Un Gordo al ralentí en el Teatro Real: “¡Tú sí que vales, tú sí que vales!”
El sorteo de este año vuelve a recibir al público, más callado que de costumbre, y con medidas estrictas de seguridad por la imparable ola de contagios de covid
En Madrid siempre hay gente con fe. Y más ahora, que está la cosa como para no rezar a quien sea con la nueva variante. “Lo tienes o lo has pasado” es el nuevo “estudias o trabajas” en los ambientes capitalinos. Al grano. Juan Manuel López, de 40 años, se ha disfrazado otra vez de obispo. Lleva desde el pasado sábado en una cola que rodea al Teatro Real. Es uno de los enigmáticos ciudadanos que buscan la efímera fama de los cinco minutos, esa que ofrece el cod...
En Madrid siempre hay gente con fe. Y más ahora, que está la cosa como para no rezar a quien sea con la nueva variante. “Lo tienes o lo has pasado” es el nuevo “estudias o trabajas” en los ambientes capitalinos. Al grano. Juan Manuel López, de 40 años, se ha disfrazado otra vez de obispo. Lleva desde el pasado sábado en una cola que rodea al Teatro Real. Es uno de los enigmáticos ciudadanos que buscan la efímera fama de los cinco minutos, esa que ofrece el codiciado sorteo de la Lotería de Navidad en directo. No es lo mismo mandar una foto desde el móvil a la familia, que salir con tu móvil en Ana Rosa y que lo vea la familia. Conviene repetirlo. Juan Manuel López lleva cinco días sentado en una fila en los alrededores del Teatro Real con sus mañanas, sus tardes y sus noches. Para ver a los niños delante de sus narices, simplemente. Hay altares y altares:
― Había una persona delante. Era el segundo de la cola.
La Iglesia llegando tarde. ¡Habrase visto! Sobre sus pantalones vaqueros se ha colocado un traje rojo, impoluto, con guirnaldas doradas y hasta con una mitra cristiana a juego. “Me gusta repartir suerte”. López también vino el pasado año. Pese a saber que no podía entrar al templo de la lotería navideña por las restricciones de la pandemia, se acercó a las puertas implorando a los vigilantes de seguridad ser el representante del público. Un obispo encarnando al pueblo de España: mucho riesgo. Este miércoles fue diferente. Todo es cuestión de fe. La fama cuesta y tarda, pero llega. Alrededor de 200 ciudadanos de todos los rincones ―Sevilla, Madrid, Cáceres, Navarra...― se han acercado entre las dos y las siete de la mañana a las puertas del Teatro Real para lograr una de las entradas gratuitas. Vamos, que no era necesario hacer cola durante cinco días. El resto de los madrileños ha optado por hacer colas en las farmacias, buscando un codiciado test de antígeno. La suerte está echada en Madrid desde hace una semana.
El bombo navideño en directo ha sido raro, otra vez; aunque se ha acercado un poco más al de 2019 y ha dejado un poco a lo lejos al de 2020, donde los niños se dirigieron con sus cánticos a unas butacas rojas vacías. Este 22 de diciembre han vuelto los tímidos aplausos, las risas, y hasta la gente dormida. No el obispo. Solo faltaba. Hacer cola de varias horas para dormirse en pleno sorteo debería ser otro premio. También se han escuchado más pisadas por los pasillos. Ha vuelto, en definitiva, el crujir del imponente suelo de madera del Real. Aunque, eso sí, una breve tos o un carraspeo a pocos metros de cualquiera provocaba giros de cuello dignos de las grandes jirafas de la sabana africana. Se habla mucho de ómicron y poco de la variante acojone.
Adela Engracia, de 27 años, ha venido expresamente desde Sevilla para el sorteo. “Y sola, porque me hace mucha ilusión”. Se ha disfrazado de árbol de navidad con una peluca verde y guirnaldas verdes. Muy verde esperanza. También hizo la cola un bético ―siempre hay béticos en los grandes acontecimientos― con un chándal del Betis, una bandera de la Unión Europea con el escudo del Betis y un pin del Betis. Es del Betis, vamos. “¡Yo canto lo que queráis!”, clamaba a las cámaras de televisión. “Villancicos o lo que sea. ¡Sacadme!”. Este es el año del Betis.
Al entrar al teatro, dos grandes telares blancos colgaban del techo. Sobre ellos, dos gigantescos proyectores daban la bienvenida con unas imágenes que estampaban el eslogan de la lotería: “El sorteo es lo que nos une”. Está la cosa como para unirse estos días. Ha cambiado tanto el paisaje en tan poco tiempo, que hasta el anuncio de Campofrío parece del siglo pasado. Después, las azafatas y azafatos han repartido un folio con una serie de consejos a todos los asistentes que cruzaban el detector de metales. “Estimado, compañero/a [...] el público deberá permanecer en la butaca asignada ―esto en negrita― sin poder levantarse o moverse por otras zonas del teatro”. Que nadie fuera al baño, pero dicho de una manera elegante. Y no ha ido nadie. Tampoco han podido traer agua. Ni meter cafés, ni comida. Nada. El público, quien sabe si como rebeldía, ha estado mucho tiempo en silencio, que a veces es un buen grito. Ni las cámaras de televisión, ni la radio, ni la prensa han podido acceder a charlar entre el gentío. La fama, aunque sea de unos míseros segundos, siempre cuesta.
De pronto, y pasadas las 8.30, una voz salió de los altavoces: “¡Estos son los premios de cada serie!”. Ni buenos días. Aplausos. Las bolas las custodiaba un ejército de 20 personas, para que luego digan que esto está amañado. Que aprenda la UEFA. En directo, al moverse, sonaban como a una breve tormenta de granizo. El sorteo, un pelín menos atípico que el de 2020, ha transcurrido como siempre: con los famosos “miiiil euros”, con los décimos que nunca compras y con los benditos aplausos entre los pinchos morunos de bolas. Todo muy al ralentí. Un sí, pero no, como aquella cobra de Bisbal a Chenoa. Tampoco han faltado las tradicionales frases: “Un premio muy repartido”, “qué número más raro”, “un premio muy poco madrugador”. Hasta que del pequeño bombo salió un quinto premio, el 26.711. Los quintos también tienen su fama. El obispo, ubicado en la tercera fila, junto a cuatro feligreses de atrás, osaron levantarse al oírlo ante la mirada atónita de los vigilantes y de la prensa. Era una auténtica rebeldía en directo. Nadie sabía cómo actuar. Ellos, ajenos, apuntaban con el dedo al escenario. Allí estaba Salvador, un muchacho sonriente que no paraba de cantar premios y vio cómo desde las butacas recalcaban su mérito:
―¡Tú sí que vales!, ¡tú sí que vales!
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