El fin de Nagorno Karabaj: “Los soldados nos gritaban que si no nos íbamos nos matarían en nuestras casas”
Los refugiados armenios relatan vejaciones y posibles crímenes de guerra de las tropas de Azerbaiyán y no están dispuestos a regresar bajo el control de Bakú, pese a las promesas del Gobierno
La arteria de Nagorno Karabaj es negra: una carretera serpenteante que se interna en las montañas de este enclave armenio —en territorio internacionalmente reconocido como azerbaiyano— y que lo mantuvo con vida durante más de tres décadas. Y por esa misma vía se ha desangrado esta semana. Desde que las autoridades de Azerbaiyán abrieron la frontera, a última hora del pasado domingo, cientos, miles, decenas de miles de personas han huido. En la mañana del sábado, la ONU aseguraba que más de 100.000 armenios habían abandonado Nagorno Karabaj, con una población oficial de 120.000 habitantes (aunq...
La arteria de Nagorno Karabaj es negra: una carretera serpenteante que se interna en las montañas de este enclave armenio —en territorio internacionalmente reconocido como azerbaiyano— y que lo mantuvo con vida durante más de tres décadas. Y por esa misma vía se ha desangrado esta semana. Desde que las autoridades de Azerbaiyán abrieron la frontera, a última hora del pasado domingo, cientos, miles, decenas de miles de personas han huido. En la mañana del sábado, la ONU aseguraba que más de 100.000 armenios habían abandonado Nagorno Karabaj, con una población oficial de 120.000 habitantes (aunque algunos expertos consideran que era algo inferior). Y el jueves, las autoridades karabajíes anunciaron la disolución de la autoproclamada República de Artsaj, que funcionaba como un Estado independiente de facto desde 1991. Se pone fin así a una presencia armenia en esta tierra que se remonta siglos atrás.
Aniuta Grigorián llora apoyada en el viejo Lada de su familia. El portaequipajes va cargado con las bicis de los nietos: “No hemos podido traernos nada, ni siquiera mantas. No sabemos dónde dormiremos esta noche. Pero los niños se pusieron a llorar cuando vieron que dejábamos sus bicicletas”. Los niños, sus nietos, mastican con fruición bocatas de salchichón y queso más grandes que su cabeza, que les han dado los voluntarios de organizaciones humanitarias; están hambrientos tras nueve meses de bloqueo azerbaiyano, una semana de caótica evacuación y dos días en la carretera. “Así que decidimos traer las bicicletas y no otra cosa, para que puedan jugar con algo. No entienden lo que está pasando”. Ella sí, y llora, y se enjuga las lágrimas de su arrugado rostro con su vestido floreado. Acaba de cruzar la frontera con Armenia, y lo único que piensa es volver a su hogar. Pero sabe que no puede: “Los soldados azerbaiyanos nos aplaudían y se burlaban de nosotros cuando nos íbamos. No podemos vivir con esta gente”.
En el decreto de disolución del enclave armenio, sus autoridades añadían que la población “deberá familiarizarse con las condiciones de reintegración presentadas por Azerbaiyán para adoptar una decisión independiente e individual sobre la posibilidad de quedarse en Nagorno Karabaj”, pero todos los refugiados consultados por este diario coinciden en que no regresarán. El presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, reiteró este viernes que los derechos de los armenios serán “protegidos” y su Gobierno ha establecido un sistema para que quienes decidan quedarse o regresar se registren. “La seguridad [de los armenios] está garantizada”, subrayó el asesor presidencial azerbaiyano Hikmat Hajiyev. “Pero, mientras tanto respetamos la liberta de movimiento. Es una decisión soberana e individual de cada cual”, añadió.
“Nosotros no decidimos irnos, fuimos forzados a marcharnos. Los soldados azerbaiyanos comenzaron a gritarnos que si no nos íbamos nos matarían en nuestras casas”, asegura Asia Avetisián. Esta mujer karabají narra cómo los soldados azerbaiyanos entregaron el cadáver de Mijail Manukián, un pariente voluntario de las fuerzas de defensa karabajíes, únicamente después de “cortarle brazos y piernas”. Y que una mujer de la aldea de sus padres, Verin Horatagh, fue asesinada por las tropas azerbaiyanas tras negarse a abandonar la localidad porque quería esperar noticias de su hijo, del que se decía que había fallecido en combate.
Crímenes de guerra difíciles de comprobar
Varias asociaciones de juristas armenias e internacionales están recopilando testimonios para su posterior investigación y denuncia, si bien estos relatos sobre crímenes de guerra son difíciles de comprobar de manera independiente porque el Gobierno de Azerbaiyán no ha permitido el paso a Nagorno Karabaj ni de la prensa extranjera ni de organizaciones de derechos humanos. El Gobierno de Bakú sí ha aceptado la petición de la ONU de enviar una misión de observación, pero los preparativos no comenzaron hasta este fin de semana. “Artsaj [como los armenios llaman a la región] está casi completamente vacía, solo quedan unos cientos de personas, que también se irán. ¿Qué van a comprobar los observadores internacionales? ¿Si los derechos del ganado que ha quedado son protegidos por el régimen genocida de Aliyev?”, tuiteó el exministro de Estado karabají Artak Beglarián.
Lo que sí está probado es que estas violaciones de las normas de la guerra no son nuevas. Durante anteriores confrontaciones bélicas entre armenios y azerbaiyanos (los combates fronterizos de 2021 y 2022, la Segunda Guerra del Karabaj en 2020...) trascendieron vídeos de ejecuciones y torturas de prisioneros de guerra y de mutilación de cadáveres por parte de las tropas azerbaiyanas. La Primera Guerra (1991-1994) fue un dechado de atrocidades por parte de ambos bandos: masacres de civiles, torturas, violaciones...
Zoya Davitián no puede borrar de la memoria la imagen de sus padres, vuelve una y otra vez a atormentarle: durante la guerra de los noventa, hallaron a sus progenitores decapitados y sin brazos. “[Los azerbaiyanos] mataron a civiles, incluso a niños, delante de nuestros ojos, y violaban a las mujeres. A una amiga mía. He visto de todo en esta vida, así que, aunque sea muy duro abandonar la tierra de uno, prefiero irme. Lo hago por mis hijos y por mis nietos, para que estén a salvo”, explica. Los niños se entretienen en el arcén de la carretera, con la basura dejada por el paso de decenas de miles de refugiados, mientras esperan a que llegue el resto de su familia, todavía en la carretera que llega desde Nagorno Karabaj a la frontera armenia.
Refugiados traumatizados
En la plaza del centro de Goris, la primera gran localidad de Armenia por la que pasan, los refugiados se sientan sobre sus bultos, reciben comida, algo de atención. Algunos se quedan quietos, con la mirada perdida, o caminan sin rumbo. Muchos prefieren no hablar: “Rememorar lo sucedido, solamente me hará llorar”, se excusa una señora.
“La situación psicológica en la que llegan es terrible. Están traumatizados tras nueve meses de bloqueo, la reciente escalada bélica y el viaje hasta aquí, 36 horas atrapados en la carretera”, explica Urmat Kushchubekov, coordinador del equipo de Médicos Sin Fronteras que ofrece atención psicológica de emergencia: “Escuchas historias desgarradoras, de gente que ha tenido que viajar junto al cuerpo de sus hijos muertos. La gente solo quiere salir [de Nagorno Karabaj], pero cuando llegan aquí, se dan cuenta de que, además de los traumas que han sufrido, no hay nada claro sobre qué va a ser de ellos”.
Un ejemplo es Slavik Harutunián, aún en estado de shock. “Salí de casa para comprar tabaco y me encontré con unos soldados, eran 40 o 50”, relata este hombre de la localidad de Martakert, una de las primeras en ser tomadas por las tropas azerbaiyanas: “Comenzaron a pegarme, a darme patadas en las costillas con sus botas de soldado. Yo no había hecho nada, lo juro, les pedía que no me matasen, pero ellos me decían que me iban a matar si no les decía donde estaban los soldados armenios”. Lo metieron en un vehículo y se lo llevaron, pero cuatro vecinos armenios lograron convencerles de que lo dejasen marchar. “No sé qué habrá ocurrido con mis vecinos, ni con mis animales. En cuanto me soltaron, escapé”.
“A mí también me pegaron una paliza, pero en 2020″, rememora a su lado la anciana Ela Josepián: “Yo vivía en Shushi [Shusha en azerí], como mis abuelos y sus abuelos, mi familia había vivido allí durante 200 años, pero me tuve que ir a Stepanakert [la capital del enclave]. Esta vez, durante los bombardeos, en los refugios, lloré tanto que pensé que mi corazón no lo soportaría. Pero estoy viva y ahora estoy aquí [en Armenia], mucho mejor que allí, con los turcos”. La mayoría de armenios denomina “turcos” a los azeríes, muy pocos usan el término azerbaiantsi (azerbaiyano), estableciendo así un paralelismo con los turcos otomanos y con el genocidio perpetrado en 1915.
Tampoco ayuda que las autoridades azerbaiyanas y turcas usen continuamente el lema “dos Estados, una misma nación” para reforzar la estrecha colaboración que han establecido en los últimos 20 años. Y eso pese a que los azeríes tienen culturalmente más cosas en común con los armenios —con quienes han vivido siglos puerta con puerta y en paz durante la mayor parte de su historia— que con los turcos de Anatolia. O que, pese a las promesas de una futura vida en común en el Karabaj que enarbola el Gobierno de Bakú, los medios de comunicación oficiales de Azerbaiyán vomiten continuamente discursos de odio contra los armenios. Discursos que calan en la población, como muestran algunos comentarios en las redes sociales. “Mira estas caras asquerosas, ¿cómo ha tolerado nuestra tierra a estos bastardos?”, escribe un usuario en un canal de Telegram de nacionalistas azeríes, bajo las fotografías de los refugiados armenios. Y otro, reproduciendo un mensaje de armenios que buscan a dos niños desaparecidos durante la reciente ofensiva: “Ofrezco 600 dólares por estos niños. 600 dólares si no han sufrido un rasguño, si lo han sufrido pagaré más”.
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