Columna

Y usted, ¿de qué lado está?

De forma creciente todo se reduce a una fórmula binaria: dos lecturas de la realidad, dos discursos, dos universos identitarios

Partidarios de Trump irrumpen en la Rotonda del Capitolio en Washington, Estados Unidos, el pasado 6 de enero.JIM LO SCALZO/EPA/EFE (EFE)

Puede que la máxima que mejor define al populismo es eso de que “el poder le ha sido arrebatado al pueblo”. Es lo que también pensaban esas pintorescas hordas que entraron en el Congreso de Estados Unidos. Como declararon a quienes les entrevistaban, “venimos a reclamar lo que es nuestro”; o sea, que “nosotros somos el pueblo”, que se vayan los representantes espurios. Cosas similares hemos escuchado en España: el “no...

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Puede que la máxima que mejor define al populismo es eso de que “el poder le ha sido arrebatado al pueblo”. Es lo que también pensaban esas pintorescas hordas que entraron en el Congreso de Estados Unidos. Como declararon a quienes les entrevistaban, “venimos a reclamar lo que es nuestro”; o sea, que “nosotros somos el pueblo”, que se vayan los representantes espurios. Cosas similares hemos escuchado en España: el “nosotros somos los representantes de la gente” del Podemos inicial, o el “nosotros representamos a la verdadera España” de Vox, o el “auténtico pueblo catalán es el independentista”. Siempre el vicio de la sinécdoque, el tomar la parte por el todo. Y no hay un nosotros sin un otro. Lo que nos define y permite que nos cohesionemos en torno al líder es la previa definición de un no-pueblo, el enemigo. La polarización nosotros/ellos deviene así en la condición de posibilidad para afirmar la propia posición.

Afortunadamente, en España carecemos de líderes con un seguimiento masivo como el de Trump, que orientaba, ordenaba y cohesionaba a sus huestes. Es una de las ventajas de los sistemas parlamentarios, que desinflan toda pretensión por aspirar a la representación de la totalidad. La propia topografía del parlamento lo impide: ¿cómo puede un grupo que ocupa un espacio limitado en la Cámara aspirar a representar al todo? ¿A quién representan entonces los otros que allí se sientan? Esto es más fácil cuando, como en los sistemas presidencialistas, el presidente goza de la misma legitimidad democrática que las Cámaras; también ha sido elegido directamente por el pueblo. Un jefe del Ejecutivo que emana del parlamento posee algo así como una legitimidad prestada, de segundo orden, y esto no deja de ser impedimento para no caer en veleidades populistas.

Lo que no hemos conseguido evitar, sin embargo, es el contagio populista de la polarización extrema. Ha arraigado en todo nuestro espacio público, y también en el parlamento mismo, desgarrado por el bi-bloquismo. Este constituye nuestra fórmula para facilitar la operacionalización del nosotros/ellos bajo condiciones de multipartidismo. Ya apenas nadie hace de tampón entre los dos extremos. De forma creciente todo se reduce a una fórmula binaria: dos lecturas de la realidad, dos discursos, dos universos identitarios. Las muchas diferencias dentro de los bloques, que las hay, acaban disolviéndose así gracias a la existencia de un enemigo común. Como en Estados Unidos, nosotros cultivamos también el “partidismo negativo”: lo que nos cohesiona en un bloque no es tanto la identificación positiva con todos los que integran el propio grupo cuanto la animadversión, cuando no el odio, hacia el otro. Por eso Ciudadanos se vio enseguida sujeto a fuego cruzado desde las dos trincheras en cuanto quiso trascender esa regla no escrita.

Lo que predica la democracia liberal, sin embargo, es el respeto del pluralismo y la disidencia. Ese mínimo civilizatorio es lo que estamos perdiendo. La revolución de nuestros días está marcada por un cambio en la cultura política, que va en la dirección de la intolerancia hacia el otro y su visceral rechazo, su automática conversión en enemigo irreconciliable. Así nos va.

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