José Ramón Cossío: “El asesinato de Díaz Ordaz habría supuesto un cambio en la simbología presidencial”
El exministro reconstruye en ‘Que nunca se sepa’ la historia silenciada del intento de atentado contra el mandatario, apoyado en las huellas de los que intentaron tapar el episodio
La pandemia enfrentó a José Ramón Cossío con un silencio descomunal, un agujero negro burocrático, difícil de rastrear. “Un amigo llegó conmigo un día y me dijo, ‘oye, ¿tú sabías esta historia de Díaz Ordaz?’, pero no, no sabía”. Ministro retirado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Cossío (Ciudad de México, 1960) empezó a investigar. Preguntó a amigos historiadores, buscó en internet… Poca cosa. Aquel vacío le parecía inverosímil. ¿A quién le cabía en la cabeza que un atentado contra un presidente...
La pandemia enfrentó a José Ramón Cossío con un silencio descomunal, un agujero negro burocrático, difícil de rastrear. “Un amigo llegó conmigo un día y me dijo, ‘oye, ¿tú sabías esta historia de Díaz Ordaz?’, pero no, no sabía”. Ministro retirado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Cossío (Ciudad de México, 1960) empezó a investigar. Preguntó a amigos historiadores, buscó en internet… Poca cosa. Aquel vacío le parecía inverosímil. ¿A quién le cabía en la cabeza que un atentado contra un presidente de la República hubiera sido prácticamente borrado de la vida del país?
A él no, desde luego, así que siguió con las pesquisas. Y no fue fácil. Había pasado medio siglo de aquel 5 de febrero de 1970, cuando un joven de clase media baja, Carlos Castañeda, salió de casa, pistola en mano, con la intención de matar al presidente, Gustavo Díaz Ordaz, que acababa su mandato ese mismo año. Aquel día, Castañeda se acercó al monumento a la Revolución, en Ciudad de México. El país celebraba la Constitución de 1917 y el mandatario se daba uno de sus últimos baños de masas. El joven vio pasar vehículos y escuchó vitores. En una de esas, echó mano de su lüger, apuntó y disparó.
Castañeda falló en todo, como fue descubriendo Cossío, que acaba de publicar la historia en Que nunca se sepa (Debate, 2023). El vehículo en que impactó el balazo trasladaba al secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, y no a Díaz Ordaz, a quien Castañeda al parecer tenía entre ceja y ceja por la matanza de Tlatelolco, año y medio antes. Magnicida en potencia, el joven apenas rozó la puerta del carro y, cuando intentó disparar de nuevo, el arma se le trabó. Enseguida lo detuvieron. Empezaba entonces una operación de borrado. “Podían haberlo desaparecido, matado… Eso lo había hecho el Estado eficientemente ya para entonces. La otra, que tampoco era complicada, era procesarle. Pero eligieron la más dura, perversa y elaborada jurídicamente”, dice el exministro.
A Castañeda lo dieron por loco. El Estado -la temida Dirección Federal de Seguridad, la Secretaría de Gobernación, seguramente el mismo Díaz Ordaz- inició un proceso civil que dejó de lado la vía penal, privatizando de facto el asunto. En apenas unos días, un juzgado lo declaró “débil mental”. México le construyó una celda en un hospital psiquiátrico y allí vivió hasta 1993, olvidado. La prensa nunca dijo nada, ni del atentado, ni de Castañeda.
Cuando salió, el atacante se había convertido en un zombi. Vivió los siguientes 17 años en la calle. Murió el 4 de enero de 2011, atropellado por un carro en la colonia Cuauhtémoc, en la capital. Para entonces, Cossió no sabía ni su nombre. Cuando le contaron, el caso le atrajo porque explicaba, como tantos otros, “las distorsiones del orden jurídico mexicano”, la capacidad de las agencias de seguridad para construir irrealidades, variante local de un dogma chovinista habitual: hacer patria.
Pregunta. ¿Qué hubiera pasado si Castañeda llega a matar a Díaz Ordaz?
Respuesta. Veamos, se tendría que haber nombrado a un presidente interino para sustituirle hasta final de mandato… ¿Qué mexicano -porque mexicana en esa época era imposible- hubiera sido aceptable para todos? Esa es una gran pregunta… Y luego, el pueblo se habría dado cuenta de que podía eliminar al gran líder que encarnaba a la revolución. Habría habido un cambio importante en la simbología presidencial, en los arreglos políticos, e incluso en la inserción de Estados Unidos. Y supongo que eso hubiera generado una condición más represiva en el país.
P. Ahora, al venir, pasé por el Parque de la Bombilla. Recordé el recuento de los magnicidios y los intentos de magnicidio que hace en el libro. El de Obregón -que ocurrió hace más de un siglo, en La Bombilla- es especial por las consecuencias que tuvo. Para empezar, él murió, también el atacante.
R. El primer caso que traté es el de Arnulfo Arroyo, un atentado muy mal planeado, y pareciera que concertado con algunas autoridades para agredir o matar al presidente Porfirio Díaz. Claudio Lomnitz dice que es la primera vez que se dio un linchamiento en México. Díaz ordena que no le hagan nada, pero van y le sacan en una turba y lo asesinan.
El segundo es el del general Obregón, que termina en La Bombilla con un balazo de León Toral. Y siempre con una situación de duda, sobre si interviene el clero católico o no. Pero bueno, ahí sí hubo un muerto y ni modo que ocultaran el hecho.
El tercero, el de Ortiz Rubio, un 5 de febrero también. Le disparan y le rompen la boca, un cachete. Al atacante sí lo llevan a proceso. Luego está el caso de Manuel Ávila Camacho, que tratan de agredirlo en Palacio Nacional. El presidente, que era militar, lo logra desarmar y, dicen, no está comprobado, que su hermano.
P. Maximino
R. Va y lo mata, sí. Y con Colosio, que también, al haber una muerte, no hubo más remedio que llevarlo a proceso. A Aburto. Y está este último, el de Díaz Ordaz, que no se conocía, y que tiene una diferencia central con los demás casos. Creo que la forma de cómo el Estado reacciona frente a quien atenta contra el presidente habla mucho de cada uno de los momentos políticos.
P. Sí, y en el caso de Díaz Ordaz…
R. Uno creería que un Estado que hace lo que hizo con Castañeda es un estado fuerte. Y esa es la paradoja, más bien muestra a un Estado débil, que no se atreve a contarse, a contar a la población, que hay un atentado contra el presidente. Esa es una parte paradójica y entraña uno de los temas centrales, ¿por qué no quisieron que se sepa?
P. Es la gran pregunta del libro
R. Es la gran pregunta, sí.
P. Usted escribe en algún momento, “incluso en las dinámicas autoritarias, las cosas suelen guardar proporciones”. El borrado de Castañeda, su reclusión, para ellos, es proporcional.
R. Para ellos sí. No hacía falta construir el pabellón seis del psiquiátrico. Podían haberlo metido en el cinco, donde estaban los enfermos violentos. Pero van a una escala mayor, construyen el seis y lo encierran ahí. Me parece que esto muestra, por el resultado, más que por la decisión, que lo que querían era resolver todo en un litigio privado, para que nunca más se supiera de él. Hoy sabemos que a los cuatro años lo meten al pabellón cinco, ya en un estado muy deteriorado de salud, mental y física. Si ves la cadena completa, es de una enorme violencia, sofisticación, hay que convencer a jueces, siquiatras, al tutor… Muchos elementos para disolver a una persona.
P. La falta de preparación recuerda al caso Aburto - Colosio. Al menos, a la que plantea la historia oficial, la del asesino solitario.
R. Sí, sí… En este caso al menos no parece una gran conspiración, sino algo que se presenta. Y fíjate qué cosa curiosa, yo creo que no pasó, pero… En algunas declaraciones de Castañeda, él dice que cuando lo detienen le llevan a lo que hoy es la casa museo Carranza, ahí en la colonia Cuauhtémoc. Y Díaz Ordaz se supone que pasa por ahí. Imagínate si esto fuera verdad, yo no lo creo, pero imagínate que Díaz Ordaz confrontó a la persona que le quiso asesinar. ¡Tremendo!
P. ¿Qué diría eso de Ordaz?
R. Era un hombre violento. En una biografía cuentan que, cuando vivía en Puebla, fue al cine con su esposa. Se dio cuenta de que le iban siguiendo. Fue a dejar a la esposa a la casa, tomó una pistola, volvió a salir y, cuando avanzó unos metros, le encañonó y le dijo, ‘¿por qué me está usted siguiendo?’. Y el otro contestó, ‘no, yo soy un agente del estado’. Ja, ja, imagínatelo entonces, en casa Carranza, diciendo, ‘tráiganme a quien me quiso matar’. Dices, guau, qué pasó aquí. Pero no creo que pasara.
P. Es bonito pensar que pasó.
R. Ah, sí, es bonito. Que le hubiera dicho, ‘dime por qué me querías matar’.
P. Desde que lo pasan al pabellón cinco, en el 79, al año 93, ni siquiera se escriben informes sobre la situación de Castañeda. Nada. Ha desaparecido.
R. Claro. Hasta que aparece esta señora, Norma Ibáñez, a la que tuve el gusto de conocer, que llega a hacer su tesis y descubre el asunto.
P. Es la gran rescatista.
R. Así es. Llega ella al hospital y Carlos la ve y dice, ‘oiga, ¿usted es la abogada?’. Y ella contesta que sí. Y entonces él cuenta que no sabe por qué está ahí. Y Norma, que es muy activa, agarra el expediente, se pone, se pone y… Claro, viene también entonces una crisis de la siquiatría, la situación de los siquiátricos, el ombudsman se mete al tema… Y el dato: al final nadie sabe por qué está ahí Castañeda. La gente decía, ‘ah, es el que le disparó a Díaz Ordaz, no, es que tiene una sentencia penal’…
P. Bueno, hasta la disolución deja huella
R. Sí. Y ahí viene una cosa que es muy interesante, otra irregularidad: lo dejan ir. Oiga, en rigor jurídico, no lo puedes dejar ir. Debería haber habido una evaluación, algo. Pero no, agarra el director del hospital y dice, a la calle. Los expedientes del hospital están perdidos. Los quería ver porque se dijo que con los pacientes se experimentaban fármacos, una acusación gravísima. Pero todo eso está perdido.
P. Cita usted al filósofo Georg Simmel: “El secreto haría surgir un mundo distinto y por él condicionado”.
R. Totalmente. Y luego, fíjate, esto tiene que ver con otro libro que hice, del 68. La gente en la historia desprecia al derecho. Pero si te pones a ver los expedientes con cuidado, aparecen las claves de la actuación, porque es la formalización de las actuaciones. En este caso, deciden que hay que declarar a Castañeda débil mental. Muy bien, pero hay que darle forma. Entonces, puedes ver el mundo que presiona, a los agentes que ejecutan esas decisiones.
P. Leyendo el libro, cualquiera piensa en los casos Narvarte, Ayotzinapa, Florence Cassez… En el primer capítulo, usted escribe que le interesa este asunto porque “tiene que ver con las distorsiones del orden jurídico mexicano bajo el régimen priista”. Al final, ese caso tiene más de 50 años y suena actual.
R. Le regalé el libro a un amigo mío, de la primaria. Me habló y me dijo, ‘oye, no sé cuál es la diferencia de entonces a ahora’. O sea, matices, y así, pero la forma de operar… Lo que dices de Ayotzinapa… Es que rompen trozos de la cadena de información, por lo que es muy complicado que puedas reconstruir algo de eso.
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