Dejemos que los niños se aburran en verano
Las vacaciones de mi infancia olían a crema de zanahoria y por las tardes a ‘aftersun’, tenían sabor a Nocilla y chorizo de Pamplona. Ahora, los padres se debaten en la necesidad de tener a los niños ocupados todo el tiempo, como si el ritmo frenético que llevamos durante todo el año no fuera suficiente
“Habrá que hacer algo este verano, los niños están especialmente aburridos”, comenta una amiga. La conversación me lleva a recordar los veranos de mi infancia: los viajes sin aire acondicionado, las maletas a rebosar en la baca del coche, en el que, además de la radio, se escuchaba a cada instante: “¿Papá, cuánto queda?”. El elevalunas eléctrico era mi hermana. No hacían falta pantallas, jugábamos a sumar matrículas y aprovechábamos la ocasión para hacer rabiar a nuestro hermano con algún pellizco cuando veíamos un coche amarillo. Con emoción y paciencia esperábamos a llegar a nuestro destino.
Mis veranos eran azules, aunque no siempre podíamos salir fuera de la ciudad. Aquellos que más añoro, fueron los más sencillos; nuestras temporadas de camping. No había piscina de toboganes ni actividades para niños. En realidad, lo único que había era vida.
Las puestas de sol, pescar, los helados de Colajet o Frigodedo, poder andar descalza y en biquini todo el día, aprender idiomas sin estar encerrada en una academia, tener un amigo nuevo francés y despedirme de él sabiendo que quizá no volvería a verle, pero que, seguramente, me escribiría una carta… Esperar al cartero cada mañana para ver si llegaba. Planear por el mar haciendo windsurf, sintiendo el vértigo porque me alejaba demasiado de la orilla. Esperar pacientemente durante dos horas para hacer la digestión y poder bañarme en la piscina o en la playa. El verano de mi infancia olía a crema de zanahoria y Nivea y por las tardes a aftersun, tenían sabor a Nocilla y chorizo de Pamplona.
Mi verano era marrón, el color del barro y el gris piedra de las casas de mi pueblo; vivíamos en familia, en tribu; nuestros primos eran siempre cómplices de las risas nocturnas que me impedían dormir. Crecí con la perrita de mi tía. Teníamos la misma edad y me acompañaba cuando todos salían corriendo para no cargar conmigo. Crecimos juntas tras aquella verja, cómplices de aquellas travesuras que veíamos, pero en las que no me dejaban participar. Entonces siempre pensaba lo que anhelaba crecer, sin ser consciente de que lo más difícil de la vida estaría por llegar. Los días más felices, aquellos en los que mi hermana y mis primas me llevaban con ellas a jugar al garaje de su amiga Maki. Pronto llegó el cine de verano, los paseos en bici en el transportín, mis primeras amistades.
No recuerdo preocupaciones de mis padres por los deberes escolares, ni preocupaciones por mayores estímulos; el verano era para descansar. Recuerdo perder la noción del tiempo y haberme aburrido durante mucho rato. Éramos libres, no existía el miedo y no necesitábamos un reloj sofisticado para que los adultos pudieran saber dónde estábamos a cada rato.
Mis amigos no me llamaban por teléfono ni a través del WhatsApp de mis padres, simplemente venían a buscarme. La hora de vuelta la marcaban las madres asomadas en la ventana, gritando nuestro nombre.
Mi verano era violeta cuando llegó la adolescencia. Algún examen por recuperar, llorar sin motivo, la necesidad de encajar, los primeros besos, mis primeras locuras, la música, despedir a mi compañera de la infancia, cómplice de tantos secretos y de nuestras tardes en aquella verja. Esperar con ilusión al siguiente número de la Súper Pop para colgar un nuevo póster en la habitación. Querer ser como Brenda o Kelly, no quedar hasta ver acabar la serie de Sensación de vivir, soñar con encontrar un malote como Dylan. Sin rutinas de belleza, sin grandes obsesiones por el físico, usando la plancha de la ropa para hacer desaparecer mis rizos. Afrontar que la vida no es eterna cuando uno de nuestros amigos decidió quitarse la vida.
Las peleas por ver a qué hora llegaba a casa, las fiestas de mi pueblo, las verbenas, mis primeras experiencias con el alcohol. Mis primeras equivocaciones y todos esos aprendizajes que me preparaban para la vida adulta. En mi infancia aprendí que nada es eterno, a tener capacidad de espera, ser libre y a la vez responsable, el valor de la amistad, ser feliz con poco, y a ser consciente de que en este mundo estamos de paso.
Y ahora estamos aquí debatiendo la necesidad de tener a los niños ocupados todo el tiempo, como si el ritmo frenético que llevamos durante todo el año no fuera suficiente. Avanzamos en la era digital, pero presos de la preocupación, el miedo y el exceso, vivimos con exceso de información, exceso de cosas materiales y exceso de actividades. Queremos tener el control de todo cuando, en realidad, lo más importante se nos escapa.
Siento que mis hijos son parte de la generación que no tolera el aburrimiento ni tampoco la paciencia y entonces me pregunto: ¿acaso les hemos enseñado a esperar? Dejemos, pues, que los niños se aburran, se equivoquen o se frustren, démosles la oportunidad de convertir un día gris en un día arcoíris y hacer del verano un espacio del que extraer valiosos aprendizajes.
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