Un disparate que funciona
Contra toda teoría, el nombramiento vitalicio de los jueces del Supremo de EE UU ha funcionado razonablemente bien
La separación de poderes es como lo de los “espacios propios” en un matrimonio. Cada uno se organiza como quiere o como puede. Y, aunque el panorama político mundial se ha poblado de enterradores de Montesquieu, el que Gobierno, Parlamento y Judicatura puedan ir cada uno por su cuenta, con mayor o menor autonomía, se ha demostrado hasta el momento el planteamiento más eficaz para el funcionamiento y la duración de ese sorprendentemente efectivo contrato social llamado democracia.
Pero, al contrario de los miembros del Gobierno y del Parlamento, los jueces normalmente no se someten a la...
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La separación de poderes es como lo de los “espacios propios” en un matrimonio. Cada uno se organiza como quiere o como puede. Y, aunque el panorama político mundial se ha poblado de enterradores de Montesquieu, el que Gobierno, Parlamento y Judicatura puedan ir cada uno por su cuenta, con mayor o menor autonomía, se ha demostrado hasta el momento el planteamiento más eficaz para el funcionamiento y la duración de ese sorprendentemente efectivo contrato social llamado democracia.
Pero, al contrario de los miembros del Gobierno y del Parlamento, los jueces normalmente no se someten a las urnas y, por tanto, escapan a la prueba del algodón de una democracia. Se espera de ellos que dejen de lado cualquier planteamiento personal para decidir sobre una situación. Que no sean políticos, sino más bien machadianos: “¿Tu verdad? No, la verdad”.
Es esa concepción de que la verdad primará siempre por encima del interés lo que hace del poder judicial una de las columnas del edificio democrático. Por eso, uno de los primeros síntomas de que una democracia se desliza hacia el autoritarismo es el intento del Ejecutivo de controlar el Tribunal Supremo y ponerlo a su servicio. Es un proceso que vemos una y otra vez a lo largo del planeta.
Sin embargo, el poder judicial debe emanar también en alguna medida del pueblo. Y aquí cada democracia tiene su propia receta y en ella además establece para su más alto tribunal un sistema que permita su conformación y renovación. No hay una fórmula única y perfecta. Estados Unidos utiliza una que, en principio, podría parecer ir contra un, llamémosle, sistema de seguridad democrático: el límite temporal de los cargos, sean luego estos renovables o no. El país le entrega nada menos que de por vida el poder judicial supremo y, por tanto, la última palabra en el edificio legal, a un grupo de experimentados hombres y mujeres. Es un disparate que funciona extraordinariamente bien. Liberados de cualquier tipo de servidumbre, blindados contra toda presión, con la experiencia profesional y humana acumulada durante años y en la certeza de que las consecuencias de sus decisiones durarán más que su propia vida, estos jueces sorprenden con frecuencia por saltarse los clichés ideológicos que les han sido asignados. Así hizo la fallecida Ruth Bader Ginsburg, muchos de sus predecesores y esperemos que sus sucesores.
Precisamente como es un nombramiento vitalicio cuyas decisiones son trascendentales, conviene que cada juez del Supremo de EE UU sea lo más incontestable posible. La pretensión de Donald Trump de anunciar una candidata para cubrir la vacante de Ginsburg a solo pocas semanas de las elecciones presidenciales es, como mínimo, poco elegante y desprende un tufillo parecido al de otros gobernantes que pretenden controlar el Supremo. Y EE UU no debería ser de esos países.