Un remanso de paz asomado al frente en Ucrania: “¡Ayer conseguimos escapar del infierno!”
Cerca de las trincheras rusas en el este del país, hay un lago con playa donde civiles y militares tratan de olvidar la guerra
Decenas de personas se relajan en una playa. Aguas calmadas con alto contenido en sal. Baños terapéuticos de barro. Sol que calienta, pero no achicharra. Carreras infantiles entre flotadores de colores. Madres olvidándose del mundo en posición supina sobre sus toallas… y, por detrás, el rugir de los motores de un convoy con varios vehículos militares. Esa caravana rompe la escena, casi idílica, de este lago de Sloviansk (cuyo nombre significa ciudad de la sal) y recuerda que, ...
Decenas de personas se relajan en una playa. Aguas calmadas con alto contenido en sal. Baños terapéuticos de barro. Sol que calienta, pero no achicharra. Carreras infantiles entre flotadores de colores. Madres olvidándose del mundo en posición supina sobre sus toallas… y, por detrás, el rugir de los motores de un convoy con varios vehículos militares. Esa caravana rompe la escena, casi idílica, de este lago de Sloviansk (cuyo nombre significa ciudad de la sal) y recuerda que, a una veintena de kilómetros, se hallan las trincheras donde rusos y ucranios combaten.
“Ayer conseguimos escapar del infierno”, exclama un joven militar a pecho descubierto y casi en tono festivo. Luce una bala y un cosaco tatuados en el pecho donde puede leerse “por Ucrania, por su libertad”. Aparece rodeado de varios camaradas, todos provenientes de la región de Kiev. Algunos lucen todavía el bañador. Otros, han vuelto ya al terno verde tras disfrutar de una tarde de asueto en esta zona de la región de Donetsk.
Un tenderete para realizar tatuajes temporales, una cafetería, dos camillas para masajes, sombrillas, tumbonas de alquiler y, entre medio, grupos de uniformados que se acercan al agua, se desvisten y, algunos incluso en calzoncillos, se zambullen. Mikola, de 56 años y originario de la ciudad de Lutsk, es de los más veteranos del lugar. Reconoce que empezó a combatir en 2015, a principios de la guerra en esta región oriental de Ucrania, y que, ahora, ya no acompaña como antes a sus antiguos compañeros por la edad. “Soy ya un poco mayor, pero sigo protegiendo a mi país”, aclara mientras, luciendo camiseta caqui y pantalón de camuflaje, espera a que algunos de sus colegas se acaben de vestir sobre la arena.
Esta escena del lago no tendría nada de marciana si tuviera lugar en cualquier otro lugar, pero el choque es de un contraste brutal para quien, como este reportero, acaba de salir de Chasiv Yar, a las puertas del infierno de Bajmut. Basta con dar un paseo por el balneario y escarbar un poco entre quienes se orean a la orilla para comprender que ese relax es otra manera de supervivencia.
“Aquí, en este sitio concreto, nunca han caído bombas”, aclara en tono tranquilizador Viktor, un jubilado de 71 años, mientras, sentado sobre el fondo, se unta de barro sus articulaciones. Más que la posible inseguridad, esa es su principal preocupación, la de masajearse con la tierra negra que arranca con sus manos del lecho. “Yo vengo con mucha frecuencia a tratarme desde hace 10 años. Si vienes poco no funciona. Trato de venir 10 días seguidos y después descanso”, detalla. No se deja nada atrás: muñecas, codos, rodillas, hombros… “Este barro tiene muchas propiedades minerales”, señala.
Sloviansk fue ocupada por las fuerzas prorrusas hace nueve años y, tres meses después, en julio de 2014, recuperada por las autoridades de Kiev. Pero en todo este tiempo, pese a la serenidad que aparenta Viktor en su baño de barro, no ha dejado de estar amenazada y bombardeada. Desde la gran invasión rusa emprendida en febrero de 2022, Sloviansk y la vecina Kramatorsk han sido objetivo prioritario de los invasores. Hoy, ambas, son ciudades militarizadas que aguantan en manos del ejército local, pese a que a finales de mayo Bajmut, a unos 40 kilómetros, cayó en manos rusas tras 10 meses de cruenta batalla.
“Para el cuerpo y la mente es muy difícil estar en un estado perpetuo de alerta”, señala Amparo Villasmil, responsable de salud mental de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Ucrania. Entiende esta psicóloga venezolana que esas visitas al lago significan una forma no de negar la guerra o el peligro, sino una manifiesta necesidad de sobrevivir, un mecanismo de autodefensa ante la adversidad. En el aparcamiento, el capó de un coche Lada sirve para apoyar las gafas, la cerveza y algunas prendas de ropa de otro grupo que, antes de dar por terminada la jornada de disfrute, piden ser fotografiados todos juntos como recuerdo. Afirman que han acudido a darse un baño directamente desde sus posiciones, como dando a entender que algo bueno tiene el emplazamiento tan próximo del lago.
“Te puedes volver loco sin placeres como este”, comenta Oleg, un miembro de las Fuerzas Especiales de 42 años que está a la espera de afrontar una nueva misión. Algunas migas del kebab que se come resbalan pecho abajo sobre el rosario que luce junto a una medalla de la virgen y la placa con el grupo sanguíneo. “Esto sirve para rebajar la tensión psicológica, te da sensación de alivio”, agradece.
Según la experiencia de Villasmil, que llegó a Ucrania el pasado enero, estas comunidades que se encuentran a 20 o 25 kilómetros del frente reclaman el “deseo de poder hacer algo de vida alrededor de esa realidad: tradiciones, pasear, encontrase con amigos, actividades con niños… es también una manera de apoyarse en el grupo, en esa comunidad. Retomar todas esas actividades ayuda a mitigar el impacto (de la guerra), que sigue estando ahí y no podemos negarlo”. Son, añade, momentos que les sirven para afrontar el estrés postraumático y la ansiedad.
Viktor, el jubilado, cuenta que este lago a las afueras de la ciudad de Sloviansk es el único con todos los servicios, cafés y quioscos accesibles para la población. “Hay otro más allá, pero es privado y hay que pagar. Este es municipal y han mejorado mucho las instalaciones desde 2018. Además, es bueno para los niños porque es poco profundo”, añade mientras levanta las manos donde el nivel del agua apenas alcanza medio metro. “Algunas personas se llevan el barro a casa en bolsas o latas, sobre todo los que llegan de afuera. Hay otros lugares similares, pero están en zonas ocupadas por los rusos”. El leve movimiento de las manos del jubilado dibuja unas ondas sobre la superficie sobre la que se refleja una fábrica de sal que se levanta con una gran chimenea a sus espaldas.
“El ser humano se acaba adaptando, para bien y para mal, en medio de la cotidianidad. Mantener la alerta permanente es muy duro y necesitamos espacios o ratos de relax. Hay que conseguir desconectar en medio de la amenaza, los misiles, las alarmas…”, explica la psicóloga de MSF. “Todos tenemos algo de miedo, pero no tanto como el año pasado. Si hay que salir corriendo, tengo mi bicicleta”, resuelve Viktor. Detrás, a unas decenas de metros, brillan las cúpulas de la iglesia de la Resurrección de Cristo, testigo de este remanso de paz a las puertas del frente de guerra.
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