Hallados los vestigios de una de las últimas ceremonias del Fuego Nuevo azteca en el centro de Ciudad de México
En el célebre Panteón de San Fernando, cerca de la Iglesia de San Hipólito, investigadores encuentran también 17 entierros que pudieron sucumbir a brotes epidémicos en el siglo XIX
Los mexicas no contaban el tiempo en una escala infinita, como nosotros, sino en unidades cíclicas de 52 años. Cada año duraba 260 días y cada 52 años todo comenzaba otra vez. Para conmemorar el nuevo ciclo hacían una gran ceremonia: la del Fuego Nuevo, la más importante del ciclo ritual de los mexicas. Cada 52 años los habitantes de México-Tenochtitlan desechaban las imágenes de sus dioses y todos sus utensilios domésticos y apagaban los fuegos de los hogares y lo...
Los mexicas no contaban el tiempo en una escala infinita, como nosotros, sino en unidades cíclicas de 52 años. Cada año duraba 260 días y cada 52 años todo comenzaba otra vez. Para conmemorar el nuevo ciclo hacían una gran ceremonia: la del Fuego Nuevo, la más importante del ciclo ritual de los mexicas. Cada 52 años los habitantes de México-Tenochtitlan desechaban las imágenes de sus dioses y todos sus utensilios domésticos y apagaban los fuegos de los hogares y los templos. En esa ciudad, completamente a oscuras, los sacerdotes del fuego salían del Templo Mayor hacia Huixachtlan (cerro de la Estrella), y en la cumbre realizaban una ceremonia para encender un fuego nuevo. El ritual provocaba gran incertidumbre porque se creía que si el fuego nuevo no se encendía, el mundo se acabaría y las estrellas se convertirían en monstruos que devorarían a la humanidad. Los cinco días previos a la ceremonia, el pueblo dejaba apagar sus fuegos y destruían sus enseres domésticos, mientras esperaban la catástrofe, ayunaban y se lamentaban. Los vestigios de una de esas ceremonias han sido descubiertos en el Centro Histórico de Ciudad de México. Se trata del último hallazgo de los investigadores del Instituto de Antropología e Historia (INAH), quienes encontraron — a casi un metro de profundidad — cajetes, molcajetes, alacates, figurillas de barro y algunos otros elementos como navajillas prismáticas de obsidiana, en medio de obras de drenaje, cableado eléctrico y remozamiento de banquetas.
“Las piezas fueron encontradas en el Panteón de San Fernando, cerca de la Iglesia de San Hipólito, en el antiguo barrio de Cuepopan, que colindaba con Tlatelolco, donde ahora se encuentra la colonia Guerrero. Estábamos en un área de ciénega, en zona lacustre. Los basureros prehispánicos estaban asociados a la ceremonia del Fuego Nuevo, en donde la gente iba a depositar sus objetos importantes para simbolizar un nuevo ciclo”, relata a EL PAÍS la arqueóloga Nancy Domínguez. Durante la ceremonia, los habitantes de la gran Tenochtitlan se deshacían de las figuras de divinidades que tenían en sus altares caseros; destruían sus pertenencias viejas: trastes, ropa, petates, incluso las tres piedras del fogón (tenamaztli) consideradas sagradas; no podían quedarse con los instrumentos para hacer fuego, ni con los pedernales. Todo lo destruido era quemado o, en todo caso, arrojado a las acequias, como ocurrió en este último hallazgo.
Según cuenta George Clapp Vaillant en su libro La civilización azteca, los antiguos “interpretaban el cambio de un ciclo a otro como la terminación de una vida y el comienzo de otra nueva. Las mujeres encintas eran encerradas en graneros por temor de que se convirtieran en animales salvajes y a los niños se les hacía caminar y se les conservaba despiertos por temor a que el dormir en esa noche fatal los convirtiera en ratas. También la casa se limpiaba totalmente dejando todo en orden y se apagaban los fuegos, quedando en completa oscuridad”. Mientras todo era tinieblas en los hogares de los barrios mexicas, a la puerta del Sol, los sacerdotes ascendían al Cerro de la Estrella con vestiduras solemnes representativas de todo el cortejo del panteón azteca.
Aquél cerro es un cráter volcánico extinguido que se eleva bruscamente del nivel del valle y es visible (¿o era?) desde casi todas partes de la capital. En la cima del templo, los sacerdotes escudriñaban ansiosamente el cielo para dar la señal de que el mundo continuaría. En el preciso momento en que estas estrellas pasaban el meridiano, los sacerdotes tomaban unos aperos de madera y encendían el fuego nuevo en el pecho abierto de una víctima que con este fin se acababa de sacrificar. “Sacerdotes, caciques y plebeyos deliraban de felicidad. Corredores especiales encendían antorchas de aquel fuego y volvían a encender los altares en los templos de todos los pobladores y aldeas, de donde el pueblo llevaba lumbre para sus hogares. Los veloces portadores de antorchas corrían a través de la noche como luciérnagas, llevando a todos los hombres, mujeres y niños la promesa de una nueva vida”, narra el antropólogo estadounidense George Clapp.
“Generalmente, se cavaba una fosa y en esta fosa de arrojaban lo platos, las ollas o las vasijas. Iban, se arrojaban y se rompían. En muchas ocasiones se usaban piedras de río para poder romper los artefactos. También se utilizaba fuego. En este caso, no hay una fosa como tal, simplemente están dispuestos en el estrato lacustre, lo que quiere decir que la gente llegó con sus vasijas y las arrojó al cuerpo de agua que en esa época existía. Toda esta zona era una zona lacustre; no existían las calles como las conocemos”, explica la arqueóloga Domínguez, coordinadora de las nuevas excavaciones, donde también se realizó la recuperación de 17 enterramientos, que pudieron sucumbir a brotes epidémicos en el siglo XIX. Las osamentas fueron encontradas en la periferia del Panteón de San Fernando, uno de los más antiguos de la capital y destino final de los restos de varios de los personajes destacados de la historia mexicana como Benito Juárez, Vicente Guerrero o Ignacio Zaragoza.
El proyecto continuará con inspecciones hasta finales de enero de 2022, cuyas tareas de salvamento arqueológico han comprobado la ocupación constante de lo que hoy es la colonia Guerrero, desde el periodo Posclásico Tardío (1250-1521), cuando fue el asiento de familias mexicas que vivían en un área cenagosa del extrarradio de Tenochtitlan, pasando por la época virreinal, cuando se establecieron potreros y conventos, hasta el siglo XIX que la vio despuntar con el establecimiento de grandes casonas.
Si el mundo no acababa y las estrellas no se convertían en monstruos mortales, el pueblo mexica se reanimaba, renovaba sus templos, restauraba sus casas y hacía nuevos utensilios para usos religiosos y domésticos; se celebraban festines con comidas especiales y los sacrificios, tanto con derramamiento de sangre propia como de los prisioneros, revelaban el grado de la gratitud popular.
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