Columna

La sombra de Trump

Si Biden gana esta semana, la mayoría de los puntos conflictivos transatlánticos seguirán presentes

eurointelligence.com

Sin querer, Donald Trump nos ha hecho un favor a los europeos. Nos ha dejado claro que necesitamos una política exterior independiente. Pase lo que pase en Estados Unidos esta semana y después, ese podría ser su legado político a largo plazo para quienes vivimos en Europa. No obstante, ese legado solo tendrá relevancia si en los próximos cuatro años seguimos haciendo lo que empezamos, de manera vacilante e incompleta, tras la llegada de Trump al poder.

La semana pasada, por ejemplo, la Unión Europea se ha encomendado a sí misma el mandato de imponer sanciones comerciales unilaterales. L...

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Sin querer, Donald Trump nos ha hecho un favor a los europeos. Nos ha dejado claro que necesitamos una política exterior independiente. Pase lo que pase en Estados Unidos esta semana y después, ese podría ser su legado político a largo plazo para quienes vivimos en Europa. No obstante, ese legado solo tendrá relevancia si en los próximos cuatro años seguimos haciendo lo que empezamos, de manera vacilante e incompleta, tras la llegada de Trump al poder.

La semana pasada, por ejemplo, la Unión Europea se ha encomendado a sí misma el mandato de imponer sanciones comerciales unilaterales. La idea es que seamos más independientes del órgano de apelación de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Actualmente este órgano se encuentra bloqueado debido a que el Gobierno Trump se ha negado a nombrar jueces y a que no tiene el quorum mínimo para dictaminar sobre las apelaciones.

Trump también ha conseguido que al menos algunos europeos caigan en la cuenta de que el euro, además de una simple moneda común, puede ser un instrumento de política exterior. Creo que esta es la mejor baza que tiene la UE para ejercer un poder real en ese ámbito. Hace algún tiempo, Estados Unidos descubrió que el dólar y los mercados de capitales del país podían ser instrumentos de política exterior de extraordinaria potencia mediante la imposición de sanciones primarias y secundarias. Por ejemplo, Estados Unidos amenazó a las empresas europeas y a sus bancos con perder el acceso a los mercados de dólares estadounidenses si no respetaban las sanciones a Irán. Lo único que impide a la UE hacer lo mismo es el complejo de inferioridad. El euro no es tan fuerte como el dólar, pero sí suficientemente fuerte. Es la segunda mayor divisa del mundo según varios baremos. Nosotros también podemos amenazar a las empresas no europeas y a sus bancos, incluidas las multinacionales estadounidenses, con impedirles el acceso a los mercados de capital europeos.

No quiero reconocerle ningún mérito a Trump. Es evidente que no tenía la intención de que nada de eso sucediese. Pero, involuntariamente, consiguió que al menos algunos europeos cuestionasen nuestro papel como eterno socio menor de Washington. Todavía no estamos en ese punto. Para que la Unión Europea se convierta en un actor independiente en política exterior, los europeos tenemos que cambiar muchos malos hábitos y mentalidades que afectan a ese ámbito. Somos gente a la que le gusta relacionarse. Tenemos tendencia a disfrutar con la política exterior, mientras que los estadounidenses la practican en pos de unos intereses. Estados Unidos fue un aliado decisivo para la Europa debilitada de la posguerra, pero la protección dio origen a una cultura de dependencia. En un mundo multipolar, nuestros intereses han empezado a divergir. La mayor amenaza para la OTAN no es la negativa de algunos países europeos, como España, Italia o Alemania, a cumplir determinados objetivos de gasto en defensa, sino la falta de cohesión. Por ejemplo, no creo que el Parlamento federal alemán aprobase nunca la petición de ayuda del artículo 5 del Tratado de la OTAN en caso de que un miembro de la organización fuese atacado por un tercer país.

Si Joe Biden gana esta semana, la mayoría de los puntos conflictivos transatlánticos seguirán presentes. La oposición estadounidense al gasoducto del mar Báltico tiene su principal origen en un consenso bipartidista en el Senado, más que en la Administración de Trump. También es muy probable que el Congreso sea el mayor obstáculo para un acuerdo comercial entre la Unión Europea y Estados Unidos. EE UU insistirá en que se incluya la agricultura, lo cual será inaceptable para los europeos, que temen la introducción de organismos genéticamente modificados en nuestra cadena alimentaria y la pérdida de ingresos de los agricultores. Este factor es decisivo desde el primer momento. Trump montó mucho jaleo con los aranceles comerciales, por ejemplo, sobre los coches alemanes, pero las medidas que adoptó su Gobierno no fueron ni de lejos tan extremas como los europeos nos temíamos. Se aplicaron algunos aranceles al acero y el aluminio, pero Trump no empezó la gran guerra comercial transatlántica que tanto miedo nos daba.

Las disputas sobre los objetivos de gasto en defensa ya habían empezado con el presidente Barack Obama. Trump fue más vulgar en la forma de expresar sus opiniones, pero la mayoría de sus medidas fueron principalmente simbólicas, como la decisión de retirar tropas estadounidenses de Alemania y trasladarlas a Bélgica, Italia y Polonia. Una vez hayamos filtrado el ruido, veremos que el Gobierno de Trump constituye un paso más en el gran divorcio entre Estados Unidos y Europa, pero no el divorcio en sí.

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Los intereses transatlánticos tampoco están perfectamente alineados en lo que a China se refiere. Los Estados miembros de la UE hacen bien en mostrarse escépticos respecto a las intenciones geopolíticas de China y en cuestionar el intento de Huawei de construir la red de datos móviles de última generación. Pero esto no significa que nuestros intereses coincidan con los de Estados Unidos. Washington y Pekín compiten por dominar el mercado mundial de la tecnología de la información y la inteligencia artificial en las aplicaciones militares y civiles. La UE tiene intereses que, aunque se solapan con los estadounidenses, no son idénticos. No somos una potencia líder en inteligencia artificial, y no es probable que lleguemos a serlo, pero Nokia y Ericsson, los dos competidores directos de Huawei, son europeos. Nos interesa que nuestras empresas sigan participando en el juego. También dependemos más de las tecnologías chinas y las materias primas, como las tierras raras, que Estados Unidos. Pero, por lo menos, no competimos con China por el dominio mundial. La Unión Europea no quiere gobernar el mundo. Quiere gobernar su propio mundo.

El mayor peligro de una presidencia de Joe Biden sería dejar que los europeos volviésemos a caer en la ilusión de los buenos tiempos de las relaciones transatlánticas. Veo un peligro real de que esto ocurra porque es la vía de menor resistencia que nos permite jugar nuestro juego favorito: postergar la resolución de los problemas hasta la siguiente crisis. Los próximos cuatro años serán decisivos para el papel de Europa en el mundo.

Wolfgang Münchau es director de eurointelligence.com

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