, a mí me hizo pensar sin embargo en un evento mucho más reciente. Tenía fresco en la memoria el episodio que David Graeber relata en las primeras páginas de su The Democracy Project, y que no es el de ningún revolucionario americano de finales del siglo XVIII, sino el de su propia reacción en la primavera de 2012 cuando un camarada del movimiento Occupy Wall Street le ofrece un megáfono para que se dirija a unas decenas de activistas que habían sido convocados estratégicamente ante nada menos que las escaleras del Memorial al Federal Hall, frente la Bolsa de Nueva York, y por supuesto ante las numerosas videocámaras allí presentes.

El brillante y recientemente fallecido profesor, primero en Yale y después en la LSE, convertido ya en activista político, lanzó un discurso improvisado y fuertemente inspirado por el lugar en el que se hallaba: los cómodos escalones de mármol que ascienden hacia el memorial y donde la estatua de George Washington preside y protege el lugar donde tuvo lugar la firma de la Carta de Derechos de los Estados Unidos, esto es, desde el lugar donde nació la Primera Enmienda a su Constitución, la referida a la libertad expresión, prensa y a reunirse pacíficamente, sin la cual la historia de Estados Unidos difícilmente podría arrogarse el apelativo de democracia y mucho menos del calificativo de ser la más longeva.

Desde ese lugar tan señalado, Graeber dijo algunas verdades sobre la historia americana desconocidas para la gran mayoría de sus ciudadanos y por supuesto para los que vivimos bajo el influjo del gran poder de ese país, concluyendo con esta nota: “No hay nada que aterrorice más a nuestros gobernantes [en aquel momento Obama y Biden] que la posibilidad de que la democracia despierte en América. Y si esa posibilidad existe, si alguien puede reconocerse heredero de aquellos que se arriesgaron a tomar las calles para reclamar la Carta de los Derechos, me temo que esa posibilidad se reduce a los aquí congregados”.

El discurso completo es un alegato de la relevancia que las movilizaciones populares han tenido en la historia de su país y la denuncia de que de no ser por ellas los protagonistas de esa historia no tendrían siquiera un lugar en ella. Si no fuese porque esta tesis podría dar lugar a una tercera revolución americana, el discurso es digno de una superproducción taquillera de Hollywood u, ojalá así sea, de un brillante documental capaz de iluminar el camino que nuestras democracias deberían emprender.

Quizá por ello durante los días transcurridos desde el asalto al Capitolio, me he mantenido expectante, temeroso de que entre aquella masa de aspecto circense, como Mike Davis se apresuró a calificar, pudiese aparecer si no un brillante y articulado académico al menos un artista-activista capaz de vendernos un brillante lema que pudiese dar contenido a tan bochornoso evento.

¿Y si puestos a estirar de la asociación Occupy Wall Street - Asalto al Capitolio llegamos a incorporar en esta demostración de descontento las decenas de multitudinarias protestas sin precedentes ocurridas en Estados Unidos a lo largo del último año y reconociendo todas estas movilizaciones, como Graeber se vio impelido a hacer de forma espontánea, es decir, como parte de una “gran tradición americana”? ¿Y si además de poner el foco en la injusticia de cómo han sido tratados los asaltantes del Capitolio frente a la brutalidad ejercida sobre los pacíficos manifestantes de Black Lives Matter cuya única pretensión es recordar a sus opresores que la vida de los más injustamente marginados también importa, remarcamos cuáles puedan ser similitudes?

¿Se puede decir ya alto y claro que lo que los que habitan la torre de marfil de la así llamada democracia americana son dos facciones, que poco tienen de lo que se espera del significado de su apelativo, sean demócratas o republicanos, sino la expresión misma de la aristocracia distante, colonial y desconocedora de la realidad y de la injusticia social contra la que lucharon algunos de sus padres fundadores? Dos facciones hoy más que nunca radicalizadas en solo convocar al pueblo mediante una millonaria mercadotecnia de votos, previamente agitada por unas redes que tienen poco de sociales y que parecen más bien pastorales, un aparato en fin que nada tiene que ver con el proyecto democrático que Graeber rescata en su libro y con el que los pensadores ilustrados de antaño inspiraron a los padres fundadores de los Estados Unidos. Un proyecto que hoy podemos decir sin dudas ha dejado de lado a aquellos a los que decía dirigirse.

Luis Feduchi es arquitecto.

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