Brasil encara una recta final de infarto y golpes bajos entre Lula y Bolsonaro
El empate técnico que apuntan las encuestas dispara la expectación por el cara a cara del viernes, dos días antes de la jornada electoral
Más de 30 años han transcurrido desde que Luiz Inácio Lula da Silva —entonces obrero metalúrgico y líder sindical— se presentara por primera vez a unas elecciones para presidir Brasil. Era 1989, caía el muro de Berlín y la primera potencia latinoamericana había recuperado poco antes la democracia. En esa época, un capitán llamado Jair Messias Bolsonaro dejaba el Ejército por la puerta trasera tras liderar protestas entre la soldadesca por los bajos salarios para entrar en política. En un clim...
Más de 30 años han transcurrido desde que Luiz Inácio Lula da Silva —entonces obrero metalúrgico y líder sindical— se presentara por primera vez a unas elecciones para presidir Brasil. Era 1989, caía el muro de Berlín y la primera potencia latinoamericana había recuperado poco antes la democracia. En esa época, un capitán llamado Jair Messias Bolsonaro dejaba el Ejército por la puerta trasera tras liderar protestas entre la soldadesca por los bajos salarios para entrar en política. En un clima de polarización extrema marcado por la desinformación, los brasileños deciden el domingo próximo a quién de ellos entregan el timón de una de las mayores democracias del mundo. Las encuestas, que subestimaron a Bolsonaro en primera vuelta, anuncian una final de infarto, porque la batalla se ha adentrado en el terreno del empate técnico.
El izquierdista Lula, que a los 76 años encabeza una amplia coalición de partidos unidos en defensa de la democracia, venció la primera vuelta el 2 de octubre. Le sacó cinco puntos (seis millones de votos) al ultraderechista. Pero los sondeos más recientes indican que el actual presidente sigue acortando distancias y contemplan el empate en el margen de error (45% frente a 49%). Sería el tercer mandato de Lula, que gobernó entre 2003 y 2010; o el segundo de Bolsonaro.
Lo llamativo es que el líder ultraderechista, de 67 años, mejora y le pisa los talones a Lula después de protagonizar varios incidentes aparentemente dañinos, como el escándalo generado por un comentario sexual —”había ambiente de ligue”— sobre unas menores venezolanas que le obligó a negar que sea un pederasta y a pedir disculpas por el malentendido. La campaña del Partido de los Trabajadores (PT) vio un filón que todavía exprime.
El presidente se ha anotado un tanto este sábado porque el futbolista Neymar ha pedido el voto para él durante una retransmisión juntos por YouTube en la que han charlado de la Copa del Mundo, de valores y libertad: “El Mundial está cerca. Todo sería maravilloso. Bolsonaro, reelegido; Brasil, campeón y todos felices”, ha dicho el crack del París Saint-Germain. Un millón de internautas lo seguían en directo.
Salvo que alguno de los dos cometa antes un error irreparable, el último debate televisado se celebrará en un clima de expectación máxima el viernes, dos días antes de la jornada electoral. El anterior cara a cara entre ellos fue notablemente civilizado, aunque la campaña es de lo más sucia.
Bolsonaro y Lula proponen modelos antagónicos. Pero además, está en juego la salud de la democracia brasileña, debilitada por un presidente que trata como enemigos a la oposición y a la prensa crítica, que cuestiona sistemáticamente al Tribunal Supremo, siembra dudas sobre las urnas electrónicas y quiere a las Fuerzas Armadas vigilando la votación y el recuento. Del resultado depende también el futuro de la Amazonia y sus efectos en el cambio climático.
Número 13 o 22
Viejos conocidos del electorado, casi todos los brasileños tienen muy claro si teclearán en la urna electrónica el número 13 (es decir, Lula) o el 22 (Bolsonaro). La disputa es en el terreno de los indecisos y los votos en blanco (5%) y de los abstencionistas (21%). Ambos candidatos simultanean la campaña clásica, con mítines para afianzar el voto de sus fieles en Estados decisivos, con una batalla feroz en territorios como las redes sociales o las entrevistas para podcasts con audiencias gigantes, que no están sometidas al corsé de la normativa electoral y en esta campaña se están revelando cruciales. Les permiten hablar directamente con nichos concretos de público, sea la juventud, los conservadores o aficionados al fútbol.
Ahí vale todo. La misión es caer bien, y destruir la reputación del adversario. Porque estos comicios son también un duelo entre el antibolsonarismo y el antipetismo.
Bolsonaro está usando el dinero público con fines electorales sin ningún pudor para dar a 20 millones de necesitados una paga mensual cuya cuantía no está garantizada para 2023 o medidas que alivien las estrecheces del resto. Tanto el uno como el otro han puesto el foco también en el voto que más se les resiste. La primera dama, la evangélica Michelle Bolsonaro, está de gira para atraer electoras, en general, y conservadoras, en particular.
Mientras, Lula celebró este miércoles un acto con líderes evangélicos en el que reiteró que él personalmente es contrario al aborto —y recordó que quien legisla sobre el tema es el Congreso, no el presidente—, se rechazaron los baños unisex y criticó indirectamente que la escuela eduque contra la igualdad de género o la homofobia, asuntos que ponen a la derecha reaccionaria en pie de guerra.
En ese evento, Lula hizo dos confesiones que dicen mucho de él y del momento que vive Brasil: “Soy analógico, no tengo móvil. Uso los de otros”. Y segunda confesión: “No imaginaba el poder de las mentiras que circulan entre teléfonos”. Ahí el bolsonarismo le llevaba mucha ventaja hasta hace nada porque en 2018 ya demostró su habilidad.
Para esta recta final, el equipo de Lula ha adoptado eficaces técnicas bolsonaristas para difundir falsedades, medias verdades o exageraciones a gran escala. Mientras los de Bolsonaro acusan al izquierdista de querer cerrar iglesias y de tener pactos con Satán o el crimen organizado, sus fieles contraatacan con sugerencias de que el mandatario de extrema derecha es aficionado al canibalismo y la pederastia, ademas de ser un genocida.
La virulencia de los golpes bajos y la cantidad de desinformación que circula de móvil en móvil es de tal magnitud que las autoridades electorales han pasado a la ofensiva. Pocos en todo el mundo consumen más horas diarias de internet que los brasileños. Y estas elecciones son un test en el complejo combate contra las noticias falsas. El Tribunal Superior Electoral se ha otorgado amplios poderes: puede ordenar a Facebook, YouTube, Telegram… que eliminen en dos horas contenidos denunciados que considere irregulares y aquellos que repliquen los originales, lo que ha disparado las alarmas porque en su afán ha retirado, por ejemplo, unas declaraciones de un antiguo juez del Supremo que explica que Lula no ha sido absuelto, sino que los casos de corrupción contra él fueron anulados por un defecto de forma. Lo que es cierto.
El editorial del diario O Globo alertaba este viernes: “El Tribunal Superior Electoral debe tener todo el cuidado para, con el pretexto de velar por los valores democrático, no acabar ejerciendo el papel de censor y deteriorando la misma democracia que pretende salvar”.
La cuestión es delicada porque, de un lado, en un intento de adecentar el debate público, los jueces deciden qué se puede publicar en internet y, por otro lado, da munición al bolsonarismo, gran aficionado a las teorías de la conspiración y a presentarse como víctima del sistema.
La mitad del electorado dice que jamás votaría por el actual mandatario; un 46% nunca apoyaría al líder del PT. El desencanto es enorme. Muchos votan al menos malo mientras sueñan con dar algún día con alguien que de verdad los respete, los saque de la pobreza, mejore la educación y acabe con la eterna desigualdad. Pero esta no es una campaña de programas.
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