Y el Partido Republicano saltó por los aires
La destitución de Kevin McCarthy, presidente de la Cámara de Representantes, certifica la fractura de la formación, inmersa en una guerra civil entre el conservadurismo tradicional y el trumpismo
El espectáculo ofrecido esta semana por la Cámara de Representantes de Washington, que destituyó por primera vez en 234 años a su presidente, el speaker Kevin McCarthy, gracias a la alianza entre el Partido Demócrata y ocho miembros del ala más dura del republicano, no solo mereció por esta vez el adjetivo tan manoseado de “histórico”, también confirmó una vez más la fractura del movimiento conservador en Estados Unidos. Hasta el propio Donald Trump lo di...
El espectáculo ofrecido esta semana por la Cámara de Representantes de Washington, que destituyó por primera vez en 234 años a su presidente, el speaker Kevin McCarthy, gracias a la alianza entre el Partido Demócrata y ocho miembros del ala más dura del republicano, no solo mereció por esta vez el adjetivo tan manoseado de “histórico”, también confirmó una vez más la fractura del movimiento conservador en Estados Unidos. Hasta el propio Donald Trump lo dijo en un mensaje de su red social: “¿Por qué los republicanos siempre están luchando entre sí en lugar de plantar cara a los demócratas de la izquierda radical que están destruyendo nuestro país?”.
Mientras el drama se desplegaba ante una opinión pública entre harta y resignada con su clase política, la pregunta fue la única aportación al gran tema de la semana en Estados Unidos; el expresidente estaba ocupado en asuntos más urgentes en Nueva York, donde compareció en un juicio civil por fraude. Y eso que muchos analistas en Washington coincidirían en la respuesta: la división exhibida por los suyos estos días en el Capitolio tiene en gran parte su origen en la irrupción de Trump en escena y en sus cuatro años en la Casa Blanca, así como en los meses que pasaron entre su derrota en las urnas, que aún se niega a admitir, y el ataque al Capitolio, un tiempo por el que tiene dos cuentas pendientes con la justicia.
Tras el silencio inicial, el expresidente, que domina las encuestas para optar por su partido a las presidenciales de 2024, volvió a apropiarse del guion: primero, postulándose como un speaker temporal, hasta que los suyos se pongan de acuerdo; después, amagando con presentarse la semana que viene en el Congreso, donde el circo volverá a ponerse en marcha el martes; y por último, apoyando la candidatura de Jim Jordan, congresista por Ohio, por encima del otro aspirante serio, Steve Scalise (Luisiana), que fue segundo de a bordo de McCarthy y está tratándose con quimioterapia por un mieloma múltiple.
Una victoria de Jordan certificaría la apropiación definitiva del trumpismo del partido de Lincoln y la garantía de la parálisis legislativa en el Capitolio, donde los demócratas controlan en Senado. Jordan es uno de sus congresistas más radicales. Definido por su excompañero de filas Adam Kinzinger como “negacionista electoral, nacionalista cristiano y populista sin ambages”, contribuyó a fundar el Caucus de la Libertad, grupo surgido en 2015 del convencimiento que el speaker de entonces, John Boehner, estaba dejando demasiado en las negociaciones fiscales con la administración de Obama. En esa facción militan seis de los ocho republicanos díscolos que, capitaneados por el representante de Florida Matt Gaetz, prefirieron el martes arrebatar a su partido la capacidad legislativa a tragar con las concesiones pactadas por McCarthy para lograr una prórroga que evitara el cierre parcial del Gobierno y que expira el 17 de noviembre.
“Gemelos fratricidas”
Todos ellos representan a la base fiel de Trump, ese tercio del electorado que lo volvería a apoyar haga lo que haga. Son votantes que los republicanos ―partido que Theodore White definió célebremente en los sesenta como un “partido de gemelos, pero más fratricidas que fraternales”― necesitan para ganar las elecciones. Y están cabreados: según la politóloga Wendy Brown, “con el desplazamiento de su lugar en el mundo ante el avance de los derechos de las minorías y la globalización y con las instituciones”. Entre ellas, destaca la idea misma de Washington, ciudad a la que se refieren como el pantano (ese swamp que urge drenar), imagen gráfica de un centro de poder corrompido, por, entre otras fuerzas nocivas, la complacencia del republicanismo tradicional de gente como el propio McCarthy o el líder en el Senado, Mitch McConnell. Tipos a los que se refieren con desprecio con el acrónimo de RINO, siglas en inglés de republicanos solo de nombre.
La salida de McCarthy ―que Rich Lowry, director de la revista National Review, órgano intelectual de la derecha moderada, interpreta como el “indicio de una fase aún más salvaje de la política republicana por venir”― supone el final de una generación de “líderes conservadores” que, surgidos en 2007, partían del reaganismo y tomaron prestado el título de un wéstern de los años 80 para presentarse como los “Young Guns” (jóvenes pistoleros) en un libro firmado por McCarthy, Eric Cantor y Paul Ryan. Ahí se comprometían refundar el partido ―que “ya no es el Partido Republicano de tus abuelos”, advertían― recobrando “ideales como la libertad económica, el gobierno limitado, la santidad de la vida [frente al aborto] y la apuesta por la familia”.
En esa época también emergió el Tea Party, corriente aún menos parecida al partido del abuelo, que ya se ha cobrado a base de populismo ultra la cabeza de aquellos tres jóvenes. Fracasado el primer intento de asaltar Washington, encarnado por la aspirante a vicepresidente Sarah Palin, Trump llevó a la Casa Blanca muchas de esas ideas, hoy incrustadas en el partido.
Aunque según David Corn, periodista de la izquierdista Mother Jones, conviene remontarse más atrás para dar con el momento en el que el Partido Republicano “se volvió loco”. En su libro American Psychosis, arguye que ese pacto fáustico con “radicales de extrema derecha, fanáticos, fundamentalistas y chiflados” es una línea invisible que viene desde la caza de brujas del senador McCarthy y pasa por los conspiranoicos anticomunistas de la sociedad John Birch o la revolución conservadora de los noventa de Newt Gingrich. Según Corn, si algo une todos esos casos es que avivaron “imprudente e implacablemente la paranoia, el miedo, los resentimientos y las quejas de los votantes conservadores”. El paroxismo de esa tendencia llegaría para el analista con el ataque al Capitolio.
El pasado martes, tras la destitución de McCarthy y al final de una jornada en la que el Congreso quedó sumido en el caos, Tim Burchett (Tennessee), uno de los ocho republicanos que votaron contra él, estaba sentado en la escalinata del acceso principal al Capitolio. Con gesto derrotado, explicó que no le había quedado más remedio que hacer lo que acababa de hacer, porque se lo había “dictado la conciencia”, ante la ineptitud de su líder. Un poco más allá, el representante demócrata por Maryland Jaime Raskin decía, tras una demostración de cohesión poco común en la historia reciente de su partido: “Hoy por hoy, el único grupo unido ahí dentro, somos nosotros, así que no descarto que el próximo speaker sea Hakeem Jeffries”. Jeffries es el líder de la minoría demócrata en la Cámara y durante esta semana no ha perdido oportunidad de definir lo sucedido con McCarthy como la “guerra civil republicana”. Por su parte, el presidente Joe Biden llamaba a acabar con la “atmósfera venenosa” de Washington, tal vez aliviado al ver que los focos del Capitolio restaban atención a su desastrosa gestión de la crisis de la frontera en la semana en la que se ha desdicho al autorizar la construcción de un nuevo trozo de muro.
Es altamente improbable que Jeffries salga elegido: necesitaría 218 votos y los suyos solo cuentan con 212. Tampoco parece despejado a estas alturas el horizonte de un voto republicano en bloque. Unos y otros están citados el miércoles para iniciar el proceso de escoger un nuevo presidente. Votarán hasta lograrlo. La última vez fue en enero: hicieron falta 15 rondas ―de eso tampoco había apenas precedentes―, y el elegido solo duró nueve meses en el cargo. Hasta entonces, el puesto de tercera autoridad del país y segundo en la línea de sucesión presidencial seguirá vacante.
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