Rusia no quiere la paz
De los dos países enfrentados en esta guerra, le corresponde a Rusia dar la señal para comenzar unas negociaciones de paz. Los pseudorreferendos y el llamamiento a filas de centenares de miles de reservistas muestran que Putin no pretende dar el primer paso
La mayoría de los llamamientos a Rusia y Ucrania para que negocien y lleguen a una paz son seguramente bienintencionados, pero en las condiciones actuales resultan irrealizables y la paz parece cada vez más lejana. De entrada, hay que distinguir entre el agresor y el agredido y no se puede poner a ambos en pie de igualdad.
De los dos países enfrentados en esta guerra, le corresponde a Rusia dar la señal para comenzar unas negociaciones de paz, pero el Estado m...
La mayoría de los llamamientos a Rusia y Ucrania para que negocien y lleguen a una paz son seguramente bienintencionados, pero en las condiciones actuales resultan irrealizables y la paz parece cada vez más lejana. De entrada, hay que distinguir entre el agresor y el agredido y no se puede poner a ambos en pie de igualdad.
De los dos países enfrentados en esta guerra, le corresponde a Rusia dar la señal para comenzar unas negociaciones de paz, pero el Estado militarista de Vladímir Putin quiere continuar la guerra, y así lo indica con unos pseudoreferendos destinados a “justificar y legalizar” la causa rusa y también a intensificar la agresión, mediante el llamamiento a filas de centenares de miles de ciudadanos con el pretexto de defender el “territorio ruso”. Si Rusia hubiera querido la paz, no solo no debería haber dado estos pasos, sino que ―como señal de buena voluntad y adelanto de su disposición al diálogo― debería inicialmente retirarse de los territorios de Ucrania ocupados desde el 24 de febrero.
Los llamamientos a la paz en Occidente se basan en motivos diversos, no siempre explícitos, entre ellos la ingenuidad, el escapismo, el egoísmo material y el miedo a una catástrofe nuclear en caso de que Putin se sienta acorralado. Entre los agitadores por la paz hay también agentes de la causa rusa, seducidos por las prebendas que Moscú les proporciona.
Un verdadero llamamiento a la paz, que no confunda deseos con realidades, implica comprender el conflicto más importante que se ha dado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra no puede juzgarse con los clichés e ideologías de otros tiempos. Tampoco puede justificarse en función de la cadena de errores de unos y otros que precedió a la invasión. Esta contienda no es la culminación de una escalada de equivocaciones, sino que responde a una voluntad expansionista y a una obsesión personal. Afrontar la realidad supone comprender lúcidamente que los riesgos van desde la pérdida de las comodidades hasta la pérdida de la vida.
Con un balance de miles y miles de muertos, Ucrania lucha por su derecho a existir frente a un agresor que se lo niega. Son los ucranios quienes deben decidir si existe un punto de inflexión en el que estuvieran dispuestos a aceptar la pérdida de territorio en nombre de la vida, una posición hacia la que les presionan de hecho algunos políticos e intelectuales de Occidente. Pero esta opción tal vez ni siquiera existe, porque el apetito de Rusia aumenta cuando se siente fuerte y además Putin ha expresado —y el pseudoreferendo en cuatro provincias ucranias lo confirma— que su deseo es recuperar Novoróssiya, una unidad administrativa zarista que se formó en el siglo XVIII en el territorio conquistado al Imperio Otomano al norte del Mar Negro. Novoróssiya existió de forma discontinua y con fluctuaciones territoriales hasta 1802 y, como denominación de un espacio común, dejó de existir a principios del siglo XX, para caer en desuso en época soviética. El truco de Putin consiste en transformar el carácter administrativo de Novoróssiya en una identidad cultural y étnica rusa que nunca existió.
El mandatario ruso izó la bandera de Novoróssiya en la primavera de 2014, pero tuvo que arriarla en el verano de 2014 por falta de condiciones para que ondease en todo el territorio ambicionado. Ahora Putin vuelve a izarla y para completar su reconquista de forma consecuente, tendría que reunir todas las piezas que la integraron, entre ellas la provincia de Odesa y la región secesionista del Transdniéster, en Moldavia.
El conjunto de los territorios donde se celebra el pseudoreferéndum (todos ellos parte de Novoróssiya en algún momento del pasado) no es homogéneo. Los residentes de las autodenominadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk están en gran medida ya integrados en Rusia, puesto que la población leal a Ucrania abandonó aquellos territorios. Quienes se quedaron han permanecido bombardeados por la propaganda en un protectorado ruso. Ese contingente cambió las grivnas por los rublos y combatió la pobreza con la emigración laboral de temporada en Rusia. Kiev no se empleó a fondo para atraer a los ciudadanos ucranios atrapados en los territorios secesionistas y con ello facilitó la tarea a los rusos.
Por su grado de brutalidad, la situación en Jersón y Zaporiyia es más acuciante que la existente en Donbás en mayo de 2014 cuando los secesionistas de Lugansk y Donetsk convocaron sendos plebiscitos sobre la independencia. Como en Donbás hace ocho años, parte de la población civil ha abandonado el campo de batalla y se ha refugiado en Ucrania o en Rusia. Entre las ruinas quedaron los asustados (intimidados por urnas custodiadas por rebeldes armados), además de los indiferentes (cuyo único deseo es que acabe la violencia) y también los colaboracionistas y prorrusos. Es imposible saber la relación de fuerzas entre estos tres grupos y el pseudoreferéndum no añade nada al respeto. Sin embargo, la proliferación de atentados contra las autoridades de ocupación, indica que existe una resistencia contra el invasor. En cualquier caso, la línea de frente hoy no pasa por la lengua (ruso o ucranio) sino por el antagonismo entre una Ucrania independiente o una Ucrania engullida por el gigante ruso.
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