“Envíenme un hombre que lea”
Para mí, inveterado lector de ensayos siempre dispuesto a imbuirse de ideas ajenas, la lectura de ‘Por la tangente’ de Jesús Silva-Herzog estuvo entre lo mejor que pudo pasarme en la cuarentena
Fue el eslogan de la celebrada campaña publicitaria que una gran papelera americana —la International Paper Company— insertaba durante los tempranos años sesenta del siglo pasado en las revistas estadounidenses de alta circulación, como LIFE, Reader’s Digest, Saturday Evening Post, TIME magazine o Popular Mechanics.
La campaña buscaba promover la lectura y su americana premisa era que un hombre —así eran las cosas en aquel entonces: invariablemente se hablaba de un hombre— estaba mejor equipado para hacer una carrera exitosa en cualquier ámbito si era ...
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Fue el eslogan de la celebrada campaña publicitaria que una gran papelera americana —la International Paper Company— insertaba durante los tempranos años sesenta del siglo pasado en las revistas estadounidenses de alta circulación, como LIFE, Reader’s Digest, Saturday Evening Post, TIME magazine o Popular Mechanics.
La campaña buscaba promover la lectura y su americana premisa era que un hombre —así eran las cosas en aquel entonces: invariablemente se hablaba de un hombre— estaba mejor equipado para hacer una carrera exitosa en cualquier ámbito si era aficionado a la lectura.
Eran avisos muy llamativos que cobraban la forma de pequeñas biografías, “rodajas de vida”, testimonios. A veces, era tan solo una viñeta muy ingeniosa comentada por la escueta leyenda, todo ello encareciendo el motivo central.
Don Draper, el cínico e innovador protagonista de la serie Mad Men, quizá no habría aprobado la bien abotonada ortodoxia de aquellos anuncios, pero, la verdad, fueron muy populares, generaron bastante recordación y muchos premios. Hubo uno en especial que nunca he podido olvidar.
La foto en blanco y negro mostraba a un oficial de la flota submarina de Estados Unidos echado en la litera de su pequeño y ovoide camarote a bordo del submarino nuclear USS Triton. El oficial lee concentradamente un libro a la luz de una lamparilla adosada al casco. La leyenda es la que ya he dicho y el texto es el facsímil de la carta que el capitán del Triton envía a la Academia Naval, en Annapolis, estado de Maryland, detallando el perfil ideal del suboficial recién graduado que requiere para completar su tripulación.
El Triton fue el primer submarino nuclear en circunnavegar el planeta. El candidato a suboficial debería, pues, afrontar un largo y monótono destierro sin diversiones, “así que mejor envíenme un tipo que lea”.
El capitán se llamaba Edward L. Beach y fue un formidable memorialista de la campaña submarina contra la Armada Imperial japonesa en el Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial. Mi hermano mayor y yo atesoramos todos sus libros.
Beach ordenaba en sus submarinos —comandó sucesivamente el USS Trigger y el USS “Salamonie”— habilitar espacio para una pequeña pero bien nutrida biblioteca. La tripulación típica era de 70 hombres y sus patrullas podían durar hasta 75 días. En una de ellas, a mediados de 1943, el Trigger hubo de permanecer 30 días sumergido en aguas de la Bahía de Tokio, al acecho de un portaaviones que valiera la pena hundir. El silencio radial debía ser absoluto.
Beach halló tiempo para leer “Las llaves del reino,” de J.A.Cronin, y “La simiente del dragón”, de Pearl. S. Buck antes de que el oficial a cargo de periscopio avistara al portaaviones Hitaka que acababa de ser botado al mar y surcaba la bahía rumbo a su travesía de prueba en aguas abiertas, escoltado por dos destructores. El capitán Beach colocó un marcador en la página que estaba leyendo y fue a ocuparse del asunto.
El Trigger logró impactar al Hitaka con cuatro de los seis torpedos que disparó antes de sumergirse a toda prisa hasta profundidad máxima y escapar de la bahía estremecida por las cargas de profundidad. Comparados con aquellos submarinos de la llamada “clase Gato”, el Triton resultaba gigantesco: sus 447 pies de eslora lo hacían, en 1960, el submarino más grande de su tiempo.
Equipado con dos reactores nucleares, dio la vuelta al mundo siguiendo la misma derrota que cubrió el gran navegante portugués Fernando de Magallanes entre 1519 y 1522. Con 176 marinos y seis científicos a bordo, la travesía buscaba estudiar el impacto en los humanos de una navegación prolongada bajo la superficie. El experimento comenzó en la latitud ecuatorial al sumergirse el Triton en medio del Atlántico, a 600 kilómetros de costa brasileña. Dobló el Cabo de Hornos y navegó hacia occidente, cruzando el Pacífico y el Índico y de nuevo el Atlántico hasta completar más de 30.000 kilómetros de circunnavegación en solo 61 días.
Mi navegación submarina ¡sin libros! comenzó en marzo pasado cuando la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá cerró indefinidamente sus puertas a causa de la pandemia.
He contado en alguna otra columna que dejé atrás mi biblioteca caraqueña cuando salí al exilio. En marzo solo atiné a juntar sobre un mesón los pocos libros adquiridos aquí que aún no había leído, junto con algunos más que, no muy ganoso, me dispuse a releer. Así pude aguantar, mal que bien, hasta fines de abril. Comenzaba mayo cuando el sello editorial Taurus me hizo llegar un ejemplar de cortesía —en formato PDF— de Por la tangente. Su autor es el escritor mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez.
Es una rara, inapreciable colección de ensayos sobre los ensayos y ensayistas que en el curso de una vida han subyugado a su autor, él mismo un gran ensayista. Para mí, inveterado lector de ensayos siempre dispuesto a dejarme imbuir de admirables ideas ajenas, su lectura estuvo entre lo mejor que pudo pasarme durante la cuarentena. Fue como salir a flote a cargar baterías en el Mar del Coral sin destructores japoneses a la vista.
Me propongo compartir mi reseña de Por la tangente con los lectores de EL PAÍS en esta temporada decembrina. Será mi modesta y amorosa manera de conjurar buenos auspicios y apresurar el fin de un año que ha sido terrible para todos.