Jair Bolsonaro, la destrucción como estrategia
Antes de llegar a la presidencia de Brasil en 2018, el actual mandatario fue diputado durante 27 años; su llegada al poder no moderó sus exabruptos, ni su carácter desconfiado, ni su mirada maniquea sobre el mundo
El evento que probablemente ha marcado de manera más intensa la vida de Jair Messias Bolsonaro ocurrió en 1970 en la pequeña ciudad donde vivía con sus hermanos y sus padres, un dentista sin titular que para ganarse la vida llegó a aventurarse como buscador de oro y un ama de casa a la que le dio tan mal embarazo que quiso bautizarle como Messias porque consideró su nacimiento un milagro. El nombre de pila, Jair, es por un jugador de fútbol.
Bolsonaro era un adolescente de 15 años —y ...
El evento que probablemente ha marcado de manera más intensa la vida de Jair Messias Bolsonaro ocurrió en 1970 en la pequeña ciudad donde vivía con sus hermanos y sus padres, un dentista sin titular que para ganarse la vida llegó a aventurarse como buscador de oro y un ama de casa a la que le dio tan mal embarazo que quiso bautizarle como Messias porque consideró su nacimiento un milagro. El nombre de pila, Jair, es por un jugador de fútbol.
Bolsonaro era un adolescente de 15 años —y Brasil una dictadura— cuando un gran despliegue militar revolucionó la tediosa rutina de Eldorado, 180 kilómetros al sur de São Paulo. Desembarcó allí un contingente de soldados a la caza de Carlos Lamarca, un capitán desertor que se había unido a los insurgentes, y en su huida se lio a tiros con la policía en la plaza. El desembarco de militares, el corte de calle y registros impresionó a aquel chaval nacido en Glicério (São Paulo). Con el tiempo, entró en el Ejército a regañadientes, salió de la institución por la puerta trasera, desempeñó una larga y mediocre carrera como diputado y, para sorpresa de buena parte de sus compatriotas que lo ignoraron o despreciaron durante años, se convirtió en presidente de la República en 2018.
Como primer mandatario, el ultraderechista —de 67 años y padre de cinco hijos con tres esposas— ha incumplido muchas promesas económicas, pero impulsó una paga para pobres que llega a más personas y con más dinero que el antiguo programa Bolsa Familia, ha flexibilizado la venta de armas y desmantelado la política medioambiental de Brasil. Favorito de los electores más conservadores gracias a su firme oposición a ampliar el aborto o los derechos LGTB+ e ídolo del Brasil que aborrece “el comunismo” y las políticas de igualdad de género, aspira a conquistar otro mandato en las elecciones del 30 de octubre frente al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, de 77 años.
Pese a la crisis económica y a la nefasta gestión de la pandemia, Bolsonaro ha mantenido durante estos cuatro años el apoyo sin fisuras de un tercio del electorado.
Lula ha liderado durante meses unos sondeos cuyos pronósticos el presidente y los bolsonaristas consideran manipulados y mentirosos. Lo cierto es que, en primera vuelta, subestimaron su desempeño. Conquistó la mayoría del Congreso y quedó a cinco puntos de Lula, menos de la mitad de lo pronosticado. Por si acaso, su esposa ha salido de gira para atraer el voto de las mujeres, sobre todo, de las más conservadoras.
Concluido el recuento, Lula logró en la segunda vuelta un 50,9% de los votos frente a un 49,1% de Bolsonaro, es decir una ventaja de 1,8 puntos porcentuales y dos millones de votos.
El presidente y el bolsonarismo llevan meses preparando el terreno para cuestionar una posible derrota, emulando a su admirado Donald Trump en Estados Unidos. Sería la culminación de una estrategia de ataques sostenidos a instituciones como el Tribunal Supremo, su principal contrapeso durante este mandato, aunque acusado también de cometer excesos en ese empeño. La erosión de la democracia brasileña es evidente.
La periodista Carol Pires, de 36 años, autora de un fascinante perfil sonoro de Bolsonaro titulado Retrato Narrado, descubrió durante su investigación la trascendencia de aquel episodio ocurrido hace medio siglo en Eldorado. Para ella, el principal rasgo de la personalidad de Bolsonaro es que “ya desde joven era un hombre paranoico, dado a conspiraciones”. Sus colaboradores defenestrados “cuentan que pasaron de aliados a enemigos en un abrir y cerrar de ojos con explicaciones conspiranoicas”. El relevo de ministros ha sido constante. En plena pandemia, cambió cuatro veces de ministro de Salud.
“Durante sus 27 años como diputado federal, Bolsonaro contó esa historia (de la caza del guerrillero) de maneras distintas”, explica Pires, reportera y guionista. Versión a versión, su participación crecía. Ganaba protagonismo. Primero, que la redada le pilló en la escuela; luego, que presenció el tiroteo; más tarde, que se unió a los soldados en el rastreo… Añade la periodista que, a partir de ahí, introdujo teorías de la conspiración. Contaría, sin pruebas, que el guerrillero Lamarca estaba en la zona financiado por el alcalde de Eldorado, padre de Rubens Paiva, un diputado desaparecido por la dictadura. Décadas después, Bolsonaro introdujo en el relato a la expresidenta Dilma Rousseff, que fue guerrillera, para implicarla falsamente en la desaparición de aquel parlamentario. Puro Bolsonaro.
En 2016, en la tumultuosa sesión en la que los diputados debían votar el impeachment de la izquierdista Rousseff, el ultraderechista dedicó su voto por el sí a un represor que la torturó cuando estaba detenida. El gesto espantó a algunos brasileños, pero para muchos era una más de las provocaciones y los exabruptos del diputado Bolsonaro. Como las fotos de los dictadores que gobernaron entre 1964 y 1985 colgadas en su despacho en el Congreso. Allí siguen: los heredó una diputada bolsonarista.
Para el presidente Bolsonaro, esta elección es un duelo entre el bien y el mal. También apela al discurso mesiánico para explicar su llegada a la presidencia, un cargo para el que considera que fue designado por Dios tras sobrevivir a las puñaladas de un demente que casi le mata durante la anterior campaña electoral. Fue un parteaguas. Disparó su fama y le apartó de los debates electorales.
Durante estos cuatro años en la cúpula del poder ha desmentido a los que pronosticaron que se moderaría en el cargo. El Bolsonaro presidente es bastante parecido al Bolsonaro candidato o diputado. Le ha salido cara su absoluta falta de empatía con las víctimas de la covid, con comentarios como “me llamo Messias, pero no hago milagros” o su respuesta de “y a mí qué me dice, ¡no soy enterrador!”. Esa insensibilidad y la demora en la compra de la vacuna, con la consiguiente pérdida evitable de vidas, es uno de los motivos más citados por votantes que apostaron por él como encarnación del cambio y ahora se decantarán por candidatos de la llamada tercera vía o incluso por Lula.
Aunque la pandemia supuso un desafío de un calibre que sus predecesores no tuvieron que afrontar, lo cierto es que la gestión del presidente se caracteriza más por su afán destructor que por su empeño en construir. “Bolsonaro nunca tuvo un proyecto político, nunca fue un diputado con propuestas para políticas públicas”, recalca la periodista Pires. “Sus declaraciones más conocidas son invariablemente agresivas contra las mujeres, los homosexuales, los negros. Siempre centrado en la aniquilación del diferente. Su lógica es que quien no está de acuerdo con él es malo y debe ser destruido. ¿Qué quiere poner en su lugar? Ni él mismo lo sabe”, dice. A todo eso, los admiradores de Bolsonaro lo llaman “franqueza”.
El capitán, como es conocido en familia, es patriarca y líder de un clan político. Encabeza un grupo compacto formado con sus tres hijos mayores, estratégicamente colocados en distintos centros de poder: Flávio, el primogénito, conocido como 01, es senador; el concejal carioca Carlos, 02, es el cerebro de la estrategia en redes sociales y el diputado Eduardo, 03, el enlace con la ultraderecha iliberal del resto del mundo, desde Trump a los españoles de Vox o la italiana Giorgia Meloni.
Para los que lo conocían —una minoría, los que siguen muy de cerca la política parlamentaria— Bolsonaro era ese diputado irrelevante, un hazmerreír que en tres décadas no aprobó una sola ley. Recordado por haber dicho en los noventa que “el régimen militar tenía que haber terminado el trabajo matando a unos 30.000″ o decirle a una diputada izquierdista que era “demasiado fea para ser violada”.
Bolsonaro supo ver su momento tras el triunfo electoral de Trump en Estados Unidos. Hábilmente capitalizó el hartazgo con la corrupción, la violencia y el descontento con los políticos de toda la vida, aunque él fuera uno de ellos. Y su hijo Carlos, 02, ideó una campaña en redes sociales que resultó extremadamente eficaz.
El patriarca sacó 10 puntos al candidato del Partido de los Trabajadores en segunda vuelta porque supo aprovechar la coyuntura, además de forjar alianzas con los evangélicos, policías y soldados. Le votaron dos de cada tres varones brasileños y siete de cada diez protestantes. En el interior de Brasil entusiasmó también su discurso de priorizar el desarrollo económico extractivista, despreciando los daños al medio ambiente o las comunidades indígenas. Eso le rindió el apoyo del sector económico más pujante, la industria agropecuaria, mientras señalaba a las ONG, los pueblos nativos, los ambientalistas y otros sectores como los culpables de lastrar el desarrollo económico que beneficiaría a los locales.
Cuatro años después, si Bolsonaro no gana en la segunda vuelta de las elecciones, será el primer presidente al que Brasil no reelige en lo que va de siglo.
Imposible entender a Bolsonaro sin tener presente que se formó en la academia militar durante los años de plomo de la dictadura y que abandonó la institución justo cuando Brasil retomaba la senda de la democracia, en 1988. Fue invitado a regresar a la vida civil después de contar a la revista Veja sus planes de poner una bomba para protestar por la escasa paga de los soldados. La autora del perfil sonoro de Bolsonaro sostiene que “lleva esa mentalidad de ejército golpista a la política”. Su conclusión, tras muchos meses sumergida en los recovecos de la vida del presidente, es que “fue un mal militar, un mal diputado y un mal presidente”.
El ultraderechista y los suyos han insistido en que las encuestas vuelven a menospreciarlo como en 2018. Sostienen que los medios y las autoridades electorales están confabuladas para echarlo y que gane Lula. La prueba, dicen, es que basta echar un ojo a las multitudes que reúne en sus actos —familias tradicionales, aficionados a las motos y a las armas— para tener la certeza de que la victoria del capitán está al alcance de la mano. La incógnita es qué ocurrirá si las autoridades electorales certifican que la mayoría de los brasileños prefieren a su adversario.
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