No hay cambio en la política de EE UU hacia Venezuela. La realidad es peor que eso

Donald Trump nunca ha tenido a Venezuela como un tema central de su política exterior. Sus comentarios revelan una actitud lánguida, sin haber pensado mayormente en el tema

David Smilde
El presidente Donald Trump el pasado tres de julio.TOM BRENNER (REUTERS)

En las últimas semanas está circulando una cierta malinterpretación del libro del exasesor de Seguridad Nacional John Bolton y de la entrevista de Trump al medio digital Axios, que ve lo dicho como evidencia de un giro en la política de EE UU hacia Venezuela. No demuestran tal cosa, sino que evidencian que Trump nunca ha tenido a Venezuela como un tema central de su política exterior. Los comentarios del presidente estadounidense no son el resultado de un largo proceso de reflexión ni una decisión de la necesidad de reorientar la política hacia Venezuela, sino que revelan una actitud lánguida,...

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En las últimas semanas está circulando una cierta malinterpretación del libro del exasesor de Seguridad Nacional John Bolton y de la entrevista de Trump al medio digital Axios, que ve lo dicho como evidencia de un giro en la política de EE UU hacia Venezuela. No demuestran tal cosa, sino que evidencian que Trump nunca ha tenido a Venezuela como un tema central de su política exterior. Los comentarios del presidente estadounidense no son el resultado de un largo proceso de reflexión ni una decisión de la necesidad de reorientar la política hacia Venezuela, sino que revelan una actitud lánguida, de comentarios espontáneos, sin haber pensado mayormente en el tema.

Para Trump, apoyar la jugada de Juan Guaidó de asumir la presidencia interina en enero del año pasado era una oportunidad para lograr una victoria fácil de política exterior o si no, para afincarse en el Estado más importante de las elecciones presidenciales de Estados Unidos: Florida.

La sobreinterpretación de las declaraciones de Bolton y de Trump en junio descansa sobre una sobreinterpretación del recibimiento de Guaidó en Washington en febrero. El espaldarazo del mandatario estadounidense a Guaidó en el discurso del estado de la Unión despertó la esperanza hasta de los más escépticos aliados en Venezuela, quienes pensaban que seguramente revelaba un nuevo empeño de parte de EE UU.

Pero resulta que este espaldarazo vino de una Administración que perdió mayor interés cuando resultó evidente que no iba a haber una transición rápida. Después de la visita de Guaidó, el Departamento de Estado publicó un plan de transición sin hacer mayor seguimiento, el Departamento de Justicia anunció unos procesos judiciales señalando a Nicolás Maduro como el gran capo de un cartel de drogas que investigadores dicen que es una leyenda urbana. Acto seguido, la Administración recicló una operación naval ya preexistente para decir que era para proteger a EE UU de un supuesto flujo de drogas desde Venezuela. Apretaron las sanciones secundarias para prevenir el canje de petróleo por gasolina. Ahora persigue a los barcos de Irán proveyendo a Venezuela con gasolina.

Lo que tienen en común todas estas políticas hacia Venezuela es que cuestan poco en términos económicos y de capital político. En un año electoral, Trump no va a tomar riesgos ni con una aventura militar ni con una iniciativa diplomática significativa. Lo que sí está dispuesto a hacer es llevar a cabo una miamización de la política exterior hacia Venezuela, con acciones que reciben el aplauso de la adolorida diáspora venezolana concentrada en el sur de Florida, y que enganchan con los discursos y prácticas ya establecidos entre los políticos y redes de movilización anticastristas.

Florida es el Estado capaz de llevar candidatos que pierden el voto popular a la presidencia, desde el recuento del año 2000 hasta la victoria de Trump en 2016. Sin ganar Florida, será casi imposible que el mandatario se reelija.

¿Qué pasará con la política hacia Venezuela después de las elecciones presidenciales de noviembre? Si gana Trump uno puede imaginar, sin tener que preocuparse sobre Florida ya, que podría entusiasmarse por tratar de demostrar su talante de “dealmaker”, forjando una solución en Venezuela como su legado. Pero la verdad es que hasta la fecha es escasa la evidencia de que Trump tenga un verdadero don de negociación. Es poco lo que ha logrado con Corea del Norte, China, Siria o México. De Irán, ni hablar. No es fácil imaginarlo forjando una solución a un conflicto tan complicado como el venezolano. También resulta más probable que, sin tener que buscar votos en Florida, se olvide de Venezuela por completo.

Si Joe Biden llega a ser elegido, seguramente volverá a una política exterior más basada en la diplomacia, más colaborativa con otros esfuerzos internacionales, y más informada por expertos. Solo con retomar el proceso de normalización con Cuba podría facilitarla, en lugar de impedir una transición. Así fue en 2016, cuando Cuba jugo un papel importante en los acuerdos de paz de Colombia.

Pero tampoco habría que esperar un milagro. Los presidentes estadounidenses comienzan su mandato pensando en su reelección y están sujetos a la misma matemática que todos. El Estado más importante siempre es Florida. Normalizar con Cuba o buscar algo menos que la rendición total del chavismo en Venezuela puede ser demasiado riesgoso en su primer término.

Una Administración más diplomática en Washington, que tenga más puntos en común con Europa, podría reavivar el interés de la UE en Venezuela. Es difícil evitar la percepción de que, dados tantos desencuentros con el presidente estadounidense, los Estados miembros han preferido dedicar su capital político a contrariar a Trump sobre temas que les importan más, como por ejemplo, Irán.

Lamentablemente, hasta en el mejor de los casos de que haya un cambio constructivo en la política de EE UU hacia Venezuela, puede ser ya demasiado tarde. Actualmente la oposición venezolana no tiene opciones buenas para enfrentar la situación. El Gobierno de Maduro busca decapitar la oposición mayoritaria liderada por Guaidó y crear una oposición leal, más amena a sus planes. La maniobra más reciente fue la de abandonar el comité de postulaciones para designar nuevos rectores del Consejo Nacional Electoral y designarlos por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), controlado por Maduro. Acto seguido, usó el TSJ para tomar el control de los principales partidos de la oposición colocando lideres escogidos a dedo.

La oposición ha publicado una lista de exigencias tan justas como irreales, sin decir qué van a hacer si no se cumplen. Las investigaciones sobre oposiciones en contextos autoritarios sugieren que la abstención casi nunca es buena estrategia, ya que deja a la oposición sin plataforma, sin movilización y sin atención. Mejor opción es presentarse a una elección injusta dada su capacidad de retar al régimen y obligarle a actuar de forma que pueda quebrar su unidad interna y apoyos internacionales. La abstención puede ser una táctica eficaz si se usa para movilizar y exigir condiciones electorales justas.

Pero en cualquiera de los dos casos, ir o no ir a una elección es una táctica que tiene que estar imbricada en una estrategia coherente, con una unidad detrás. Es poco probable que una oposición debilitada, con algunos de sus políticos más hábiles en el exilio, pueda lograr esta estrategia y, a la vez, unidad.

Más probable es que se llegue a culminar la opción en que la Asamblea Nacional existente se niegue a participar en las elecciones y se declare “la continuidad administrativa” por falta de elecciones legítimas. Si eso ocurre, es probable que Guaidó establezca un gobierno en el exilio, reconocido por algunos aliados, pero sin el poder de mejorar las condiciones de vida de los venezolanos.

A estas alturas es difícil imaginar una solución en Venezuela. La dirección actual del movimiento que se opone al proyecto autoritario de Maduro está siendo definida por una trinidad nada santa: la Administración Trump, con fines electorales; una diáspora venezolana que tiene incentivos muy distintos a los de los venezolanos aún dentro del país, y un gobierno interino liderado por Guaidó que, dado los considerables recursos económicos que maneja en el exterior, puede pensar que un gobierno en exilio es más atractivo que tragar sapos dentro de Venezuela.

Sería importante que diplomáticos europeos adviertan de la realidad, de que esa salida no va a aumentar el apoyo europeo sino disminuirlo. Más bien la oposición venezolana tiene que forjar una estrategia que deje de lado fantasías de una transición rápida y reconozca la fuerza verdadera de su rival, a la vez que busca mantener viva la movilización y presentar opciones para la gran mayoría de los venezolanos que se oponen al gobierno chavista.

David Smilde es profesor de la Universidad de Tulane y senior fellow de Wola.

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