Decíamos ayer
El genial Jimmy Kimmel abrió su monólogo de resurrección con un “Como les iba contando, antes de que me interrumpieran…”, quizá sin imaginar que hacía eco de la elegante lanza de fray Luis de León
Supuestamente pronunciada en latín ―Dicebamus hesterna die―, la frase “Decíamos ayer” se atribuye a fray Luis de León. Sucede que el fraile se vio enredado en una enmarañada disputa más que académica entre las órdenes de los agustinos y dominicos no sólo por la asignación de cátedras universitarias sino por el contenido teológico existencial de espinosos temas bíblicos: se peleaban por volver o no ...
Supuestamente pronunciada en latín ―Dicebamus hesterna die―, la frase “Decíamos ayer” se atribuye a fray Luis de León. Sucede que el fraile se vio enredado en una enmarañada disputa más que académica entre las órdenes de los agustinos y dominicos no sólo por la asignación de cátedras universitarias sino por el contenido teológico existencial de espinosos temas bíblicos: se peleaban por volver o no volver a traducir del hebreo textos sagrados, y cuenta la leyenda que fray Luis de León abogaba por la abierta e irrestricta traducción del Cantar de los Cantares a lengua romance (poniendo así en boca de todos un hermoso poema erótico que no pocos prelados hasta la fecha gustan metaforizar o alcanforizar como simple alegoría). El fraile terminó preso por la Santa Inquisición de 1572 a 1576 y, al salir de su forzado encierro (donde según los entendidos cuajó como importante poeta), volvió al púlpito-cátedra de la inmensa aula donde ya enseñaba desde antes de su detención y se dirigió a los alumnos alineados en las largas bancas como interminables vigas de barco inmóvil con la hermosa resignación de serena venganza: “Decíamos ayer”. Es tan sabroso ese caldo de memoria difusa que la anécdota merece ser verídica (aunque no quedó registrada hasta ya entrado el siglo XVIII) y de todo modo, don Miguel de Unamuno tuvo a bien repetirla tal cual al dictar él mismo una conferencia magistral desde la cátedra intacta de fray Luis, ya en la tercera década del siglo XX y al filo de la Guerra Incivil.
Siendo rector de Salamanca, no olvidemos jamás que a Unamuno le gritó un tuerto demonio fascista la perversa consigna de “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!” a lo que el sabio vasco respondió con “¡Venceréis, pero jamás convenceréis!”, y ese escenario con aroma a pólvora, ira e irracionalidad marcial ante el conocimiento puro de la sapiencia parece volver ahora como neblina ominosa, pues escribo estas líneas como sencilla solidaridad y alarmada precaución. En días pasados, un cómico de stand-up cotidiano, anfitrión de un popular programa de televisión norteamericana para semi-desvelados fue censurado, luego cancelado y, en resumen, hostigado por orden directa de Donald J. Trump, a través del pretexto y acusación de que se había burlado con comentarios agresivos del asesinato de Charlie Kirk (un fascista radicalizado, xenófobo, sexista y promotor de la posesión popular de armas, asesinado por un producto de su propio apostolado).
Al volver al aire, luego de que millones de espectadores boicotearon a la empresa Disney (dueña del programa y canales de difusión), el genial Jimmy Kimmel abrió su monólogo de resurrección con “Como les iba contando, antes de que me interrumpieran…”, quizá sin imaginar que hacía eco de la elegante lanza de fray Luis de León y quizá sin saber que también se hacía oleaje clonado del ánimo con el que Unamuno encaró al fascismo… esa mierda que creíamos superada y caduca, cuando a diario se nos mancha la vista (y la conciencia) con recurrentes y cotidianas confirmaciones de que la esvástica ha vuelto a girar como guadaña. Sobre todo en casi todo lo que dice, dizque piensa, improvisa, declara o decreta Donald J. Trump.
A contrapelo de un monólogo en tono cómico sin evitar la crítica, los sicofantes de Trump vociferan en tono de imbecilidad e ignorancia supina las más aplastantes sentencias y políticas racistas o autoritarias. En el colmo del contraste, un demonio de cuyo nombre no quiero acordarme tuvo el descaro de clonar y abiertamente plagiar un discurso de Joseph Goebbels como fingido mensaje funerario para el vodevil surrealista con el que despidieron de este mundo al Charlie Kirk su viuda (y la industria armamentista), el tal Trump (que habló de lo que le salió de sus eggs) y el perdonado Elon Musk.
Prefiero celebrar el triunfo de la libertad de expresión y suscribo lo dicho por el propio Kimmel cuando con sinceridad afirmo que lo importante no es su programa (que de paso ha subido meteóricamente gracias al gazapo imbécil de la inútil censura), sino que lo verdaderamente importante es poder vivir en un país (o un mundo) donde no se censuran programas, monólogos, prosas, versos o proclamas sean de cualesquier color, bando o bandera. Efectivamente, soy asiduo celebrante de las ocurrencias de Kimmel y celebro que su patiño sea un mexicano llamado Guillermo, sin necesidad de apellido, que encarna la felicidad y afanoso empeño de millones de mexicanos en Los Ángeles y Estados Unidos en general… y celebro que Kimmel cedió su programa y micrófono a Diego Luna durante cuatro días de vacaciones en el verano y que el actor, con valentía cívica y raciocinio sereno, le espetó al propio Trump y a todo su siniestro universo xenófobo el oprobioso estiércol antihumano e irracional que transpiran. También siento que, en consecuencia, Diego Luna bien podría también enfocar la buena crítica y la sana condena a no pocos desmanes, mentiras, simulaciones y penosas evidencias que enfangan a México, donde también se ha ido filtrando de manera llamativa y peligrosa el velo de la censura, la negra narcomanta en boca de gobernadoras del bótox y demás paladines que se sienten por encima de la palabra ajena.
Se ha marcado un parteaguas que no sólo tatúa al alma gringa. Es asunto de todos apuntalar la ligereza inteligente del humor como extensión de la inteligencia y de lo cómico como ecualizador de todo lo trágico. Es obligación encarar directamente a tanto imbécil cuyas estupideces parecen imponerse sin piedad, y es por lo menos reconfortante sintonizar libremente y sincronizar las más de las veces con un maestro del retruécano en inglés, de los apodos instantáneos (para Trump y su pinche gorrita roja), y aplaudir como si yo también fuera Guillermo sin apellido: antiguo cuidador de estacionamiento, exmesero o camarero en retiro que flota sobre la alfombra roja de Hollywood donde algún día ―más pronto que tarde― hemos de desfilar sin miedo a que nos arresten, sin pavor ante quien nos escuche hablar otra lengua, sin pendiente por presidentes o prescripciones inquisitoriales para enfrentar todo bozal y abrir boca con “Decíamos ayer”.