Columna

El ejercicio de la memoria

Mientras Estados Unidos revisa su pasado esclavista, Francia y Portugal hilvanan cabos sueltos de su historia colonial en África. Décadas de desmemoria y agravios que hoy exigen reparación y alivio

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, en el castillo de Chambord, el pasado 22 de julio.POOL (Reuters)

Prisioneros de la historia oficial, numerosos países asisten estos días a una revisión más o menos tumultuosa de su pasado. Sucede en Estados Unidos, donde, al hilo de las protestas contra el racismo, se ha desencadenado una orgía iconoclasta que arrambla con todo, con símbolos claros del esclavismo pero también con la huella de otros personajes poco o nada siniestros.

La oleada revisionista no es nueva, ni se circunscribe al vendaval de ...

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Prisioneros de la historia oficial, numerosos países asisten estos días a una revisión más o menos tumultuosa de su pasado. Sucede en Estados Unidos, donde, al hilo de las protestas contra el racismo, se ha desencadenado una orgía iconoclasta que arrambla con todo, con símbolos claros del esclavismo pero también con la huella de otros personajes poco o nada siniestros.

La oleada revisionista no es nueva, ni se circunscribe al vendaval de furia desatado por el asesinato de George Floyd en Minneapolis. Es el último capítulo de una corrección política exacerbada que coloniza cada vez más el espacio público; también del siempre deseable empoderamiento de colectivos tradicionalmente marginados. Y Europa no es ajena a la marea, aunque pareciera que las erinias del poder colonial callaron hace décadas. Portugal y Francia también hilvanan cabos sueltos de su pasado imperialista. Los veteranos de las guerras que libró Portugal en África acaban de ganar la batalla simbólica del reconocimiento tras medio siglo de espera, silenciados por el profundo tabú político sobre el pasado colonial del país. En Francia, el presidente Macron ha encargado a un historiador de prestigio una memoria de la colonización y de la guerra de Argelia, en paralelo a la que redactará otro experto en Argel. Entiéndase memoria no como compilación académica, sino como profundo ejercicio cognitivo para remediar una amnesia que ya dura seis décadas.

Colea con furia el pasado: lo vivido por millones de personas excluidas de la historia oficial, como recuerda la emocionante novela El arte de perder, de Alice Zeniter, la historia de un harki (argelino colaboracionista en la guerra de independencia) y su difícil, imposible encaje en Francia. En el libro aletea la vivencia de generaciones trasterradas, con un pie en el país donde han nacido y la cabeza vuelta hacia otro que no conocen pero sienten; la experiencia de la emigración, y de sus políticas; el hábito de ser carnaza en manos ultras, cuando no víctimas colectivas de la radicalización identitaria por medio del islam.

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Cabe plantearse la oportunidad de tales guiños históricos en este escenario de devastación global. Pero el pasado regurgita como una digestión mal hecha en las explosiones de rabia de las banlieues francesas: la película Los miserables retrata fielmente la marginación, vista como una excrecencia del sistema, que sienten los franceses llegados a la antigua metrópoli desde las viejas colonias. También es actualidad un asesinato racista en Portugal pocos días después del reconocimiento de los veteranos de África: una muerte que enfrenta al país con el peor de sus fantasmas, y con la desmemoria.

Las pulsiones identitarias definen los populismos. Pero la memoria, o la desmemoria, también se ejercita como emoción, bien expresa o silenciada por los tabúes del discurso oficial. Eso también entra en el ámbito de la identidad, la primigenia. Una fuerza motora incalculable, aún dormida.

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