¿Tiene sentido traer a una niña a un mundo que parece al borde del abismo?

El ser humano posee cualidades cuánticas: puede ser padre y antinatalista al mismo tiempo

Un bebé recién nacido duerme tranquilo en su cuna.Oscar Wong (Getty Images)

Antes de tener a Candela me hice mil veces la clásica pregunta: ¿tiene sentido traer a una niña a este mundo? En los medios, en los libros, en mis pesadillas, veía la sobrepoblación, el cambio climático, la amenaza tecnológica... y estábamos en mitad de una pandemia. El futuro no parecía un lugar demasiado apacible.

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Antes de tener a Candela me hice mil veces la clásica pregunta: ¿tiene sentido traer a una niña a este mundo? En los medios, en los libros, en mis pesadillas, veía la sobrepoblación, el cambio climático, la amenaza tecnológica... y estábamos en mitad de una pandemia. El futuro no parecía un lugar demasiado apacible.

Pero el ser humano es sorprendente, capaz de actuar contra todo pronóstico y sensatez, así que Candela (ya tiene 10 meses) nació en 2021. Al poco tiempo nos volvimos a agobiar: comenzaba la guerra de Ucrania, regresaba el olvidado fantasma de la guerra nuclear y se veían asomar las nubes negras de una nueva crisis económica. Me sentí culpable por haber traído a esta persona, tan pequeña e inocente, notablemente blandita, a un mundo que está siempre a punto de irse al garete. Pobre Candela, pensaba, mientras Candela se empeñaba en morderme el dedo índice con sus encías desnudas.

Las ideas antinatalistas promueven algo que vengo sospechando hace tiempo: que, en efecto, no tiene sentido traer a más personas a este mundo, que somos muchos y que todo está muy mal. Que el futuro pinta negro, que ya casi no podemos ni imaginarlo sin caer en distopías y que nuestro comportamiento como especie es una ofensa contra el armonioso orden natural de las cosas. Traemos niños al mundo casi por egoísmo, pues esos niños generarán daños en el planeta y, a cambio, solo recibirán sufrimiento, argumentan los antinatalistas.

Hay posturas más extremas que abogan, directamente, por la extinción de la especie (como el Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria o, en versión más performática y radical, la Iglesia de la Eutanasia, de la reverenda y DJ Chris Korda), que dejemos de reproducirnos (como en la película Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, en la que la especie humana pierde la capacidad de tener hijos) y que desaparezcamos uno a uno, serenamente, como si la humanidad solo hubiera sido un error en la impoluta historia del cosmos. Lo cantaba Siniestro Total: “Pueblos del mundo extinguíos / dejad que continúe la evolución / esterilizad a vuestros hijos / juntos de la mano… hasta la extinción”. No quiero imaginarme la papeleta de la última persona sobre la faz de la Tierra. El último que cierre.

Hay padres que se ofenden al escuchar las ideas antinatalistas, como si les estuviesen enmendando la plana. A mí no me parecen descabelladas. ¿Por qué he sido padre, entonces? Supongo que porque la vida transcurre en un difícil equilibrio entre lo personal y lo colectivo, y no siempre podemos actuar en nuestra pequeña parcela vital pensando en el curso de la historia de la civilización, el planeta y el universo (lo que provoca con frecuencia los llamados “problemas de acción colectiva”: si mi acción es tan insignificante en comparación con la humanidad completa, ¿por qué voy a modificarla? Suele llevar a resultados catastróficos).

Pero también porque muchas veces pecamos de presentismo, de milenarismo, de pensar que es precisamente en nuestra época cuando el mundo va a llegar a su fin, cuando la realidad es que las visiones apocalípticas se han repetido a lo largo de la Historia. Sobre todo, porque tener un bebé es un acto de generosidad, un rayo de esperanza que lanzamos al futuro, la creencia, quizás ilusa, de que tal vez lleguemos a salvarnos. Eso veo yo cuando miro a Candela. Y entonces Candela se hace caca.

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