Carta a mi hijo con discapacidad: ¿Cómo explicar lo que personas como tú pueden llegar a sentir?

Los problemas no son el resultado de un universo que conspira ni de un dios que nos pone a prueba. Están ahí para que podamos aprender y crecer, para hacernos mejores. Sin ti, estoy convencido de que habría sido un gilipollas

Alvarete, de 17 años, está pasando por una época de muchos cambios de humor, algo que preocupa a su padre.

Querido Alvarete,

Últimamente, estás con muchos problemas conductuales. Saltas sin previo aviso y sin motivo aparente. Llevarte en coche se ha convertido en todo un desafío para tu madre y tus hermanas, y lo peor es que no sabemos cómo podemos encauzar la situación. Estos momentos de agitación los estás combinando con momentos de excesiva tranquilidad, estando especialmente cariñoso. Al final del día, te acercas a mí, dejas caer tu cabeza sobre mi pecho y permaneces tranquilo por unos momentos, mostrando una calma que no es propia de ti.

Le doy muchas vueltas a la situación para tratar de buscar una solución —más allá de la medicación— a esas arrancadas. Pienso que puedes estar padeciendo algún tipo de dolor que te haga comportarte así y no estamos sabiendo verlo. Recuerdo hace unos años que pasaste una época especialmente mala, fue tan dura que te llevamos a hacer un chequeo completo al hospital. Después de muchas pruebas nos mandaron a casa sin haber encontrado una posible causa más allá de la evolución previsible de una enfermedad neurológica degenerativa.

Al cabo de unos días, mientras te cambiaba el pañal de madrugada, con ambas manos ocupadas e iluminándome con una linterna en la frente, descubrí con horror que estabas inundado de un ejército de lombrices. Al día siguiente empezamos el tratamiento y pronto mejoraste ostensiblemente. No puedo dejar de pensar el tormento por el que tuviste que pasar, padeciendo esas molestias y sin poder expresarte para pedir ayuda. ¡Menuda tortura! Ahora tengo miedo de que algo parecido pueda estar pasándote porque no encuentro explicación a esas arrancadas y a esos inusuales períodos de calma. Me recuerda a cuando algo duele mucho y, al desaparecer el dolor, el cuerpo reduce tanto su estado de alerta que se queda completamente relajado.

Todo esto me lleva a pensar la cantidad de veces que juzgamos precipitadamente a las personas por sus actos y olvidamos sus circunstancias. Tu abuela siempre me ha dicho que se puede juzgar el acto, pero no a la persona, y es una gran verdad. A lo largo de la historia, a las personas con problemas mentales se las ha encerrado, privado de su libertad, apartado del mundo para que no molesten. Olvidamos que son esclavos de sus propias circunstancias y que no tienen más culpa que nosotros por sus actos, pero sufren doblemente sus consecuencias. Por eso sueño con que se creen recursos que les den vida y no que se la quiten, ya que no hay mayor tortura que una vida sin amor.

Álvaro Villanueva junto a su hijo Alvarete.

¿Cómo explicarle a alguien ajeno lo que personas como tú pueden llegar a sentir por momentos? Lo intentaría con esta metáfora: imagina que te pica la pierna, una picazón intensa, y, por más que lo intentes, no puedes mover las manos para rascarte. Intentas con todas tus fuerzas que alguien lo entienda, pero no puedes hablar, no puedes moverte, no hay forma de señalarlo. La picazón va en aumento y, con el paso del tiempo, ya no es solo una molestia, sino un dolor constante. Te invade la desesperación, porque lo único que quieres es un alivio que no llega. Lo mismo te pasaría si tienes una sed extrema y no puedes pedir un vaso de agua. Si no puedes comunicar tus necesidades básicas, estas se convierten en un tormento. ¿Cómo reaccionarías si te duele tanto la cabeza que te cuesta hasta mantenerte en pie y, sin embargo, te obligan a andar y salir de casa? Es complicada la situación porque no puedo volverme paranoico pensando en todo lo que puedes estar sintiendo, ya que me impediría avanzar y poder cuidarte como mereces, pero a la vez tengo que ser suficientemente consciente de que no entiendo por lo que pasas, para intentar que estés lo mejor posible.

Cuando sonríes —la mayor parte del día— sé que estás bien, y cuando no lo haces, intento ser yo el que te sonría y te abrace para que sepas que nunca estarás solo; dándote lo mejor que se puede recibir: amor. Cuando enfermaste, fuimos a muchos neurólogos. Uno de ellos recuerdo que me sorprendió porque nos recibió tirado en el suelo, con ropa de calle, te cogió sin decir nada y empezó a jugar contigo. Después de un rato, te dejó jugando en el suelo —por aquel entonces aún tenías un juego simbólico y te encantaban los coches— y se sentó en una silla, al lado de tu madre y mío, nos confirmó nuestros peores temores y le pregunté qué podía hacer. Él me contestó: “Sonríe, aunque no tengas ganas, porque así te encontrarás mejor y podrás ayudar más a tu hijo”. Con el tiempo, entendí que aquel doctor poco convencional tenía mucha razón: la sonrisa es el mejor antidepresivo que existe y por eso, siempre que te veo, sonrío.

Los problemas y dificultades no son el resultado de un universo que conspira contra nosotros, ni de un dios que nos pone a prueba. Están ahí para que podamos aprender y crecer, para hacernos mejores personas. Sin ti, estoy convencido de que habría sido un gilipollas; no digo que ahora no lo sea, pero al menos mis escalas de valores, mis objetivos y tantas otras cosas ahora tienen sentido. Dicho esto, no te voy a engañar: habría preferido serlo pero que tú estuvieras bien. Siento como si te hubieras sacrificado para salvarme, cuando debería haber sido yo quien se sacrificara por ti.

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