Palabras nuevas
Que la RAE muestre inquietud por una cuestión lingüística recogida en la ley Celaá es un gesto debido, cae de lleno en sus competencias. La politización de la lengua es tan antigua como el constitucionalismo
La presentación por la Real Academia Española de las novedades léxicas que añade cada año a su Diccionario de la lengua española (DLE), se ha convertido en un interesante espectáculo cultural, social, político y mediático. El estruendo que produce está empezando a recordar las algarabías del sorteo de la lotería de Navidad. Se escudriñan las listas de palabras nuevas como quien busca algún premio mayor y se celebran los aciertos con el ...
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La presentación por la Real Academia Española de las novedades léxicas que añade cada año a su Diccionario de la lengua española (DLE), se ha convertido en un interesante espectáculo cultural, social, político y mediático. El estruendo que produce está empezando a recordar las algarabías del sorteo de la lotería de Navidad. Se escudriñan las listas de palabras nuevas como quien busca algún premio mayor y se celebran los aciertos con el regocijo de quien sabía que, tarde o temprano, su palabra favorita ocuparía su diminuto espacio en el olimpo del léxico. También es tiempo de decepciones y, naturalmente, de críticas a la RAE por incorporar al DLE palabras que no se usan o que nadie conoce, dejando atrás otras cuya notoriedad y merecimientos son evidentes.
Los comentaristas más divertidos son los que se empeñan en atribuir a la Academia lo que no ha dicho en modo alguno. También, los que aprovechan estos riegos anuales de vocablos para recordar agravios perpetrados por la Academia. He oído en una televisión que la Academia, en la entrada macho del DLE, atribuye esta condición al hombre y después al mulo, lo que debe considerarse una grave ofensa, argumenta el crítico. Y en la entrada hembra hace de esta palabra sinónima de mujer, lo que denota el machismo de los redactores de la obra académica. Pero la lectura correcta del Diccionario no es, ni de lejos, esa: lo que dice es que en el uso común de nuestra lengua la primera palabra se sigue usando frecuentemente para referirse a un hombre y, también, en algunas zonas y ambientes, a un mulo. No está sugiriendo que los hombres y los mulos no sean distinguibles. También está claro que muchas personas que han utilizado alguna vez la palabra hembra, para referirse a una mujer, no lo han hecho de modo despreciativo y machista. No es un vocablo hermoso, pero se usa ampliamente, y eso es lo que el Diccionario verifica.
Hay colectivos o grupos que aspiran a que determinadas palabras, o sus definiciones, desaparezcan del Diccionario. Hay reclamaciones de esta clase que son antiguas, pero caen insistentemente sobre las cabezas de los académicos como gotas malayas. Algunas se han hecho clásicas: que hay que quitar la tercera acepción de la palabra jesuita, que le da el significado de “hipócrita, disimulado”; o eliminar las acepciones de kamikaze que atribuyen la honorable denominación de estos héroes japoneses de la Segunda Guerra Mundial a cualquier individuo temerario que realiza acciones que ponen en riesgo su vida.
Otros observadores críticos insisten en escandalizarse por palabras que están en el Diccionario, a pesar de que sean incorrectas actualmente, porque no se paran a leer que se trata de formas antiguas y desusadas, o palabras vulgares que se han mantenido porque su uso sigue siendo muy intenso. Lo segundo ocurre con almóndiga por albóndiga; lo primero se puede aplicar a toballa o asín. Otras críticas se dirigen contra palabras que no están ni han estado nunca en el DLE, como cocreta, que constituye uno de los distinguidos y ominosos bulos que la obra académica no consigue quitarse de encima.
De la rociada de palabras nuevas que hemos descargado sobre el DLE, las que más han llamado la atención son las relacionadas con la pandemia. Alguna hay, como barbijo, que ha sorprendido por desconocida. Pero hay que recordar que el Diccionario no registra solo el español de España, sino también el léxico de los demás países que lo tienen como lengua nacional y propia. En Argentina y Bolivia no usan mascarilla, sino barbijo, y en otras Repúblicas americanas, barbuquejo, tapabocas, bozal y otras varias. Al redefinir confinamiento hubiera debido desaparecer el carácter punitivo penal que conserva en una acepción porque en España ese castigo ha desaparecido del Código Penal, pero se mantiene, sin embargo, en América y el DLE hace honor a ello. En fin, algunos protestan contra bluyín y amigovio, que apenas si se usan en España, pero tienen un uso intenso y muy disperso en América.
Los comentarios sobre otras novedades debidas a la pandemia han sido más técnicos, como los que ha formulado este periódico sobre COVID, que la Academia ha escrito como un acrónimo, todo en mayúsculas, sin tilde y de ambos géneros, admitiendo que puede expresarse tanto en masculino como en femenino.
Las palabras, locuciones y expresiones que más incomodan a la RAE son siempre las de carácter político. La lengua fue neutral a lo largo de siglos y la Academia ha manejado los vocablos con enorme cuidado para que no se le impute ninguna clase de inclinación ideológica. Ahora hemos mejorado la definición de democracia (democracia, democracia orgánica, democracia representativa, democracia popular), pero aseguro que no hemos querido decir nada más profundo al modificar ahora lo que lleva decenios en el Diccionario. Hemos añadido fascistoide y ya tenemos registradas preguntas sobre por qué no comunistoide. Lo mismo nos reclaman sobre la inclusión de derechoso y no la de izquierdoso, incluso sin pararse a mirar que izquierdoso está en el DLE desde 1984. Nos viene muy bien que nos miren con ojos tan atentos; sirve de ayuda.
Hace unos días hemos emitido una nota, a propósito de la tramitación de la llamada ley Celaá, en la que declaramos nuestra confianza en que los poderes del Estado no promuevan obstáculos “para que los ciudadanos puedan ser educados en su lengua materna y accedan, a través de ella, a la ciencia, a la cultura, o, en general, a los múltiples desarrollos del pensamiento que implica la labor educativa”. Y expresábamos que el recordatorio deriva de nuestra responsabilidad respecto de la hermosa lengua que hablan casi 600 millones de personas en el mundo.
Nos ha parecido que era un gesto debido que la RAE mostrase su inquietud por una cuestión lingüística que cae de lleno en el ámbito de sus competencias, pero hemos reconocido, de modo leal y abierto, que el presidente Sánchez ha tenido siempre una atención a la Academia muy superior a la de cualquiera de sus antecesores, y que ha entendido muy bien que la preocupación por la institución cultural más importante, a escala nacional y global, de nuestro país, es una cuestión de Estado.
La politización de la lengua comenzó con el constitucionalismo. Francia fue por delante en esto, con su revolución de 1789, y en España ocurrió en el periodo constituyente de 1810 a 1812. Se produjo entonces una revolución de las palabras. Aparecieron palabras nuevas de enorme significación política para poner nombre a instituciones y derechos antes inexistentes: asamblea legislativa, elecciones, soberanía nacional, separación de poderes, libertad, guillotina, sansculotte, derechos del hombre, igualdad, fraternidad, bienestar, felicidad, libertad, libertad de imprenta… Lo mismo exactamente ocurrió en España cuando los parlamentarios discutían en Cádiz la primera Constitución de nuestra historia. En el Cádiz de las Cortes usar o no esas palabras nuevas identificaba a los políticos y ciudadanos como liberales o absolutistas, y los grupos las usaron como arma política. Lo hicieron en términos tan excesivos y ridículos que se prepararon diccionarios paródicos para ridiculizar a políticos serviles, afrancesados o progresistas a cualquier título. El Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España. Obra útil y necesaria en nuestros días se editó un par de veces en 1811. Fue un gran escándalo que hizo que su autor acabara con sus huesos en la cárcel. Pero luego hubo una réplica liberal que se tituló Diccionario crítico burlesco del que se titula “Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España”, que, aunque se publicó como un panfleto anónimo, se sabía que lo había escrito el bibliotecario de las Cortes, Bartolomé José Gallardo.
La Real Academia Española se mantuvo al margen de la polémica y supo conservar su neutralidad política. Y así ha sido siempre.
Santiago Muñoz Machado es director de la Real Academia Española.