Decenas de miles de simpatizantes del presidente toman las gélidas calles de Washington: “Trump lo arreglará todo”
La decisión de trasladar por el frío la jura del cargo al interior del Capitolio deja a una multitud fuera del estadio al que está previsto que el republicano acuda a darse un baño de masas
La calles del corazón de Washington, ese simulacro de centro de una ciudad en la que los rascacielos están prohibidos por ley, se transformaron este lunes de madrugada por unas horas en una de esas decenas, centenares de localidades que en los últimos dos años y por todo el país acogieron mítines del entonces candidato Donald Trump. Estaban las gorras rojas, los mensajes alarmistas sobre la marcha del país y los puestos de merchandising siempre al día con las últimas novedades, como esas camisetas en las que se veía al nuevo presidente con la Casa Blanca de fondo y el mensaje “Papá ha vuelto” o los sombreros que cambiaban, tal vez un poco prematuramente, el clásico lema trumpista de Make America Great Again por el de America is Great Again (Estados Unidos ya es grande otra vez).
Pero, sobre todo, estaban las decenas de miles de simpatizantes llegados de todo el país, que viajaron a la capital para participar de la fiesta a la intemperie del National Mall, pero tuvieron que hacer horas de cola para tal vez, solo tal vez, entrar en un estadio de baloncesto desde donde seguir el día histórico.
La culpa fue la previsión del frío polar que azota la capital y que obligó, por primera vez en cuatro décadas, a trasladar la pompa de su toma de posesión como 47º presidente de Estados unidos, su regreso triunfal a la Casa Blanca cuatro años después, al interior del Capitolio, edificio que miles de sus simpatizantes asaltaron el 6 de enero de 2021, resueltos a no admitir la derrota en las urnas del líder.
Las temperaturas no bajaron tanto como se preveía, y el ánimo entre quienes abarrotaban las calles en torno al estadio Capital One, adonde Trump tenía previsto dirigirse después de jurar el cargo a las 11:47 en punto (nótese el guiño numérico, que no pudo cumplir, debido a los retrasos), era muy distinto esta vez. Había euforia, pero también resignación y un punto de decepción en vista de que muchos de ellos, la mayoría, iban a quedarse fuera.
Se repartieron, según afirman los organizadores del evento, 220.000 entradas gratuitas a través de senadores y congresistas u organizaciones locales del Partido Republicano para quien quisiera acudir a celebrar lo que el nuevo vicepresidente, J. D. Vance, que también tomó posesión este lunes, definió en la noche de la victoria electoral como “el mayor regreso político de la historia de Estados Unidos”. Pero en el polideportivo de Washington, donde el viernes se decidió improvisar un escenario para el premio de consolación y para que Trump pudiera darse otro baño de masas, solo caben unas 20.000 personas.
Así que los había que hicieron cola desde la noche anterior, una noche gélida, aunque habrían empezado a esperar antes, de no ser porque el domingo por la tarde Trump dio un mitin en ese mismo lugar. Y los había que trataron de entrar sin éxito las dos veces, como Theresa Curry, que había viajado desde Florida en coche (unas 14 horas) y el domingo esperó y esperó durante una nevada que hizo que este lunes el Mall amaneciera ligeramente teñido de blanco.
De todo el país
Llegaron de todos los rincones del país, de California o del centro de Misuri; de Tucson (Arizona) o de Kansas. De todos los rincones, menos, aparentemente, de Washington, que apoyó con un 92% de sus votos a la candidata demócrata, Kamala Harris, y prefirió dedicar el día de fiesta (por tercera vez en la historia, la toma de posesión coincidió con el feriado que celebra el legado de Martin Luther King) a otros menesteres. Por ejemplo, protestar en favor del aborto, celebrar un evento contra la inauguración en el Black Cat, histórico local punk, o pasar la jornada en cualquier otra parte, esquiando, sin ir más lejos.
Entre los que habían llegado para la celebración, se echaban de menos las certezas sobre lo que iba a suceder y cuándo, mientras la cola, que serpenteaba sobre sí misma por varias calles, avanzaba entre las vallas después de la apertura de puertas, poco antes de las 8:00. La desinformación cundía: un tipo dijo que la fila se extendía a lo largo cuatro o cinco millas (casi ocho kilómetros: fake news). Otro, que eran unas 400.000 personas las que querían acceder al estadio (más fake news).
Y más de uno lamentaba no haber sabido antes del cambio de planes. Travis Hopkins, de Ohio, habría cancelado el Airbnb si hubiera sido posible hacerlo sin penalización, mientras que a Jacqueline Muñoz no le quedó otra que continuar con lo previsto, porque las noticias de que la toma de posesión se trasladaba al interior del Capitolio y de que las entradas pasaban a ser, según la organización del evento, “bonitos [inútiles] recuerdos de un gran día para Estados Unidos”, saltaron mientras Muñoz estaba a bordo del avión con el que cruzó el vasto país.
Pasadas las ocho de la mañana, Joseph Smith cogió de la mano a su esposa, Samantha, y ambos se perdieron por las calles desiertas en busca de un bar, donde poder seguirlo todo por la tele, “pedir unas cervezas y encendernos como un árbol de Navidad”. Había mucho que celebrar también para Steve Scanlon, que se dedica a vender productos relacionados con Trump “desde 2016″. A la pregunta de qué esperaba del nuevo presidente, dijo: “Lo arreglará todo”.
Dentro, la multitud afortunada siguió los acontecimientos por las pantallas de los marcadores del estadio, organizada en torno a un escenario vacío en el que instalaron, en un gesto teatral que no sorprendió conociendo viniendo de quien venía, un escritorio para que Trump, una vez jurado el cargo, pudiera ponerse manos a la obra, y firmar ante un público entregado las decenas de órdenes ejecutivas de su primer día en el Despacho Oval, que prometen poner patas arriba Estados Unidos y deshacer el legado de su predecesor, Joe Biden.
Mientras tanto, en una esquina cercana al polideportivo, un sintecho interpretaba el himno de americano con una armónica conectada a un megáfono de juguete a cambio de limosnas. Al rato, un grupo de miembros de la milicia extremista de los Proud Boys, cuyos líderes están en la cárcel por su implicación en el ataque al Capitolio ―aunque, si Trump cumple sus promesas, no por mucho tiempo― se reunieron en la acera de enfrente. Bajo la atenta mirada de la policía y con su aspecto de matones de bar, gritaban: “¡Las calles son nuestras!”.
Bienvenidos a una nueva era de la historia de Estados Unidos.