Biden busca salvar su política exterior antes del desembarco de Trump
El presidente saliente de EE UU aprovecha foros como el G-20 y la APEC para tratar de proteger la ayuda a Ucrania y la red de alianzas que ha tejido durante su mandato
A dos meses de que se desencadene el tsunami que promete ser la segunda Administración de Donald Trump con su toma de posesión el 20 de enero, Joe Biden y su Gobierno tratan de rescatar y blindar lo más posible su política exterior. Una política que el presidente de EE UU aspira a dejar como parte de su legado: una primera potencia internacional garante del orden multilateral y al frente de una ...
A dos meses de que se desencadene el tsunami que promete ser la segunda Administración de Donald Trump con su toma de posesión el 20 de enero, Joe Biden y su Gobierno tratan de rescatar y blindar lo más posible su política exterior. Una política que el presidente de EE UU aspira a dejar como parte de su legado: una primera potencia internacional garante del orden multilateral y al frente de una tupida red de alianzas en todo el mundo, como refleja su defensa junto a Europa y la OTAN de Ucrania frente a la invasión de Rusia. Este mismo domingo, Biden ha autorizado a Kiev que use armas de largo alcance estadounidenses para atacar en territorio ruso, según medios estadounidenses. Un cambio de gran calado en su política.
El triunfo electoral republicano del 5 de noviembre augura un fuerte giro. “Es necesario reconocerlo: la visión aislacionista de Trump es la visión del mundo que los estadounidenses quieren para el comercio, para la seguridad, para las cuestiones sociales, para lo que Estados Unidos representa”, considera el fundador de la consultora Eurasia Group, Ian Bremmer. Sus aliados internacionales “ya no pueden depender de ese componente del liderazgo estadounidense que surgía de unos valores occidentales compartidos”.
Biden es un presidente de salida, ya sin capacidad de presión. Un “pato cojo”, como se conoce la figura en el lenguaje político estadounidense. O peor aún: “un pato supercojo, porque su sucesor va a aplicar políticas muy diferentes a las suyas. Y no hay nada que pueda hacer por impedir esos cambios dentro de un par de meses”, según Erin Murphy, del think tank Centro de Estudios Estratégicos Internacionales (CSIS, por sus siglas en inglés). Es algo que otros líderes mundiales tienen claro: entre los primeros en felicitar a Trump estuvieron grandes aliados del demócrata, como el presidente francés, el muy multilateralista Emmanuel Macron, o el jefe de Estado ucranio, Volodímir Zelenski. Y que ocurre cuando otro gran socio en el orden tradicional, Alemania, ha visto colapsar la coalición de gobierno.
Pero hasta el 20 de enero, quien ocupa el Despacho Oval es Biden. E intensifica sus contactos, y sus pasos, para tratar de blindar lo más posible esa red de alianzas económicas y de seguridad. Para que Trump, que ve las asociaciones internacionales bajo un prisma mercantil, no pueda resolver los problemas geopolíticos por la vía del desguace. Ya en diciembre pasado, el Congreso aprobó una ley que endurece las condiciones para abandonar la OTAN, como el republicano trató de hacer en la última etapa de su primera presidencia. Este fin de semana, Biden establecía con los líderes de Corea del Sur y Japón un secretariado para consolidar la alianza trilateral que consiguió durante su mandato.
La ofensiva rusa en Ucrania es otro de los grandes asuntos que preocupan a la Administración saliente. Por eso, el secretario de Estado, Antony Blinken, viajaba la semana pasada a Bruselas para tratar con los aliados el estado de la guerra, estancada en el mejor de los casos después de casi tres años y aportaciones de más de 200.000 millones de dólares de los aliados de Kiev. En su reunión en la Casa Blanca el miércoles, Biden insistía a Trump: ayudar al país invadido es un interés vital estadounidense y es necesario, “a lo largo de la transición y más allá, que Ucrania quede en la posición más fuerte posible en el campo de batalla para que pueda estar en la posición más fuerte posible en la mesa de negociación”, según explicaba el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, esta semana. Siguiendo este razonamiento, cuatro días después se difundía la decisión de Biden de autorizar el uso de los misiles de largo alcance estadounidenses en suelo ruso, una reclamación constante del presidente Volodímir Zelenski que hasta ahora había sido rechazada por el temor a una respuesta brutal de Moscú.
Sin ninguna seguridad de que la Administración republicana vaya a renovar la asistencia a Kiev —más bien la certeza de lo contrario—, el Gobierno demócrata también ha confirmado que desembolsará lo que queda de los cerca de 64.000 millones de dólares en fondos aprobados este año, unos 6.000 millones, para entregar toda la ayuda posible. Washington ha alertado a los aliados europeos de que a partir de enero les corresponderá a ellos hacerse cargo de la mayor parte de lo que necesite el país invadido por Rusia.
Nuevo intento de alto el fuego en Gaza
Biden “cree que los aliados de Estados Unidos son fundamentales para la seguridad nacional de Estados Unidos. Nos hacen más fuertes. Multiplican nuestra capacidad. Nos quitan pesos de encima. Contribuyen a nuestras causas comunes”, ha afirmado también Sullivan. Algunos de esos contactos, no obstante, han dejado claras las limitaciones de la posición del demócrata. La semana pasada, Biden se reunía en la Casa Blanca con el presidente israelí, Isaac Herzog, en un intento de mantener la presión para lograr un acuerdo de alto el fuego en Gaza que ponga fin a la guerra y permita un intercambio de rehenes. Un objetivo que no ha logrado en más de un año de guerra y que se topa con un envalentonado primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en pos de la “victoria total”, que ha reestructurado su Gobierno para endurecerlo aún más y que se ve alentado por los primeros nombramientos de Trump en Exteriores: desde el senador proisraelí Marco Rubio al frente del Departamento de Estado, al futuro embajador en Israel, Mike Huckabee, que utiliza los términos bíblicos judíos Judea y Samaria para denominar lo que el resto del mundo conoce como la Cisjordania palestina.
Esta semana, Blinken repetía el mismo esquema que ha caracterizado la posición estadounidense durante toda la guerra: tratar de presionar a Israel con amenazas que no va a cumplir. Después de haber dado a su aliado un ultimátum de 30 días para llevar un nivel suficiente de ayuda humanitaria a Gaza, con la advertencia de que, de lo contrario, Estados Unidos suspendería su asistencia militar. El plazo llegó, la ayuda no había crecido, pero el Departamento de Estado decidió que Israel no la estaba bloqueando. Amenaza levantada.
“Aunque Biden fuera a imponer ese veto al envío de armas, los israelíes creen que en cuanto llegue Trump lo levantaría de inmediato, así que no tendría efecto”, explica el antiguo embajador de EE UU en Yemen, Gerald M. Feierstein, en una videoconferencia organizada por el Middle East Institute en Washington.
Este fin de semana, Biden volvía la vista hacia el Este, durante las cumbres del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico en Perú y del G-20 en Brasil, para abordar entre otras cosas el futuro de los acuerdos de colaboración económica en Asia, como el IPEF (Marco Económico para la Prosperidad en Indo-Pacífico) del que Trump ya ha avisado que retirará a EE UU.
En Lima se reunía este sábado con el presidente chino, Xi Jinping, para tratar de dejar lo más estabilizada posible la relación con China, la más importante y la más compleja del mundo entre dos rivales estratégicos que comparten una relación económica de 758.000 millones de dólares anuales. Trump insiste en que, tras desatar una guerra comercial en 2028 con la imposición de aranceles, en su segundo mandato los elevará al 60%.
El presidente demócrata aprovechaba para presionar a China sobre la ayuda que presta, en forma de envío de componentes, a la maquinaria de guerra en Ucrania y para que intervenga ante Corea del Norte, que ha enviado en torno a 10.000 soldados a Rusia con la aparente misión de combatir en el país invadido. Algo que la Casa Blanca advierte que podría tener consecuencias desestabilizadoras para Europa y en el Indo-Pacífico. A su vez, Xi advertía que “Taiwán, la democracia y los derechos humanos, el sistema político de China y el derecho de este país a desarrollarse son las cuatro líneas no traspasables” en las que Pekín no tolerará desafíos, según Xinhua, la agencia oficial de noticias china.
Biden también se convertía en el primer presidente de EE UU en visitar la Amazonia, en una parada para alardear de sus credenciales contra el cambio climático cuando Trump podría retirar a la primera potencia de los acuerdos internacionales al respecto.
Pero, al mismo tiempo, su viaje volvía a exponer las debilidades de un mandato en su ocaso. Aunque parte de la misión de Biden era apuntalar los lazos entre Estados Unidos y sus aliados en Asia Pacífico y América Latina, su gira se ha visto ensombrecida por la visita, más larga y más repleta de eventos, de un Xi Jinping que ha dejado clara la creciente influencia de China en la región. El presidente chino ha inaugurado un megapuerto en la localidad peruana de Chancay, algo que ha dejado “en segundo plano cualquier cosa que diga Biden sobre la solidez de los lazos con América Latina o Asia”, según Ryan Berg, director para América del CSIS.
En Brasil, cuenta Berg, las autoridades ofrecieron a Biden quedarse un día más tras la cumbre del G-20 para una visita de Estado, pero el presidente prefirió regresar a Washington. ¿Quién aprovechará ese hueco y sí celebrará esa visita el día 20? El líder chino.
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