La devoción monárquica pierde fuerza en el ‘pequeño Pakistán’ de Reino Unido
Carlos III hereda un reino diverso, desgarrado por la desigualdad y dispuesto a reabrir las heridas coloniales
El primer encuentro que Basharat Shaheen tuvo con la reina Isabel II fue a través de los sellos pegados en las cartas que llegaban a Pakistán. Las enviaba su abuelo desde Birmingham, donde trabajaba en los molinos textiles. “Era duro, pero a cambio sus hijos pudieron ir a la escuela y acceder a ayudas sociales”. Shaheen creció escuchando que Isabel II se lo había “dado todo” a los trabajadores de la Commonwealth que como su abuelo fueron nutrie...
El primer encuentro que Basharat Shaheen tuvo con la reina Isabel II fue a través de los sellos pegados en las cartas que llegaban a Pakistán. Las enviaba su abuelo desde Birmingham, donde trabajaba en los molinos textiles. “Era duro, pero a cambio sus hijos pudieron ir a la escuela y acceder a ayudas sociales”. Shaheen creció escuchando que Isabel II se lo había “dado todo” a los trabajadores de la Commonwealth que como su abuelo fueron nutriendo en sucesivas oleadas la falta de mano de obra en la entonces pujante industria inglesa. Que Isabel II era “la madre de todos los pobres”. Los descendientes de aquellos primeros inmigrantes viven sin embargo una realidad muy distinta de la de los trabajadores de la Commonwealth de entonces. Nacieron en el Reino Unido, han tenido acceso a una buena educación y ahora muchos en el norte se enfrentan a un futuro laboral incierto. Sus expectativas y la relación con la monarquía británica son necesariamente otras. Su conexión con una casa real sin la reina no es tan intensa y las críticas ligadas al pasado colonial afloran con más facilidad.
Shaheen enlaza sus recuerdos en su tienda de ropa tradicional paquistaní de segunda mano, situada en el pequeño Pakistán de Bradford, la ciudad con la mayor proporción de paquistaníes de todo Reino Unido. Aquí, una de cada cuatro personas es originaria del subcontinente indio. Este hombre sonriente recuerda que cuando los inmigrantes volvían de visita y aterrizaban en el aeropuerto de Islamabad, iban vestidos con traje y corbata. Hablaban de las casas que construían en su nuevo país y de las oportunidades que brindaba la antigua potencia colonial. A él lo trajeron a Bradford a principios de los ochenta para casarlo con una joven de su familia. Al principio trabajó en una fábrica de lana, a pie de máquina, de sol a sol. Pero los años de bonanza se evaporaron con una desindustrialización salvaje que en el norte sembró de cadáveres laborales regiones enteras. Las fábricas y las minas fueron cerrando y la producción se deslocalizó a países con mano de obra más barata.
Bradford, como muchas otras ciudades del cinturón posindustrial británico, no logra despegar. Es además una ciudad que los británicos asocian con la violencia. En 2001 una serie de ataques ultraderechistas y batallas callejeras causaron la peor revuelta en décadas. En el epicentro de lo que fueron aquellos disturbios despacha detrás de un mostrador Jamil Ahmed, un antiguo estudiante de derecho que explica con claridad el cambio de mentalidad respecto a sus abuelos. “A nosotros [la reina] no nos invitó a que viniéramos a trabajar. Nosotros ya nacimos con este privilegio, no creemos que nos haya dado nada. Sentimos que tenemos los mismos derechos que la gente de aquí y, cuando nos enfrentamos al racismo o al nepotismo, protestamos. Podemos incluso ser críticos con la corona”. Una encuesta publicada el año pasado por YouGov indicaba que el 43% de los británicos de origen étnico consideraba que la familia real es racista, frente al 27% que consideraba que no. Entre la población general, el 50% pensaba que no es racista, frente al 20% que cree que sí.
Piensa Ahmed que aquí hay menos oportunidades que en otras partes del país, aludiendo a la abismal fractura económica entre el norte y el sur que Boris Johnson prometió reducir, lo que contribuyó decisivamente a su victoria electoral en 2019. “No hacen más que cerrar negocios y no hay inversión. Los jóvenes cada vez están más apáticos. Sienten que no tienen control sobre su vida. Que sea Isabel II o Carlos III no les va a traer grandes cambios”. Ahmed habla mientras despacha verduras exóticas en panyabí y asegura que cada vez hay más clientes a los que les cuesta pagar la cesta de la compra.
Con 540.000 habitantes, Bradford ha sido identificada recientemente como la segunda ciudad después de Birmingham en la que va a tener mayor impacto la crisis energética, debido a los bajos salarios. El desempleo ha caído hasta el 3,6%, el nivel más bajo desde 1974, pero el problema es que la subida de los salarios va muy por detrás de una inflación disparada, lo que supone la mayor caída de los ingresos en 20 años. El catedrático de Economía urbana y regional de la Universidad de Sheffield Philip McCann tiene claro que, desde un punto de vista de disparidades regionales, Reino Unido es el país de Europa “más desigual”. “No tengo ninguna duda. La evidencia es realmente abrumadora”, señala.
El centro de Bradford parece el de una ciudad en deconstrucción. Hay decenas de locales comerciales cerrados con el cartel de se vende y se alquila. No hay dinero para gastar en las tiendas y el comercio online se encarga del resto. El concejal encargado de regeneración y transporte, Alex Ross-Shaw, del partido laborista, explica que en el próximo año y medio empezarán a cristalizar proyectos millonarios para un nuevo mercado: oficinas de calidad, peatonalizar el centro y salas de conciertos. El principal problema, reconoce, sigue siendo la falta de conexión con una línea de alta velocidad. Bradford es una suerte de callejón sin salida ferroviario. “El Gobierno no comparte nuestra ambición y eso afecta a la productividad”, dice con diplomacia. Maud Yossi, médico y empresario paquistaní, conoce bien ese mercado laboral. Llegó con su familia como refugiado en los setenta y ahora trata de impulsar proyectos educativos y de desarrollo, pero no oculta su frustración. “Los jóvenes no reciben buena formación profesional y acceden a empleos mal pagados. Los inversores no quieren venir. Es un círculo vicioso”.
Mientras aterrizan los grandes planes, la vida, como en otros centros urbanos del Reino Unido, se apaga y los barrios de antiguos obreros inmigrantes languidecen. Muchos han encontrado refugio en la religión. Hay mezquitas por todas partes. En locales comerciales, en callejones y en garajes. Más de un centenar, aseguran los viejos del lugar.
En la gran mezquita de Bradford, el día después de la muerte de la Reina, el imán interrumpió el sermón: “Los musulmanes británicos estamos unidos con los británicos en este momento de dolor profundo”, dijo. Es un edificio imponente por el que a las dos de la tarde empiezan a desfilar jóvenes que acuden al rezo. En su despacho de la mezquita, Liaqat Hussain, de la junta directiva del templo, con barba larga blanca y con el tradicional Salwar Kameez (camisa larga y pantalón a juego) sostiene que la reina hizo un trabajo admirable tratando de unir a las distintas comunidades del país.
La admiración que profesan los ciudadanos de todo tipo de orígenes étnicos se ve con claridad estos días en los rostros de los ciudadanos que desfilan por la capilla ardiente de la reina en Westminster Hall. Isabel II visitó Bradford hasta cinco veces durante sus 70 años de reinado. Después de explayarse en alabanzas a la monarca, Hussain expresa sus reparos. Habla de “nuestra joya”, en alusión Koh-i-Noor, el gran diamante de la corona de la reina originario del sur de la India. “Los indios aspiran al reconocimiento por la destrucción económica que para ellos supuso el imperio británico”. Hussain interrumpe la conversación para escuchar la voz dulce del muecín que llama a la oración. Y termina “porque una cosa es el respeto personal a la reina y otro estas cosas que cuando no esté, irán saliendo”.
En la cafetería de la universidad de Bradford la diversidad multicultural es también evidente. Turbantes, hiyabs y todo tipo de tocados y vestimentas recuerdan los distintos aluviones migratorios. Allí está Javed Bashir, un líder comunitario que desde hace años trabaja tendiendo puentes entre los distintos colectivos de la ciudad. Pasear con él supone pararse continuamente a saludar. Todos parecen conocerlo. Cree que Carlos III tiene “un profundo conocimiento del islam”, según se desprende de sus discursos, pero recuerda los dilemas identitarios de los descendientes de aquellos inmigrantes. Cómo desde los atentados del 11-S de 2001 la permanente sospecha sobre los musulmanes ha hecho que se encierren cada vez más en sí mismos y se vuelquen en la religión. “Aquí se ve a más jóvenes en las mezquitas que en Pakistán. Su identidad es cada vez más musulmana que británica”. Muchos otros sí se sienten británicos. “La cuestión es si ellos nos aceptan como británicos. ¡Hay gente aquí que nunca ha pisado Pakistán y los consideran paquistaníes!”, se queja Bashir.
Es el tipo de dilemas a los que se enfrenta un grupo de chavales que se lían un porro en un parque de la ciudad construido a imagen y semejanza del Mughal Garden de Lahore, al pie de un palacio con los cristales rotos, que da una idea de la riqueza que un día hubo aquí. “Era guay. Ella trajo a nuestros abuelos. Si no fuera por ella, no estaríamos aquí”, dicen cuando se les pregunta por la reina. En cuanto al nuevo rey, ya no lo tienen tan claro: “El tipo ese tiene pinta de espeso”.
Este reino posindustrial, diverso, desgarrado por una desigualdad lacerante y dispuesto a reabrir las heridas coloniales es el que hereda Carlos III. Lograr modernizar la labor unificadora que su madre ejerció con éxito de cara a las demandas del Reino Unido actual se perfila como un gran reto para el nuevo monarca.
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