Atrapados en Túnez, la costa de la muerte de la inmigración clandestina hacia Europa
La presión de los migrantes irregulares subsaharianos y locales se dispara en la ruta hacia Italia en los primeros cuatro meses del año. Entre enero y abril se han contabilizado 498 desaparecidos en naufragios
Intentan caminar como sombras, como si se creyeran invisibles, por los soportales de un mercado callejero de Sfax, la capital comercial de Túnez. Los guineanos Ibrahim Galisa, de 33 años, y sus primos Mamadu, de 25, y Mayette, de 23, ya han intentado huir en patera de esa ciudad portuaria convertida en cárcel a cielo abierto para más de 10.000 subsaharianos, atrapados en su camino de inmigración clandestina hacia Europa. Mayette era repostera en Guinea Conakry. “No tengo miedo de volver a embarcarme hacia Lampedus...
Intentan caminar como sombras, como si se creyeran invisibles, por los soportales de un mercado callejero de Sfax, la capital comercial de Túnez. Los guineanos Ibrahim Galisa, de 33 años, y sus primos Mamadu, de 25, y Mayette, de 23, ya han intentado huir en patera de esa ciudad portuaria convertida en cárcel a cielo abierto para más de 10.000 subsaharianos, atrapados en su camino de inmigración clandestina hacia Europa. Mayette era repostera en Guinea Conakry. “No tengo miedo de volver a embarcarme hacia Lampedusa, aquí ya estamos muertos en vida”, se resigna tras seis meses a la deriva en Sfax, 270 kilómetros al sur de Túnez. Ibrahim, líder del grupo familiar, ya se ha echado a la mar dos veces en año y medio. “Por menos de 2.000 euros no encuentras quien te lleve, aunque sea yo quien fabrique la barca con planchas metálicas”, advierte este mecánico-soldador. Mamadu, electricista, asiente a su lado mientras observa a lo lejos el paso de un vehículo policial. Lleva casi un año en el país árabe. “Nos tenemos que marchar como sea, en Guinea no hay futuro y en Túnez tampoco”, alega entre centenares de negros africanos que deambulan tratando de pasar inadvertidos en una sociedad que los rechaza abiertamente.
Son 21.000 los subsaharianos oficialmente registrados en el país magrebí. Hasta 40.000, según contabilizan ONG como Foro Tunecino para los Derechos Económicos y Sociales (FTDES). Su director, Alaa Talbi, lo resumía así en la oficina de la organización en la céntrica avenida Burguiba de la capital: “Miles de seres humanos pugnan desesperadamente por huir del infierno de Túnez, donde solo cabe volver al país de origen o arriesgarse a morir en el mar”. O en la misma Sfax. El pasado martes, mientras los tres primos guineanos referían sus tribulaciones de desarraigo, se conocía la muerte en el hospital de un inmigrante de Benín, un hombre en la treintena que había sido apuñalado la semana anterior por siete tunecinos.
“El discurso de incitación al odio a los migrantes se amplifica en las redes sociales”, han alertado de inmediato las asociaciones tunecinas involucradas en el auxilio a los subsaharianos. “Hay un antes y un después del 21 de febrero de este año, cuando pronunció su discurso xenófobo el presidente de Túnez, Kais Said”, considera Himma Hamad, responsable de inmigración en la sección de Sfax de la Liga Tunecina de los Derechos Humanos. Said, que gobierna por decreto tras disolver el Parlamento hace dos años, calificó la presencia de decenas de miles de negros africanos entre 11 millones de habitantes como una “amenaza demográfica para la identidad árabe de Túnez”.
El país más pequeño del Magreb es ahora la principal válvula de escape de la pulsión migratoria africana. Los 100 kilómetros de litoral comprendidos entre Sfax y Mahdia (al norte), donde se concentra casi el 75% de las salidas de pateras, se han transformado en una costa de la muerte para la inmigración clandestina hacia Europa. Entre los meses de enero y abril de este año se han contabilizado 498 muertos o desaparecidos en naufragios de pateras en aguas tunecinas, el 56% del total del Mediterráneo, a pesar del notable incremento de la vigilancia naval, de acuerdo con datos de FTDES. La mayoría de las víctimas mortales se han producido durante el mes de abril, con 371 muertos o desaparecidos, después de que surtiera efecto la “orden de fuga” dictada, según Talbi, por el mandatario tunecino.
“Nos limitamos a etiquetar con un número los cadáveres en la morgue. Al principio, entre abril y mayo, estuvimos desbordados”, admite de entrada Hakim Annas, enfundado en su chaleco de director de la Media Luna Roja tunecina en Sfax, asistido por solo dos voluntarios. Utiliza una aplicación de móvil coordinada con el Comité Internacional de la Cruz Roja para localizar a los familiares de víctimas de los naufragios. “¿Si no están identificados? De eso se ocupa un comité de crisis de la Administración”, replica Annas. “La municipalidad acaba de ampliar los cementerios”, aclara, “ahora hay tumbas suficientes. Hacen falta muchas más que el año pasado”.
La presión de los emigrantes tunecinos (una quinta parte del total) y sobre todo la de los subsaharianos se traduce en cerca de 19.000 interceptaciones en los cuatro primeros meses de 2023 ―lo que representa ya el 82% de todas las de 2022― en ruta hacia Italia, adonde han arribado en el mismo periodo 2.935 migrantes irregulares desde Túnez. “Y lo peor está por llegar este verano, cuando se multiplican las salidas”, avisa Talbi. “Los tunecinos se escapan en barcas tradicionales de madera, más seguras, pero los subsaharianos solo tienen lanchas neumáticas o inestables canoas metálicas que ellos mismos fabrican en la playa”, detalla el director de la ONG.
Guardián de la inmigración en el Mediterráneo
“A cambio de actuar como guardián de la inmigración en el Mediterráneo, con medidas basadas solo en la seguridad, Said recibe apoyo económico y político de Francia y, en especial, de Italia”, argumenta. “Este respaldo se ha acelerado desde el autogolpe de julio de 2021 y con la grave crisis económica del país por temor a que la inestabilidad provoque una avalancha dramática de pateras desde Túnez. Pero la presión migratoria no se puede contener por completo”, concluye.
Situada a media jornada de navegación con un pequeño motor fuera borda, la isla italiana de Lampedusa es la puerta de entrada a Europa, después de que Libia sellara sus costas a partir de 2017. El tunecino Ayman Said, de 30 años, solo vende tripa de cordero y algo de carne picada de ternera en la carnicería que subarrienda en las afueras de Sfax. Hace tres años intentó buscar un futuro mejor al otro lado del mar, pero las fuerzas de seguridad italianas le capturaron cuando ya divisaba la costa de Lampedusa. Su patera naufragó y tuvo que ser rescatado por un barco de salvamento.
“En apenas 48 horas nos devolvieron a Túnez tras pasar por un centro de detención en Palermo”, relata en el mostrador de la carnicería. “Éramos una docena. Todos subimos a un avión militar, menos un menor de edad que permaneció en Sicilia. Nos cogieron porque nos quedamos sin combustible a la deriva. Tuvimos que huir tan rápido como pudimos después de que unos negros nos intentaran abordar con su zodiac para robarnos”, asegura.
Las llegadas de migrantes irregulares a través del Mediterráneo central llevan camino de alcanzar niveles récord este año, según ha advertido el director de Frontex, Hans Leijtens, en declaraciones a las agencias Reuters y France Presse. “No se había visto esto antes”, alertó el responsable de la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, “y no responde a un acontecimiento concreto”. Seguidos por guineanos, egipcios y bangladesíes, los tunecinos (uno de cada cinco interceptados) constituyen la nacionalidad más numerosa en esta ruta de éxodo estructural hacia Europa. “Me he casado hace seis meses, en cuanto reúna los más de 3.000 dinares que piden (unos 1.000 euros) para cruzar el mar en una barca mínimamente segura con un marinero me iré con mi mujer a Europa”, anuncia convencido el carnicero Ayman Said. “Nos da más miedo quedarnos en un país sin futuro”.
Parejas. Familias con niños. Profesionales y graduados universitarios. El perfil del tunecino que se sube a una patera (o toma un vuelo a través de Turquía y Serbia, a cambio de pagar 10.000 euros a una red organizada) para penetrar en la UE ya no es solo el de un joven desempleado urbano o de un campesino en la miseria, constatan las asociaciones que siguen de cerca en Sfax el fenómeno migratorio, como Nosotros Jóvenes. “No podemos permanecer indiferentes”, resalta la abogada Zakia Ben Jedir, de 31 años, cuya organización juvenil recibe apoyo financiero de las principales ONG escandinavas. “Lo peor de todo es el fondo de racismo que ha emergido en la ciudad contra los extranjeros, contra libios y sirios, pero sobre todo contra los subsaharianos”, lamenta.
Atrincherados en casa al atardecer
“A las siete de la tarde, cuando cae la noche, mi hermano y yo nos atrincheramos en el apartamento”, revela el profesor guineano Mohamed Comora, de 33 años. Asegura tener los papeles en regla tras haber llegado desde Conakry en un vuelo a Túnez con escala en Casablanca (Marruecos), pero reconoce que su visado turístico ya ha expirado al cabo de tres meses de estancia. “Lo que he visto en Sfax contra los blacks (intercala el término inglés en la conversación en francés) es terrible. Es una realidad ignorada. A mí me atracaron varios tunecinos con unas tijeras y luego me golpearon en la cabeza”, relata en la mesa más oculta de un café, sin atreverse a pedir ni un vaso de agua por temor a que rechacen servirle.
La sección de Sfax de la Liga Tunecina de los Derechos Humanos ha recopilado más de 60 denuncias de agresiones a migrantes subsaharianos tras el discurso del presidente hace tres meses. “Los casos no denunciados tienen que ser muchos más”, sostiene Hamad, responsable de inmigración en la asociación. “Acoso, pérdida del puesto de trabajo, expulsión de la vivienda”, los subsaharianos sufren todavía las consecuencias de la ola de xenofobia desencadenada por las palabras de Said, según precisa. “Sfax es una cárcel para ellos: explotados con jornales de 30 dinares, dos tercios más bajos que los de un tunecino, para intentar ahorrar los entre 3.000 y 7.000 dinares que exigen los patrones de las barcas”, concluye Hamad. “Y su tragedia nunca termina: el 90% no consigue llegar a Europa”.
Ibrahim, Mamadu y Mayette Galisa se esfuman en medio del caótico tráfico urbano de Sfax. “Queremos trabajar. Sabemos que hace falta mano de obra en Europa. Hemos intentado pedir visados, pero no sirve de nada, salvo para perder el poco dinero que tenemos. Nunca llegan”, se indigna Ibrahim antes de despedirse junto con sus primos con un leve gesto y una reflexión final: “El mar es mucho más peligroso, pero es la vía más fácil”.
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