Basura, pintadas y edificios blindados: las huellas de la protesta propalestina desmantelada en el campus de Los Ángeles
Los helicópteros policiales vigilan la Universidad de California, prácticamente vacía tras el desalojo policial que ha acabado con más de 200 detenciones
Es un día raro en la Universidad de California. En su impecable campus de Los Ángeles, el que siempre tiene el césped recién cortado y los edificios de estilo neoclásico italiano perfectamente conservados, la mañana del jueves todo parecía más un decorado que una verdadera universidad. El bullicioso campus que acoge a 30.000 estudiantes universitarios, otros 12.000 de posgrado y 4.000 profesores estaba claramente dividido en dos partes. Su núcleo, el patio central llamado Royce Hall, donde en la madrugada ...
Es un día raro en la Universidad de California. En su impecable campus de Los Ángeles, el que siempre tiene el césped recién cortado y los edificios de estilo neoclásico italiano perfectamente conservados, la mañana del jueves todo parecía más un decorado que una verdadera universidad. El bullicioso campus que acoge a 30.000 estudiantes universitarios, otros 12.000 de posgrado y 4.000 profesores estaba claramente dividido en dos partes. Su núcleo, el patio central llamado Royce Hall, donde en la madrugada la policía había entrado con fuerza para desalojar a los estudiantes y detener a más de 200 de ellos, era un hervidero. Estaba lleno de objetos, de basura, con pintadas en algunos edificios y blindado, solo accesible a quienes lo limpiaban. Alejarse era otra cosa. Todo lo que no fuera la zona central de la UCLA estaba vacío, sin apenas estudiantes, personal o turistas, habituales de la zona. Como comentaba Paloma Casteleiro, investigadora postdoctoral coruñesa y desde hace cuatro meses una más en la vida universitaria, estos días la zona parecía “como en la época inmediatamente posterior al covid”. Semiactiva, vacía, calma, pero tensa. Solo un par de invitados inesperados venían a romper el silencio: los atronadores helicópteros —tanto de los noticieros como de las fuerzas de seguridad— que, fijos en el aire, apuntaban incansables a los terrenos de la UCLA.
Esta miniciudad de 170 hectáreas amanecía el jueves con la resaca de la detención y con las clases, tras la cancelación del miércoles, en remoto hasta el lunes. Lo sucedido era evidente. El Royce, el patio principal en torno al que se organiza el complejo, amanecía completamente vallado y con pintadas en algunos de los edificios que le dan forma. Era del todo imposible acceder a él desde ningún punto. El personal de seguridad ―alguno habitual de la universidad; otro, como ellos mismos comentaban, contratados específicamente para la ocasión― ni siquiera permitía subir las escaleras y situarse al borde de la valla. Frente a un cartel de Divest Now —Desinversión ya: una de las peticiones estudiantiles es que quienes aporten fondos a las universidades (empresas, donantes) dejen de aportar su dinero a la causa israelí—, un miembro de seguridad comentaba con sorna: “No pueden pasar, a no ser que quieran ayudar como voluntarios en la limpieza”.
Tareas de limpieza había por delante. Por una parte, personal administrativo y de seguridad desmontaba los restos del campamento que durante casi una semana ha estado en el Royce. Cartones, maderas, pancartas, gafas de protección, guantes, mascarillas, esterillas de yoga, paraguas y sombrillas de playa (usadas como protección y para ponerle techo al campamento), cientos de prendas de ropa, miles de botellas de agua... Montones de objetos se desperdigaban por el campus, sobre todo por los alrededores del hall principal. El personal trataba de recoger y despejar zonas, y tras ello, de limpiar y barrer para intentar que todo vuelva a una cierta normalidad. Mientras, las zonas aledañas estaban tranquilas, con unos cuantos corredores que aprovechaban el campus vacío y un matrimonio que utilizaba el césped para sacarse fotos familiares por el quinto cumpleaños de su hijo.
Por otro lado, grupos de voluntarios (tanto alumnado como personal de servicios o profesorado) trataban de recopilar algunas de las prendas, mantas, colchonetas... que se habían acumulado para reutilizarlas o donarlas, afirmaban algunos de ellos, que preferían no dar sus nombres. La mayoría iban cubiertos con mascarillas.
La coruñesa Casteleiro, de 29 años, decidió no acudir el jueves al campus. Aunque podía, pues su laboratorio está allí; la universidad les había pedido a través de correos electrónicos que pisaran las instalaciones lo menos posible. Investigadora de microscopía óptica computacional, apenas lleva cuatro meses en la universidad, pero tras pasar casi una década en Atlanta, lo ocurrido no le sorprende. “Estados Unidos no es un país al que no le importe lo que pasa en el mundo. Sobre todo en las universidades, donde hay muchísimo movimiento, mucha movilización. Además, EE UU está involucrada en todo a nivel mundial, se mete en todos los líos”, reflexiona.
Ella, que pertenece al sindicato de postdocs (como se llama en el argot a los investigadores postdoctorales), ha decidido no participar en las protestas, sobre todo por cuestión de visado: si es detenida por la policía, algo que puede suceder simplemente si se asoma al campamento, corre un alto riesgo de perder los papeles que permiten su estancia. “La universidad estaba muy motivada para que la protesta fuera pacífica, no podían llamar a la policía”, explica. De ahí que le haya sorprendido en parte lo ocurrido en la madrugada del jueves, cuando los cuerpos de seguridad desalojaron con violencia el campus y detuvieron a docenas de estudiantes.
“Aunque no estuvieran de acuerdo, desde la universidad siempre afirmaron que no iban a oponerse a las protestas”, explica Javier González Vaz, de 27 años y de Lepe (Huelva). Él lleva en la UCLA un par de meses, donde, también como postdoc y como parte del sindicato, trabaja en una compleja investigación sobre la inmunoterapia en el cáncer, especialmente en tumores sólidos. Licenciado en la Universidad Autónoma de Madrid, máster en la Complutense y doctorado en la de Navarra, es su primera vez fuera de España, y esto es lo último que esperaba encontrar, afirma: un campus blindado y cargado de convocatorias. “Desconozco el perfil y la edad de quienes protestan, no hay ningún conocido que se haya encontrado en esta situación”, explica. “Igual es que llevo aquí poco tiempo, pero prefiero no posicionarme sin comprender bien las sensibilidades”.
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