Las camas hospitalarias de la covid-19 y el aborto

Esta no es una pandemia que toca nuestros cuerpos igualmente: cuanto más frágiles y dependientes de regímenes autoritarios, mayores son los riesgos de que una mujer muera simplemente porque es mujer en edad reproductiva

Una manifestación a favor de la despenalización del aborto en Buenos Aires, Argentina, el pasado marzo.RONALDO SCHEMIDT (AFP)

“El aborto es una cuestión de salud pública”, dicen los investigadores. La tesis parece abstracta, pues ¿cómo una práctica criminalizada podría ser una necesidad de salud pública? La pandemia de la covid-19 es pedagógica. Sin embargo, su pedagogía es de horror: según la Organización Mundial de la Salud, todos los meses centenas de miles de mujeres buscan los servicios de salud para cuidados de abortos incompletos. En Argentina, se estima ...

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“El aborto es una cuestión de salud pública”, dicen los investigadores. La tesis parece abstracta, pues ¿cómo una práctica criminalizada podría ser una necesidad de salud pública? La pandemia de la covid-19 es pedagógica. Sin embargo, su pedagogía es de horror: según la Organización Mundial de la Salud, todos los meses centenas de miles de mujeres buscan los servicios de salud para cuidados de abortos incompletos. En Argentina, se estima que son 3.330 mujeres; en Chile, 1.522; en Colombia, 7.778; en México, 18.285. Según el Instituto Guttmacher, 760 mil mujeres en América Latina y Caribe buscan los servicios de salud por complicaciones de aborto inseguro cada año: son 63 mil camas hospitalarias cada mes. Para cada mujer que llega a un hospital por un aborto incompleto, la cama puede llegar a ser ocupada por ella dos veces: para los cuidados por el aborto y por el riesgo de enfermarse de covid-19.

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La cuestión del aborto es colonizada por afectos patriarcales: la mujer que aborta sería frívola o irresponsable, dicen los moralistas. Los afectos convocados por las propias mujeres son ignorados por quien tiene el poder de criminalizar los cuerpos. Ellas abortan porque necesitan cuidar de sí y de sus familias, ellas abortan y sienten alivio. La imagen de la cama ocupada por una mujer que tuvo un aborto puede ayudar a las personas de corta imaginación a aproximarse de otra manera a la cuestión del aborto: si fuera legal y seguro, una mujer recibiría los medicamentos y haría, sola, el aborto en casa. La cama estaría desocupada para que el moralista cuidara de su propia madre, padre, abuela, abuelo o de sí mismo. Regla general, no habría razón para la internación y el procedimiento podría ser acompañado por enfermeras, o técnicas de enfermería a través de sistemas digitales de telesalud. Sería seguro, económico, y los abortos no ocuparían camas de emergencia para el cuidado de la pandemia.

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La criminalización del aborto hace exactamente lo contrario. Además de enfermar a las mujeres por los métodos inseguros, las obliga a buscar los sistemas de salud para no morir. En Brasil, los datos de la Encuesta Nacional de Aborto de 2016 mostraron que cerca de medio millón de mujeres abortan por año. De esas, la mitad necesitó ir al hospital para finalizar el aborto. Son 250.000 mujeres que buscan los servicios de salud todos los años. En un cálculo sencillo de distribución del total de casos por el número de meses de un año, puede ser que 20 mil mujeres por mes ocupen camas de hospital para finalizar un aborto inseguro. La verdad es que desconocemos el impacto de la pandemia en la clandestinidad del aborto; el número puede ser aún mayor dada la fragilidad de los servicios de salud reproductiva durante la pandemia. Lo que podemos decir con mayor seguridad es que son miles de mujeres todos los meses a las puertas de los hospitales.

Hay evidencias de que los riesgos a la salud reproductiva aumentaron. Brasil es el epicentro de la muerte materna por covid-19. Ellas mueren por el virus, pero se enferman gravemente por la falta de asistencia en salud. Ya son más de 200 mujeres muertas durante el período de embarazo, parto y puerperio—una de cada cuatro de ellas no tuvo acceso a la UCI. “Murieron en extremo sufrimiento”, dice Melania Amorim, una de las investigadoras responsables por el estudio en Brasil. La Organización Mundial de la Salud, recientemente, publicó un documento en el que apela a los Gobiernos a que mantengan la salud sexual y reproductiva como servicios esenciales durante la pandemia. Las epidemias de ébola y zika mostraron los efectos nefastos sobre las mujeres por la interrupción de los servicios: hubo aumento en la tasa de muerte de mujeres por aborto inseguro, aumento de la violencia doméstica y embarazo no planificado en la adolescencia.

Los números son aterradores: “una modesta disminución del 10% en la cobertura de los servicios para el embarazo y recién nacidos puede resultar en más 28.000 muertes, 168.000 óbitos de recién nacidos, y millones de embarazos no planificados debido a la interrupción de los servicios de planificación familiar”, dice la Organización Mundial de la Salud. ¿Qué hizo el Gobierno Bolsonaro frente a esos datos? Prohibió que el Ministerio de la Salud divulgara una nota técnica sobre el acceso a métodos contraceptivos y aborto en caso de violencia sexual durante la pandemia. Hizo más que ignorar la centralidad de la salud reproductiva, pasó a perseguirla con la intensidad de los autoritarios que hacen del útero de las mujeres una bandera política.

Esas mujeres ocuparán aún más camas hospitalarias por aborto inseguro, correrán riesgos vitales de dejar a sus hijos huérfanos, además de aquellas embarazadas y enfermas por covid-19 que morirán en “extremo sufrimiento”. Esta no es una pandemia que toca nuestros cuerpos igualmente: cuanto más frágiles y dependientes de regímenes autoritarios de Gobierno de la vida, como son muchas mujeres negras e indígenas de los países latinoamericanos y caribeños, mayores son los riesgos de que una mujer muera simplemente porque es mujer en edad reproductiva. No hay mayor escándalo sobre los efectos de la desigualdad de género que la muerte de una mujer porque su salud reproductiva no fue cuidada.

Debora Diniz es brasileña, antropóloga, investigadora de la Universidad de Brown.

Giselle  Carino es argentina, politóloga, directora da IPPF/RHO.

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