La cólera contra Macron se amplía y se radicaliza
La reforma de las pensiones activa una constelación de protestas en Francia que van más allá de la jubilación a los 64 años. Y apuntan hacia el presidente
La cólera contra el presidente francés, Emmanuel Macron, se radicaliza cada día: la violencia —la de los manifestantes y la de la policía— se ha introducido esta semana en la protesta contra la reforma de las pensiones. Y el movimiento se amplía: se acumulan las reivindicaciones.
Una manifestación ecologista en una zona rural en el oeste de Francia acabó el sábado con varios vehículos de la gendarmería inc...
La cólera contra el presidente francés, Emmanuel Macron, se radicaliza cada día: la violencia —la de los manifestantes y la de la policía— se ha introducido esta semana en la protesta contra la reforma de las pensiones. Y el movimiento se amplía: se acumulan las reivindicaciones.
Una manifestación ecologista en una zona rural en el oeste de Francia acabó el sábado con varios vehículos de la gendarmería incendiados y agentes y manifestantes heridos. La imagen de la autoridad desafiada, los choques de una dureza extrema y el riesgo de que la tensión se descontrole y provoque males mayores dan la medida de la crisis política y social en Francia.
Hay algo muy nuevo en esta protesta, que crea nuevos iconos revolucionarios como la basura en llamas que siembra de hogueras los centros urbanos. Y algo muy antiguo: París en llamas, la toma de la Bastilla, la Comuna.
En Francia cada revuelta inventa su icono. Hubo la guillotina, los adoquines del 68, el chaleco amarillo hace unos años.
La contestación contra Macron por aumentar de los 62 a los 64 años la edad de jubilación ha encontrado el suyo: un montón de basura ardiendo en las calles más céntricas de París, el portal de un Ayuntamiento como el de Burdeos en llamas, el fuego que fascina y destruye.
Los desechos, toneladas de desechos sin recoger en la capital francesa por la huelga en la limpieza, son el combustible perfecto para estas barricadas incandescentes. Los edificios institucionales o las fuerzas del orden también se han convertido en el objetivo de los agitadores.
Las protestas más multitudinarias que Francia ha vivido en años piden mucho más que la renuncia por parte del Gobierno a aumentar la edad de jubilación, esa utopía concreta y modesta, “dos años más de felicidad”, como resumía esta semana el sociólogo Michel Wieviorka en un coloquio en París organizado por la publicación Le Grand Continent. Hay, sí, quien reclama un poco más: que se baje la edad de jubilación a los 60, como hizo el socialista François Mitterrand en 1982.
Pero ahora se han sumado en masa a las protestas adolescentes y estudiantes universitarios que salen a manifestarse por la lejana pensión, pero también por una aspiración más abstracta y a la vez poderosa: un futuro mejor.
Hay más. Los maestros piden mejores salarios. Hay libreros en las marchas que recuerdan el desgaste físico que representa su profesión. El otro día una oyente intervenía en la radio France Inter para explicar que era comerciante en una pequeña ciudad y quejarse de que Macron hubiese concedido la Legión de Honor a Jeff Bezos, jefe de la empresa gigante del comercio Amazon. Cada uno, su reivindicación.
Jóvenes y mayores, como la oposición parlamentaria y los sindicatos, se sublevan porque la reforma se ha aprobado con el artículo 49.3, que permite adoptar una ley sin voto.
La reivindicación ya va de otra cosa que solo las pensiones. Va de democracia, democracia que los manifestantes consideran zarandeada por la adopción con el 49.3 de una ley a la que se opone, según los sondeos, el 70% del país. Y va de Macron. Del odio a Macron.
—A Macron no lo puedo ver ni en pintura. ¡Pero ver a chavales de 16 años manifestándose por la jubilación a los 60! ¡Por favor!
Quien habla es un hombre de 72 años, traje y corbata, cartera en la mano. Camina deprisa por una callejuela en la rive droite, los barrios burgueses de la orilla izquierda del Sena en París. Se llama Benoît. No le gusta su presidente, pero aún le gusta menos ver a sus conciudadanos en contra de una medida que le parece de sentido común.
Es jueves 23 de marzo, día de manifestación. Decenas de miles de personas desfilan por el bulevar, a un centenar de metros. Los cánticos —contra Macron, contra el fascismo, contra la policía— se escuchan desde esta callejuela ocupada por decenas de antidisturbios preparados para intervenir si las cosas se complican en el bulevar. Y se complicarán: al final de la noche se contabilizarán 127 detenidos y varios policías y manifestantes heridos.
Pero mientras tanto, Benoît se ha enzarzado en una discusión espontánea con Charles, un hombre de 29 años que se dirige a la manifestación.
Dice Charles: “Macron es Robin de los Bosques a la inversa, le quita a los pobres para dárselo a los ricos”.
Replica Benoît: “Pero, ¿parar de trabajar a los 60? ¡No! ¡No todos los trabajos son una mierda!”
Los libros de historia, y quienes lo vivieron, cuentan que escenas como estas eran habituales durante la revuelta estudiantil y obrera de 1968. La calle se convirtió en un ágora, los desconocidos hablaban entre ellos. De todo eso hace más de medio siglo, pero cada vez que en Francia un movimiento social amenaza al poder, la comparación a mano es Mayo del 68.
“El 23 de marzo es el nuevo Mayo del 68″, se leía en una pancarta en inglés en la manifestación del jueves. Y otra en francés, y dirigida a Macron: “Nos has metido 64 [años], nosotros te meteremos un Mayo del 68″.
Dominique Schnapper, gran dama de la sociología francesa y antiguo miembro del Tribunal Constitucional francés, recuerda bien Mayo del 68. A ella, entonces joven socióloga, le reprochaban sus colegas de izquierdas que no tomase partido contra su padre, Raymond Aron, némesis intelectual de Jean-Paul Sartre y de los sesentayochistas. Pese a que no fueron tiempos fáciles, cuando compara marzo de 2023 con mayo de 1968, casi hay nostalgia.
“La atmósfera hoy es totalmente distinta”, dice por teléfono. “En el 68 había algo festivo y juvenil. Ahora lo que hay es odio y resentimiento”.
“Es como si Ucrania no existiese”
Añade Schnapper: “Lo que está en juego me parece más grave ahora que entonces. Se cuestionan los fundamentos de la democracia en una situación internacional mucho más grave. Es como si Ucrania no existiese. Hay una especie de provincianismo por parte de unos franceses que creen que existen solos en el mundo”.
Podría hablarse de un “misterio francés”, para citar el título de un ensayo de los demógrafos Hervé Le Bras y Emmanuel Todd. ¿Por qué una reforma que, con variaciones, se adoptó hace años en casi todos los países del entorno de Francia suscita en este país semanas de huelgas y manifestaciones y pone al presidente contra las cuerdas?
Responde el diputado socialista Jérôme Guedj: “Por un lado, se explica por la manera como se ha hecho. Dicen [Macron y el Gobierno]: ‘Os haremos trabajar más porque necesitamos ahorros para financiar otras cosas y porque hemos decidido bajar los impuestos a unos pocos’. La gente ha entendido que la jubilación se usaba para cobrarles un impuesto sobre su vida”. El impuesto, según este argumento, se paga en forma de dos años más en la vida laboral.
Pero hay otra explicación, según Guedj: “Es algo cultural. La jubilación en Francia es como el queso y Zidane. Está en el ADN del país. Se trata de la relación con el tiempo libre y con un modelo de protección social. Los franceses han entendido que, si hoy ceden con las pensiones, mañana llegará el turno de la seguridad social. Y detrás de todo esto, sin duda, está Macron, que cristaliza una parte de este rechazo”.
Uno de los intelectuales más respetados en Francia, el historiador Pierre Rosanvallon, ve un problema de legitimidad en la reforma. Considera que, si bien al presidente le asiste lo que Rosanvallon llama la “legitimidad de procedimiento” —la legalidad—, plantea un problema de legitimidad social y moral al no estar conforme, según la percepción mayoritaria, con el interés general.
Macron no ha sabido convencer al país de que tenía que trabajar dos años más y al intentarlo ha encrespado aún más los ánimos. “Por su personalidad, porque tiene este lado de ‘pequeño príncipe brillante’, él no es la persona más adecuada, provoca reacciones epidérmicas”, valora el ensayista y consultor Alain Minc, que conoce desde hace años al presidente, y le ha aconsejado. “Macron es el sueño del burgués urbano educado, una cuarta parte, una tercera parte de los franceses”, apunta. “Pero para el 70% es repulsivo”.
Que Macron recurriese al 49.3 para imponer la reforma al carecer de suficientes votos en la Asamblea Nacional es uno de los argumentos de quienes cuestionan su legitimidad, aunque ese artículo sea perfectamente democrático y constitucional, se haya usado un centenar de veces durante la V República y, unos días después, el Gobierno superase dos mociones de censura. Es legal, pero una mayoría en Francia está en contra. En el coloquio de Le Grand Continent, la historiadora Michelle Zancarini-Fournel habló de “una nueva crisis del consentimiento”.
“Hay un antiguo profesor del Collège de France que explica que hay dos legitimidades”, lamenta Schnapper en alusión a Rosanvallon, “y hay diputados que dicen que la calle va a gobernar. Volvemos a los peores momentos de la Revolución Francesa: la calle contra los representantes. Hay, además, una especie de extremismo que se está volviendo mayoritario. Si se suma a Jean-Luc Mélenchon [líder de la izquierda anticapitalista y euroescéptica] y a Marine Le Pen [líder de la extrema derecha], son mayoritarios. Y el odio contra Macron se convierte en un fenómeno importante”. Confiesa Schnapper: “No veo salida”.
La solución, según toda la oposición y los sindicatos, es sencilla: que Macron aparque la reforma, como el presidente Jacques Chirac hizo en 2006 con el polémico contrato de empleo juvenil tras semanas de protestas. Pero Macron no quiere ser Chirac, a quien llamaban, en su última etapa, “el rey perezoso”, por su tendencia a aplazar las decisiones más incómodas. La reforma, en todo caso, está pendiente del Constitucional, que debe pronunciarse antes del 21 de abril.
Minc cree que la crisis social —las movilizaciones sindicales, las protestas en la calle— tarde o temprano acabará apagándose. “El río volverá a su cauce”, decía el viernes por la mañana en su despacho, horas después de los disturbios del jueves... “Ver estudiantes quemando basuras y reviviendo la historia... Todos lo hemos hecho, yo estuve en el 68. Con esto estamos de lleno en la historia de Francia, en el cliché. No me inquieta nada. En cambio, tal como actúa Macron, encuentro que gestiona mal la crisis política”.
La incógnita es si este invierno del descontento se transformará con la primavera en un movimiento todavía más amplio —la eterna comparación con Mayo del 68— o si Francia pasará página en las próximas semanas. Si este será un movimiento social como se viven periódicamente en este país, o si este se encuentra ante una “gran crisis política”, tal como las define el historiador Michel Winock en su libro de referencia, La fiebre hexagonal: una perturbación que pone en peligro el sistema de gobierno republicano.
En un correo electrónico, Winock responde: “La crisis actual es menos una crisis institucional que un callejón sin salida político debido a que un Gobierno minoritario se encuentra ante una oposición heteróclita incapaz de tomar el relevo, de gobernar. En resumen: dos incapacidades de gobernar cara a cara”. Añade el historiador: “Si los disturbios y la violencia crecen, si hay una desgracia, si hay muertos, no disponemos de una solución de recambio”. Y concluye: “Todo dependerá de la movilización popular. Los sindicatos pueden tener un papel, tanto en la reducción como en el aumento de la fiebre”.
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