Regulando a las digitales
Si se diseñan correctamente, los límites de hoy garantizarán la disrupción del mañana: porque, en el mercado como en la política, no hay espacio para plantarle cara a la élite establecida si el poder no se distribuye
Un grupo de emprendedores tecnológicos se alían con el capital dispuesto a arriesgar para crear nuevas industrias que cambiarían para mejor la vida de millones de personas. Pasó a finales del siglo XIX, en la segunda fase de la Revolución Industrial. Y volvió a suceder al cierre del XX.
Una reducida élite consolida sus posiciones de poder en sectores clave, ahogando a la competencia y acumulando riqueza mientras se jura benefactora del mundo sin corregir las enormes externalidades negativas que producen sus empresas, ni compensar convenientemente a la sociedad por ellas. Es el inicio de...
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Un grupo de emprendedores tecnológicos se alían con el capital dispuesto a arriesgar para crear nuevas industrias que cambiarían para mejor la vida de millones de personas. Pasó a finales del siglo XIX, en la segunda fase de la Revolución Industrial. Y volvió a suceder al cierre del XX.
Una reducida élite consolida sus posiciones de poder en sectores clave, ahogando a la competencia y acumulando riqueza mientras se jura benefactora del mundo sin corregir las enormes externalidades negativas que producen sus empresas, ni compensar convenientemente a la sociedad por ellas. Es el inicio del siglo pasado, y también del actual.
Ambos retratos-espejo parecen contradictorios, pintados desde orillas ideológicas distintas, pero son en realidad complementarios. De hecho, podría decirse que uno no puede existir sin el otro. Necesitamos incentivos para que los Carnegie de entonces y los Zuckerberg de ahora se arriesguen. Pero también necesitamos limitar su poder, canalizar su funcionamiento, para asegurar una distribución de costes-beneficios de las innovaciones resultantes que nos parezca socialmente justa.
La regulación de la competencia debería funcionar, pues, como una serie de válvulas que dejan respirar y pasar la creatividad, impulsándola incluso a través de la fuerza incomparable del Estado, pero restringe la presión monopolista, acaparadora, así como los otros fallos de mercado. Dichas válvulas ya no pueden funcionar dentro de las fronteras de un solo país, porque la presión se escapa por los canales que ha abierto la globalización económica. No es casual que sea en la competencia donde las instituciones europeas disfrutan de más margen de maniobra supranacional, algo que al fin están empezando a demostrar en el gran reto regulatorio que nos ha traído la ola innovadora del puente entre ambos siglos.
La Comisión Europea plantea dos nuevas válvulas ante las tecnológicas: una las hace más responsables de lo que sucede dentro de ellas; la otra evita que acaparen demasiado espacio en sus sectores. Pero, si se diseñan correctamente, los límites de hoy garantizarán la disrupción del mañana: porque, en el mercado como en la política, no hay espacio para plantarle cara a la élite establecida si el poder no se distribuye. La regulación presente, cuando funciona con la lógica de la doble vía, es garantía necesaria para que funcione la innovación futura. @jorgegalindo