A quién le importa lo que digan
La gente común y corriente está muy ocupada en sobrevivir y asomar la nariz por encima de la línea del ahogo económico y cotidiano como para prestar demasiada atención a los mandatarios políticos extranjeros
Uno de los problemas que trae consigo viajar, y sobre todo hacerlo rumbo a un destino remoto, es el cambio forzado de perspectiva que la lejanía provoca. Así, los debates políticos que, en casa, parecen inmensos, perentorios y cruciales, puede que lo resulten un poco menos y se desdibujen relativamente a 10.000 kilómetros.
O, que, cuando menos de forma provisional, acaben sustituidos en nuestra propia percepción (y, claro, en la discusión pública que alimenta y modifica esa percepción), por otros diferentes, con mayor o menor importancia intrínseca, según el caso, pero sin duda con más pertinencia geográfica. O espacio-temporal, si nos ponemos exquisitos. Es decir, que acabemos por sentirnos como si alguien nos hubiera cambiado el canal de la tele y, de pronto, la serie que mirábamos mudara de personajes, de ritmo y paleta de color, y en vez de aliens o vikingos saltaran a la pantalla empresarias de bienes raíces o gánsteres.
Vaya sorpresas que da viajar. Se levanta uno por la mañana y sale a la calle y se topa, por ejemplo, con que la gente en los cafés y las oficinas, en el metro y en donde sea, no dice una palabra al respecto de nuestros lustrosos personajes políticos (de quienes, por supuesto, desconoce la mera existencia, tal y como nosotros solemos desconocer las de los suyos) ni está al tanto de nuestras cuitas. Y, por si fuera poco, uno descubre además que los medios foráneos, salvo matazón, desastre, o declaración en exceso controversial (y que los involucre directamente), en esencia nos pasan por alto… Tal y como hacemos con las noticas del extranjero, por otra parte, con la excepción de los ya mentados supuestos de colapsos y catástrofes.
A veces, movidos por el fervor militante, tenemos la impresión de que la palabra de nuestros líderes nacionales es tan clara y decidida que pone a temblar al mundo y que, en el peor de los casos, coloca de manera obvia sobre la mesa los reclamos y posiciones que sostenemos y “abre el debate” entre, digamos, los estadounidenses, los europeos, los latinoamericanos, los chinos o los africanos. Huelga decir que eso, en la inmensa mayoría de los casos, es falso. Y que los políticos, además, lo saben: fingen hablarle con voz de trueno a las “potencias extranjeras”, pero en realidad están mandando mensajitos a escala doméstica para apuntalar su agenda de todos los días.
Esa es la verdad: con excepción de las que sueltan con gotero un pequeño grupo de mandatarios poderosísimos, las palabras que los políticos dirigen al extranjero o, de plano, al mundo, no solamente no cruzan las fronteras de sus mismos países, sino que generalmente llegan, en ellos, nada más que a una delgada capa de espectadores, conformada por otros políticos, por funcionarios, exfuncionarios, expolíticos, periodistas, y el puñado de personas a las que entretiene voltearlos a ver. La gente común y corriente está muy ocupada en sobrevivir y asomar la nariz por encima de la línea del ahogo económico y cotidiano como para prestarles demasiada atención.
Y las declaraciones que escapan a esa generalidad suelen hacerlo nada más que por alevosas, ridículas, ignorantes o coloridas. Y el interés que despiertan suele durar lo mismo que el café que se toma uno mientras las comenta. Y así, por citar un caso reciente, el debate entre populistas latinoamericanos y ultraderechistas españoles sobre la conquista, por más pintoresco que haya resultado, casi no les importa más que a sus protagonistas. Y nada abona a entender y enfrentar los conflictos reales de esos pueblos americanos originarios a quienes todos fingen vindicar… ante los bostezos y los memes generales.
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