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Videoanálisis |Impunidad o el riesgo de los inmortales

La inmortalidad, decía Borges, no es un triunfo sino una condena

La periodista Vanessa Romero.Foto: Carlo Echegoyen | Vídeo: EPV

La impunidad otorga vida eterna.

La posibilidad de actuar ilegalmente sin castigo prolonga en el tiempo la existencia del perpetrador. Lo eterniza.

El ejemplo más a la mano es cierto senador a quien, aun cuando se le descubrieron millonarios recursos irregulares —ausentes en su declaración patrimonial—, vimos sereno disfrutando un partido de futbol en su iPad mientras acontecía la comparecencia del titular de la Secretaría de Hacienda.

La protección que ampara al impopular tabasqueño es presagio para el resto: la rendición de cuentas es opcional.

El hallazgo de montos inconfesados en el patrimonio del legislador no activó un solo reflejo de Órganos Internos de Control, del Servicio de Administración Tributaria, de la Auditoría Superior de la Federación, de la Unidad de Inteligencia Financiera, ni de alguna Fiscalía. Se ausentaron, incluso, las viejas prácticas de acusar recibo.

De las consecuencias de hacerse el ciego ante lo ilícito se han escrito mares: desbarata la confianza nacional y engendra legiones de perpetradores. Es caldo de cultivo para inmortales superhombres.

Además, la impunidad es el germen del descuido: a los no mortales nada los turba. De ellos se ha llenado la vida pública.

Por ello, donde cabría invocar la gastada metáfora del panteón, acudo a su reverso: no a la alegoría de los muertos que caminan, sino a la figura de los actores que confían en que siempre vivirán. Malhechores inmortales a quienes la ley nunca persigue. Son esos intocables los que nos tienen rodeados.

La encuesta Enkoll, realizada para EL PAÍS y publicada esta semana, funciona como un catálogo de esa multitud perpetua. De nuestro país de inmortales. Ante la pregunta “¿Qué opinión tiene de estos políticos?”, aparece una galería de figuras que —además de exhibir serios problemas de descrédito— son inventario de impunidades.

Actores con perverso pasado y futuro asegurado. Nombres que persisten en la política mexicana no por sus méritos, sino por la habilidad de eludir las consecuencias de sus actos y permanecer indemnes en la vida pública.

A esa destreza —claro está— se suma la falta de voluntad política para exigirles cuentas y volverlos mortales. El viaje es de ida y el viaje es de vuelta: un bucle interminable en que nadie hizo, nadie vio.

En la lista desfilan, sosegados, los dirigentes de ambas cámaras de la coalición oficial —Monreal y López Hernández—, Ricardo Anaya, Jorge Romero y Alito Moreno. En el desprestigio y la inmunidad encuentran su común denominador. Ese singular antídoto los coliga.

Todos ellos —con investigaciones judiciales, periodísticas o administrativas a cuestas— siguen en sus posiciones no porque hayan sido absueltos, sino porque nunca fueron juzgados. La permanencia es su mejor escudo. Su curul o escaño son, a la vez, consecuencia ilegítima y protección.

El registro de los impopulares suma un nombre más: el impune por excelencia, Ricardo Salinas Pliego. Basta decir que sus negativos son proporcionales a la magnitud de su deuda con la Hacienda Pública y al clamor de verlo juzgado.

La protección de los desprestigiados es tragedia griega: saberse eternos los exime de todo miedo. No temen a las consecuencias de sus actos. Avanzan indiferentes rebotando sus costos.

La supervivencia de opositores impunes —pienso en Alito, pienso en Romero— sin consecuencias ni horizonte, ha engendrado un fenómeno anunciado: los electores los miran incapaces de ofrecer un porvenir. Carecen de incentivos. Carecen de propósitos colectivos. Con más rojos que negros en su haber, sus riesgos y ganancias yacen fríamente calculados en hojas de balance individual.

Por su parte, los eternos del bando oficial bloquean la entrada. Impiden que surjan nuevos cuadros. Frenan la aparición de figuras con prestigio que arriesgar, con biografías que defender. Quienes se aferran al lugar, lo saturan.

Sin sorpresas, el listado de Enkoll muestra pocos políticos impulsados hacia el frente. Encabezan los jóvenes: Luisa María Alcalde y Jorge Álvarez Máynez. Tan flaca está la caballada que en el catálogo se dejan ver nombres tan dispares como Hugo Aguilar o Lenia Batres. Aparecen, además, bien evaluados.

El reducido número de políticos con proyección nacional deja una lección obvia para los partidos en turno: el gallinero está vacío. En esos pocos nombres recaerá el frágil futuro nacional.

El resto de los nombres —el de los impunes, el de los eternos— entrañan un riesgo mortal.

Borges lo supo y lo escribió en su famoso cuento: que la inmortalidad no es un triunfo sino una condena, porque convierte a los vivos en muertos perpetuos.

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