Una pareja aparece muerta
La muerte de Ociel Baena se ha encerrado demasiado pronto en un crimen de odio, pero los argumentos que destacan la relación “saludable y amantísima” que mantenía con Dorian Nieves no bastan para descartar un asesinato de pareja
Hace décadas que los periodistas aprendimos que era inútil entrevistar a los vecinos cuando una mujer aparecía muerta en su domicilio. Siempre decían lo mismo, que el marido era una persona muy educada, que no lo veían como asesino, que saludaba cada mañana al salir, que se los veía amables, sin problemas, amantísimos. Es decir, todo lo contrario de lo que indicaba la línea de investigación más evidente. La policía también tuvo que aprender que en esos casos, el primer sospechoso era el marido, de tantas veces que esa hipótesis acababa siendo la correcta. Aprendimos que en el seno de una pareja casi nadie sabe lo que pasa, que la mujer callaba delante de la familia y de los amigos; que corría en silencio a la cocina a calentar la sopa por miedo a recibir un sopapo que la dejara tirada en el suelo; que resguardaba a los hijos en el dormitorio cuando el padre llegaba con manifiestas ganas de pelea. Aprendimos que detrás de una pareja amantísima a veces, muchas veces, se escondía un asesino.
¿Qué hay de diferente en el asesinato de Ociel Baena en Aguascalientes? El odio, dirán ustedes. El magistrade, como se le conocía, era un activista en la comunidad LGBTQ, por cuyos derechos había luchado desde una posición pública relevante, lo que le había granjeado la animadversión de la comunidad cavernícola, energúmena y odiadora. Su teléfono no paraba de recibir amenazas y la familia era consciente del peligro que corría por tantos perros azuzados en las redes sociales. Cuando lo hallaron muerto de una cuchillada en la yugular junto al cadáver de su pareja, Dorian Nieves Herrera, todo el mundo se encerró en un solo móvil para el crimen: el odio hacia los diferentes. Estaba justificado, ¿quién podía pensar lo contrario en un primer momento?
La Fiscalía en este caso parece haber sido diligente. En apenas 24 horas determinó, en contra de lo esperado, que estaban ante un crimen de pareja con suicidio posterior. O sea, lo que cualquiera, sin pruebas, habría pensado si se tratara de un hombre y una mujer. Sin embargo, la diligencia de la Fiscalía se ha interpretado aquí como sospechosa. ¿Tan pronto lo saben? ¿Tan pronto dan por seguro que no entró un tercero a matarlos? Con todos los focos mediáticos puestos sobre el crimen, era lógico que la policía estuviera apremiada para hacer su trabajo rápido y de la mejor manera posible, podría responderse. También cuestionan el examen toxicológico que ha hallado drogas en el cuerpo de Nieves Herrera, porque entienden que se está criminalizando a la pareja, del mismo modo que se habla de la minifalda cuando matan a una mujer. Revictimizando. Ociel y Dorian venían de unos días de descanso o de fiesta. También se puede pensar que habían tomado drogas o incluso que las tomó Dorian al llegar a casa. De todos modos, ni las metanfetaminas, ni el alcohol, ni la minifalda tienen necesariamente que ver con un deseo de matar.
En México es arriesgado, incluso ilusorio, pensar en el buen trabajo de las Fiscalías. ¿Quién se atreve a defenderlas cuando han hecho el ridículo más de una vez de forma interesada, planteando crímenes evidentes como si fueran un suicidio, ensuciando el buen nombre de las víctimas, ocultando pruebas o dando carpetazo al asunto con una conclusión insultante para cualquier inteligencia? En este asunto de Aguascalientes, sin embargo, convendría enfriar los ánimos y apelar a la prudencia. No hay agujeros descarados como otras veces en el trabajo policial. El fiscal ha puesto a disposición de peritos independientes las pruebas recabadas y no ha dado por cerradas otras hipótesis.
Los activistas y las familias tienen todo el derecho a indagar en ello, a esmerarse en revisar cada rincón, cada huella, cada cámara que pueda abrir otra línea de sospecha. Solo hay que desearles ánimo y éxito en su empeño. Pero también la suspicacia necesaria para no descartar otras verdades que pueden esconderse bajo la primera apariencia de un crimen de odio.
Aunque a nadie se le escapa ni en Aguascalientes ni en ninguna parte que el asunto no está cerrado, la comunidad LGBTQ, por boca de varios portavoces, ha insistido estos días en negar la posibilidad de un crimen de pareja porque ambos se llevaban bien, se les veía bien, porque tenían una relación “tranquila y saludable”. Por poner un ejemplo, Alejandra Paredes, coordinadora de proyectos de Yaaj México, describió a Dorian como una persona “muy amable, educada y tranquila. Para nada tenía un temperamento”, ha dicho para rechazar la versión policial. Se amaban tanto que incluso los velaron juntos, añadía en declaraciones a los medios de comunicación.
Nadie va a poner la mano en el fuego por la Fiscalía, ni a defender la casposa denominación que han usado para describir el caso como un “crimen pasional”. Pero estos argumentos de los activistas sobre lo amantísima que era la pareja son los más inconsistentes cuando se está ante un crimen de estas características. Ya se ha dicho: cuántas veces, ante una pareja que nunca discute, se olvida que las tormentas se dan en casa, sin reflectores. La ausencia de testigos ha sido siempre una dificultad para encausar los crímenes de género, es decir, cuando un marido mataba a su esposa en la intimidad del hogar.
No hay nada de diferente si la pareja es heterosexual, homosexual o de otra clase. Todos pueden encontrarse un día con un amante asesino, el mismo que lloraba en algunos casos la muerte de su amada, o que la buscaba desesperadamente en las batidas que los vecinos hacían por el campo, cuando el criminal ya sabía dónde había tirado el cuerpo. Convendría mantener la cabeza fría. Y quizá haber velado los cadáveres por separado.
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