75 años de sinsabores para la ONU
Pese a las limitaciones que aquejan a la organización, estaríamos peor sin ella. No conviene infravalorar los riesgos que implica el insistente goteo actual de actos arbitrarios contra el derecho internacional
La Sperry Corporation fue una empresa estadounidense dedicada a la fabricación de componentes electrónicos, tecnologías de la información y material de defensa. Tras la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la empresa accedió a lucrativos contratos para la producción de armamento. Una vez terminada la guerra, la compañía se vio obligada a reducir su producción, con lo que buena parte de sus instalaciones en Lake Success, Nueva York, quedaron en desuso y disponibles para potenciales arrendatarios.
Así fue cómo, antes de trasladarse a su actual complejo a orillas del Eas...
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La Sperry Corporation fue una empresa estadounidense dedicada a la fabricación de componentes electrónicos, tecnologías de la información y material de defensa. Tras la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la empresa accedió a lucrativos contratos para la producción de armamento. Una vez terminada la guerra, la compañía se vio obligada a reducir su producción, con lo que buena parte de sus instalaciones en Lake Success, Nueva York, quedaron en desuso y disponibles para potenciales arrendatarios.
Así fue cómo, antes de trasladarse a su actual complejo a orillas del East River, la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) hizo de una fábrica de armamento su segunda sede temporal, donde permaneció entre 1946 y 1952. A primera vista, esta solución podía parecer inadecuada para una organización llamada a promover la paz y la cooperación internacional, pero ¿qué mejor símbolo del cambio de época? Metros y más metros dedicados al esfuerzo militar estadounidense se transformaron en un espacio que vino a conocerse como “la fábrica de la paz”.
El lunes, la ONU celebró el 75º aniversario de su fundación, con un acto que tuvo lugar principalmente en formato virtual por imperativo de la covid-19. Esta conmemoración precede a la apertura del debate anual de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, que por primera vez en su historia no reunirá a los líderes mundiales en Nueva York. Por deslucido que vaya a ser este aniversario, sería injusto desaprovechar la ocasión de reivindicar la dimensión histórica de Naciones Unidas.
También hay que alabar su capacidad de movilización para abordar retos globales —como la pobreza y el cambio climático— a través de iniciativas tan destacadas como los Objetivos de Desarrollo del Milenio, así como sus sucesores, los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Vaya por delante que, pese a todas las imperfecciones y limitaciones que aquejan a la organización, estaríamos mucho peor sin ella.
Sin embargo, haríamos flaco favor a la ONU si obviásemos dichas imperfecciones y limitaciones, que han impedido que funcione a pleno rendimiento como una auténtica “fábrica de la paz”. Lo cierto es que sus 75 años han estado marcados desde el principio por la preeminencia de los intereses geopolíticos (la Guerra Fría no tardó en hacer aparición) y por los profundos desequilibrios inscritos en el ADN de la organización; en especial, del Consejo de Seguridad, que a menudo ha quedado condenado a la inacción por el derecho a veto de sus cinco miembros permanentes.
Hay quienes se refieren a la ONU como uno de los máximos exponentes del llamado “orden liberal internacional” nacido en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Otros replican que el período de existencia de la ONU no ha sido ni tan ordenado, ni tan liberal, ni tan internacional. Ambas posturas se han convertido en clichés, pero la segunda se ajusta más a la realidad.
Tras el breve período de unipolaridad estadounidense inaugurado por la caída del Muro de Berlín, la competición entre grandes potencias volvió para quedarse. En algunos sentidos, esta competición —que hoy protagonizan principalmente China y Estados Unidos— recuerda a episodios similares del pasado; en muchos otros, sin embargo, ha evolucionado de manera peculiar. Bajo la Administración Trump, Estados Unidos se ha obcecado en contrarrestar el auge de China dando la espalda a buena parte de sus aliados tradicionales, así como a las organizaciones multilaterales de gobernanza global cuya creación lideró con tanto ahínco.
Ironías del destino: dos meses antes de que la ONU se instalara en su sede neoyorquina de Lake Success, nació en la misma ciudad el futuro 45º presidente de Estados Unidos, cuyo mandato no puede calificarse precisamente de ordenado, liberal e internacionalista. El America First ha removido los cimientos de la ONU, sumiéndola en uno de los momentos más delicados desde su fundación. La Administración Trump no ha tenido reparos siquiera en violar flagrante y caprichosamente el derecho internacional, como hizo al abandonar el acuerdo nuclear con Irán, que fue apoyado en su día por una resolución unánime del Consejo de Seguridad. Es tal la magnitud del desvarío que, de forma inaudita, Estados Unidos ha impuesto sanciones contra todos aquellos que cumplan con su obligación de respetar dicha resolución.
Como afirmó el célebre jurista estadounidense Louis Henkin en 1968, “casi todas las naciones observan casi todos los principios de derecho internacional y casi todas sus obligaciones casi todo el tiempo”. En efecto, la historia nos ofrece motivos de peso para ver el vaso medio lleno, pero no conviene infravalorar los riesgos que puede comportar un goteo cada vez más insistente de actos arbitrarios.
La actual voluntad del Gobierno británico de burlar ciertas disposiciones del tratado de salida con la UE —y, por ende, de “violar el derecho internacional de una forma muy específica y limitada”, como admitió el ministro británico para Irlanda del Norte— se añade a las muchas señales de alerta que venimos acumulando. Cuando estas señales provienen de miembros permanentes del Consejo de Seguridad, las potenciales repercusiones son particularmente graves.
Un panorama global más anárquico, que relegue a las organizaciones internacionales a un papel residual y desdeñe los principios más básicos de convivencia entre Estados, solo beneficiará a aquellos que se han especializado en pescar en río revuelto. Ese será un mundo de expansionismo territorial, injerencias gratuitas en los asuntos internos de otros Estados, ciberataques masivos a infraestructuras estratégicas, espionaje desenfrenado, y utilización impune de sustancias químicas y otros medios ilegales para amedrentar o incluso eliminar adversarios políticos. La clase de conductas, en definitiva, que la ONU nació para evitar.
Tendrán razón quienes apunten que fracasar en esta empresa no sería nada nuevo, y que la trayectoria de Naciones Unidas está repleta de aspiraciones insatisfechas. Pero a nadie se le escapa que las grietas que ya existían se han ensanchado en los últimos tiempos. En cualquier caso, cambiar la dinámica sigue estando a nuestro alcance, siempre y cuando emerja a nivel internacional un liderazgo suficientemente responsable, honesto y audaz. El mejor homenaje a los 75 años de la ONU, y al espíritu posibilista que cautivó a los primeros diplomáticos que recorrieron los pasillos de la “fábrica de la paz”, sería convertir esta organización en un sólido parapeto desde el que afrontar las grandes convulsiones que nos está deparando el siglo XXI. Por ahora, estamos lejos de lograrlo.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.
© Project Syndicate, 2020.