¿Vuelve el Reino Unido a ser el enfermo de Europa?

El país concentra males en su economía como el incremento del precio de la energía, una espiral alcista y escasez de mano de obra con un Gobierno paralizado a la espera del sucesor de Boris Johnson

Trabadores del piquete sindical despliegan banderas este miércoles frente a los camiones que abandonan el puerto de FelixstoweChris Ratcliffe (Bloomberg)

Las decenas de estibadores que llevan toda la semana plantados en la rotonda de acceso al puerto de Felixstowe, en la costa este de Inglaterra, reciben constantes muestras de apoyo, con el sonido del claxon o a viva voz desde la ventanilla, por parte de los conductores que pasan cerca de ellos. 1.900 trabajadores de la principal puerta de acceso a las mercancías que llegan al Reino Unido —un 43% de las importaci...

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Las decenas de estibadores que llevan toda la semana plantados en la rotonda de acceso al puerto de Felixstowe, en la costa este de Inglaterra, reciben constantes muestras de apoyo, con el sonido del claxon o a viva voz desde la ventanilla, por parte de los conductores que pasan cerca de ellos. 1.900 trabajadores de la principal puerta de acceso a las mercancías que llegan al Reino Unido —un 43% de las importaciones— han respaldado masivamente una huelga de ocho días. Piden un aumento salarial cercano al 10%, el nivel en el que se sitúa actualmente la inflación del país. La empresa, que en 2020, en el pico de la pandemia, llegó a tener unos beneficios de 72 millones de euros antes de impuestos, ofrece un incremento cercano al 7,5%. No hay entendimiento.

Tampoco lo ha habido en otras huelgas que han convertido estos dos últimos meses en el “verano del descontento” británico: ferrocarriles, autobuses, metro, trabajadores del servicio postal y hasta abogados del turno de oficio. “La gente está harta. Y aquí en Felixstowe, donde toda la comunidad depende de la economía del puerto, puedes comprender mejor que en ningún sitio que los ciudadanos ya no aguantan más, ya no pueden seguir adelante”, explica Miles Hubbard, el representante regional del poderoso sindicato Unite, que ha organizado y respaldado por completo la movilización de los trabajadores del puerto.

Cuando a finales de junio la central RMT (Ferrocarriles, Marítimo y Transporte) logró que 40.000 trabajadores de la empresa pública Network Rail y de otras 13 operadoras privadas respaldaran mayoritariamente una huelga en días laborales intermitentes, el Gobierno de Johnson llegó a pensar que el viento jugaría a su favor, y que un pulso con los sindicatos acabaría poniendo de su parte a una ciudadanía hastiada. Nada más lejos de lo que ocurrió. El apoyo de la población a las reivindicaciones salariales ha sido constante. La principal confederación británica de organizaciones de trabajadores, TUC, advirtió seriamente de los conflictos en cascada que se avecinaban, a medida que avanzara el año: profesores, enfermeros, empleados de correos, funcionarios municipales, estibadores...” “Llevan una década de sueldos congelados, o recortados, y cada vez lo sienten más en sus bolsillos”, anunciaba Frances O´Grady, la secretaria general de TUC.

Europa se dirige hacia una recesión, pero el Reino Unido simboliza la tormenta perfecta, y son muchos los economistas que comienzan a preguntarse si, de nuevo, como ya ocurrió a finales de la década de los setenta, el país que ha dejado Boris Johnson a mitad de su mandato, y que aún no cuenta con un Gobierno estable, vuelve a ser “el enfermo de Europa”. Todo lo que está ocurriendo en el continente se ve agravado en la isla.

El aumento del precio del gas y de la electricidad afecta a muchos países, pero el modo en el que están haciendo frente al problema tanto el Gobierno como las instituciones británicas lleva al Reino Unido derecho a una grave situación de pobreza energética. Desde que, en 2019, la primera ministra conservadora, Theresa May, impuso límites al precio medio anual que las empresas podían cargar a los consumidores, el organismo regulador de la Oficina de los Mercados del Gas y la Electricidad (Ofgem, en sus siglas en inglés) revisa cada seis meses —ahora cada tres, para evitar mayores disrupciones en el mercado— ese tope. En octubre de 2021, la cifra era de unos 1.500 euros anuales medios por hogar. Para el mismo mes de 2022, Ofgem confirmaba este mismo viernes que el precio subirá hasta los 4.200 euros.

“Hay que actuar, y hay que actuar ya. Este gobierno zombi necesita despertar antes del 5 de septiembre [la fecha prevista para el anuncio del sustituto de Johnson]. El debate por el liderazgo del Partido Conservador no puede ignorar por más tiempo este cataclismo nacional, que afecta a la salud mental e incluso a la propia vida de las personas”, asegura Martin Lewis, el fundador de la página web MoneySavingExpert.

También en este terreno, a soluciones drásticas se responde con propuestas drásticas. El movimiento Don´tPayUK (No Pagues, Reino Unido), que lleva recogidas casi 150.000 firmas, se propone alcanzar un millón de apoyos, y que todos ellos dejen de pagar a las suministradoras energéticas a partir del 1 de octubre, si el aumento de los precios resulta insostenible. “El impago masivo no es una idea nueva”, explican en su página web los impulsores de la protesta. “Ya ocurrió en el Reino Unido a finales de la década de los ochenta y durante los noventa, cuando cerca de 17 millones de personas se negaron a pagar la Poll Tax [el Impuesto de Capitación, fijo por persona al margen de su renta o recursos], y acabaron derribando al Gobierno”, afirman.

Las redes sociales han hecho mucho más poderoso un movimiento de este tipo, que utiliza además una respuesta gradual para incrementar la presión sobre las empresas. El primer paso de los ciudadanos rebeldes sería cancelar la domicialización de sus recibos. De ese modo, evitan que la compañía cobre primero y dé explicaciones después. Mo Budd, una sacerdote anglicana de 35 años del sur de Londres, fue de las primeras en dar publicidad y sumarse a la causa. “Ninguno de nosotros quiere saltarse la ley ni tener problemas con las empresas energéticas”, explicaba entonces al diario The Times. “Pero como persona de fe, es mi deber actuar en solidaridad con los más vulnerables de mi comunidad”.

A diferencia de otros países como Francia o España, que han actuado directamente sobre los precios mayoristas de la energía para aliviar a los ciudadanos, el Gobierno conservador de Johnson ha dejado que las empresas repercutan sobre los consumidores todos los aumentos en el precio del gas. A pesar de que Rishi Sunak, uno de los dos contendientes en el proceso de primarias puesto en marcha este verano para elegir un nuevo primer ministro, anunció el pasado junio ayudas de casi 500 euros por hogar, para hacer frente al gasto energético, el acelerón en la subida de los precios ha convertido esas subvenciones en insuficientes. Tanto Sunak, como su rival y clara favorita en las encuestas, Liz Truss, han evitado cualquier propuesta que incida directamente en el modo en que operan las empresas. Es cierto, que, aunque a regañadientes, Sunak aprobó finalmente un impuesto extraordinario —windfall tax, en el término inglés— a los “beneficios caídos del cielo” de las energéticas, pero, en términos generales, los dos competidores por el liderazgo conservador solo proponen una rebaja del IVA o más ayudas directas a las familias.

Un Gobierno en precario

A punto de entrar de lleno en la senda de la recesión —en el segundo trimestre del año, el PIB decreció un 0,1%, y el Banco de Inglaterra pronostica cinco trimestres consecutivos de descenso—, el Partido Conservador sigue enzarzado en su competición interna, con visiones contradictorias y confusas por parte de los dos rivales sobre el modo en que piensan encarar la tormenta perfecta si finalmente llegan a Downing Street.

La que más posibilidades tiene de llegar a la meta, Truss, apuesta firmemente por una bajada rápida de impuestos, a pesar de la que la inflación esté desbocada. El exministro de Economía, Sunak, quiere presentarse como un político con una responsabilidad fiscal superior a la de su competidora, que es consciente de los problemas y no quiere jugar con fuego. No parece que su mensaje cale entre los 160.000 afiliados que deben elegir al sucesor de Johnson. Para añadir tensión, Truss ha puesto en duda la respuesta llevada a cabo hasta ahora por el Banco de Inglaterra para frenar la inflación —desde diciembre de 2021 ha subido ya los tipos de interés desde el 0.1% al 1,75%—, y hasta la independencia de la autoridad monetaria, que consolidó el entonces primer ministro laborista, Gordon Brown, en 1997.

Y para colmo, el Brexit

Por mucho que los pocos nostálgicos de la UE que aún sobreviven en el Parlamento de Westminster sigan culpando al Brexit de todos los males actuales del Reino Unido, lo cierto es que el declive actual es generalizado. Pero también es cierto que el país concentra en su economía los males de Europa (fuerte incremento en los precios de energía y alimentos importados) y de Estados Unidos (espiral de subida en el precio de los servicios, con escasez de mano de obra). Y la salida de la UE no ha ayudado. “El Brexit está haciendo que todo sea más duro. Sigue siendo muy complicado para las empresas exportar al que aún es su principal mercado, la UE; hay unas fricciones que antes no existían”, explica Duncan Weldon, investigador de mercados y autor de un libro en el que ha repasado y analizado 200 años de historia económica del Reino Unido.

La historia nunca se repite de modo exacto. La crisis energética y la espiral de inflación que acabaron provocando el éxito neoliberal de Margaret Thatcher no tienen nada que ver con la situación actual. Y la flexibilidad actual del mercado laboral, junto con la debilidad sindical, evitan que la conflictividad actual se acerque a los niveles de finales de los años setenta. Suenan, sin embargo, ecos similares. Se vuelve a hablar del Reino Unido como el enfermo de Europa. Con una diferencia sustancial: en las dos ocasiones anteriores, la receta fue incorporarse, o comprometerse más, con la Unión Europea. Y eso hoy está fuera del tablero.

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