¿Sabemos lo que implica ser padre?
El conflicto entre la identidad y la experiencia. A veces es interesante salir de la singularidad y observar en qué términos dialogamos colectivamente con la paternidad
A veces es interesante salir de la singularidad de cada padre y observar en qué términos dialogamos colectivamente con la paternidad, y si con ello estamos construyendo una identidad que puede ser útil socialmente o todo lo contrario.
La dimensión social de la paternidad es algo esencial. Define la paternidad y también la pone en conflicto. Cada padre está atravesado por dicho conflicto. Hay un fuerte contras...
A veces es interesante salir de la singularidad de cada padre y observar en qué términos dialogamos colectivamente con la paternidad, y si con ello estamos construyendo una identidad que puede ser útil socialmente o todo lo contrario.
La dimensión social de la paternidad es algo esencial. Define la paternidad y también la pone en conflicto. Cada padre está atravesado por dicho conflicto. Hay un fuerte contraste entre la vivencia de padre y la expectativa social al respecto. Un contraste que se hace más evidente conforme la paternidad va adquiriendo elementos de presencia, de cercanía, de afectividad, alejándose del modelo del padre ausente, proveedor y guerrero, que tan funcional ha sido para el patriarcado desde su fundación hasta antes de ayer.
Padre y patriarcado tienen la misma raíz y el mismo origen. Cuando el sedentarismo de la especie humana posibilita la acumulación de riquezas, aparece la necesidad de regular la propiedad privada y la herencia. El sistema patriarcal necesita estructurar la relación que tienen los hombres con lo reproductivo. Los varones tenían que tener garantizado su privilegio social y familiar, independientemente de sus acciones, al margen de si estaban presentes o de si colaboraban en los cuidados o en la subsistencia de la familia. La paternidad era y es, sobre todo, un reconocimiento social, un título. Son las leyes las que hacen padre a uno, y son las mismas leyes las que han privilegiado el rol masculino frente a la invisibilización del trabajo feminizado, mucho más necesario para la supervivencia de las criaturas que el apellido o la estirpe.
Viene a la cabeza la imagen de la película de Disney El rey león, cuando el padre de Simba lo ha de presentar, casi ofrecer, en sociedad con el beneplácito del poder religioso y del poder político. No se es completamente padre hasta que el resto te reconoce como tal (la huella marcada en el lenguaje con el término “bastardo”, para poder nombrar, y marginar, a aquellos cuya existencia no tenía anclaje en el marco social establecido por el orden patriarcal).
Aun en nuestros días, la figura jurídica de la patria potestad participa de esto. Si bien encarna obligaciones, también reconoce el derecho de un hombre con respecto a una criatura en igualdad a la mujer que lo ha parido- incluso en superioridad, como pasa en los casos de hijos por subrogación, en los que la persona que compra tiene un estatus jurídico superior al que tiene la madre-. Entender la paternidad como derecho implica necesariamente conceptualizar a las criaturas como objetos. Esto puede casar con la patria potestad, pero nunca con la protección y el amparo de las infancias.
La paternidad también nos atrapa socialmente al institucionalizar la pareja -mayormente heteronormativa- por ser casi la única vía que obliga a los hombres a tener responsabilidades legales directas en el cuidado -lo que luego se muestra muy problemático si no se da una experiencia de vínculo entre el padre y las criaturas, como se evidencia en los casos de separaciones y custodias, máxime cuando hay antecedentes de violencia-.
Somos capaces de ensayar y reivindicar múltiples formas de relaciones afectivas adultas, pero en lo que respecta a la filiación estamos todavía muy cerca de lo que define el derecho romano. Seguimos dando a la paternidad una dimensión formal e identitaria asociada al privilegio.
Tenemos la historia poblada de “grandes hombres”, de “grandes padres”, sin tener nunca la certeza de si los señores que encarnaban los ilustres apellidos algún día ponían el cuerpo y rendían el poder otorgado, si se arrodillaban para mirar a su descendencia a los ojos y posibilitaban una relación real, con presencia, más allá de la formalidad y el reconocimiento social.
Aún entra la duda de si seguimos alimentando la identidad patriarcal que formaliza la relación entre los hombres y las criaturas desde la propiedad, o, por lo contrario, la estamos diluyendo con las experiencias concretas y cotidianas que algunos tenemos como papás (y con las experiencias que niños y niñas tienen con sus referencias masculinas entrañables).
Esta dialéctica está presente en todos los hombres que se asoman a la experiencia de la paternidad. Se da una dualidad que genera tensión. Por un lado, la dimensión identitaria se reivindica con fuerza, renovándose y adaptándose a los tiempos, -el nuevo paradigma social ya no es “el padre ausente” sino el “padre igualitario”, mucho más funcional para un sistema que necesita a las mujeres en el mercado laboral y en el que la externalización de los cuidados es un negocio floreciente- y, por otro lado, está la dimensión vivencial, la material, la que se produce al poner el cuerpo en las situaciones de crianza atendiendo a lo que ahí pasa. Ambas dimensiones siguen siendo contradictorias. El patriarcado no se rinde.
Así hay una definición de paternidad que viene de fuera, que participa de lo hegemónico, que se manifiesta como un modelo cultural al servicio del statu quo y que es funcional a las dinámicas de progreso capitalistas y neoliberales. Es el nuevo Padre y, como en la Antigüedad, tiene el aval de las instituciones políticas y económicas. En contraposición, tenemos una (in)definición de paternidad que sale de dentro, que emerge de la propia situación que habita un hombre que se pone en disposición para el cuidado y que aporta tiempo y presencia para cultivar la relación con las criaturas que ahí se juegan la vida. “Papás” frente a “padres”, no son lo mismo -se es “padre”, “papá”, se vivencia-.
Ser padre sigue siendo un título que te da el sistema, que te participa del privilegio y que tiene dudosa eficacia de cara a los cuidados y en el bienestar social. Y la experiencia o vivencia de papá no cabe en un título, solo la pueden reconocer los hijos y las hijas en el ejercicio de una relación entrañable con un hombre presente.
Nuestro cuerpo es el campo de batalla en el que ambas dimensiones friccionan y compiten. Una tendrá el refuerzo de lo establecido -nuestra socialización masculina, nuestra normalización del privilegio-, y la otra únicamente el reconocimiento de las criaturas, de las madres y de las personas conectadas con las necesidades que se expresan en el ecosistema reproductivo. El reconocimiento devaluado de las marginadas por el orden social.
Habría que aprender a convivir con ese conflicto con menos desgaste y menos daño, y mientras lo superamos, al menos, conseguir que la paternidad no sea usurpadora, que la legítima demanda de corresponsabilidad no sirva para introducir la lógica extractiva, capitalista e individualista, en el vulnerable y vulnerado territorio de los cuidados. Podemos estar fabricando una nueva identidad patriarcal, una renovación del mandato del padre, un padre “troyano” adaptado a los tiempos para que siga perpetuando el privilegio. Siempre será mejor un padre ausente que un padre troyano que recree el patriarcado en el espacio doméstico y lo violente.
Un padre será troyano cuando, aun recién llegado, se otorgue el conocimiento del qué decir y del qué hacer, cuando quiera extender su privilegio, aunque sea a costa de devaluar y subestimar todo aquello que no esté a su alcance. El parto, la lactancia, la autorregulación de la díada…, procesos que pertenecen en gran medida a las criaturas y a las madres y que son amenazados cuando el igualitarismo individualista sustituye al necesario diálogo, íntimo y social, que se precisa para fraguar pactos de cuidado y de corresponsabilidad.
Mientras, fuera de foco, estarán los papás entrañables que desde la humildad, aceptando su lugar, hacen comunidad. Primero sosteniendo la díada y después colaborando en la construcción de una sociedad de bienestar de la mano de los niños y las niñas. El papá acompaña las derivas vitales de sus hijos e hijas, impugnando, en su alianza con las criaturas, el adultocentrismo estructural. Una renuncia a ejercer la autoridad impostada que define un camino que puede llevar, incluso, a transformar la esencia patriarcal de la masculinidad.
Y ojalá estos últimos sean multitud, ojalá muchos hombres se encuentren más en la vida compartida que en el reconocimiento social identitario porque, recordemos, las identidades dicen mucho más del poder que las define que de las personas que las representan.
Y así, quizá, en algún día de los próximos siglos, la paternidad será una experiencia situada de apoyo mutuo antes que una categoría patriarcal que nos enfrenta a la ternura.
*Paco Herrero Azorín. Papá y educador social. Pedagogía del cuidado. Autor de PACO HERRERO AZORÍN blog.
Puedes seguir De mamas & de papas en Facebook, Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter quincenal.