Narva, la ciudad en la que confluyen la UE y Rusia
Casi todos los habitantes de la tercera localidad más poblada de Estonia son rusófonos y menos de la mitad tienen la nacionalidad del país báltico
En Narva, la tercera ciudad más poblada de Estonia, resulta complicado encontrar a alguien que hable estonio. Situada en plena frontera con Rusia, cada semana llegan más de un millar de refugiados ucranios a la localidad, en la que el 97% de sus 60.000 habitantes son rusófonos y donde la propaganda del Kremlin ha calado durante años. “Aquí hay gente que apoya ciegamente la ofensiva en Ucrania”, reconoce en una parada de autobús Olga Lopatina, una camarera de 27...
En Narva, la tercera ciudad más poblada de Estonia, resulta complicado encontrar a alguien que hable estonio. Situada en plena frontera con Rusia, cada semana llegan más de un millar de refugiados ucranios a la localidad, en la que el 97% de sus 60.000 habitantes son rusófonos y donde la propaganda del Kremlin ha calado durante años. “Aquí hay gente que apoya ciegamente la ofensiva en Ucrania”, reconoce en una parada de autobús Olga Lopatina, una camarera de 27 años. “Pero son pocos; y la mayoría, ancianos. No tengo ningún amigo que no esté claramente en contra”, matiza.
El río Narva separa la ciudad homónima de la rusa Ivángorod (10.000 habitantes). Dos fortalezas medievales sobresalen a ambos lados. La del oeste, construida por daneses en la segunda mitad del siglo XIII; la del este, por rusos en 1492. El tráfico en el principal puente que conecta Estonia y su gigantesco vecino se ha reducido notablemente por las sanciones que la UE ha impuesto a Rusia, aunque aún se producen más de 3.000 cruces diarios entre ambos sentidos, tanto en vehículos como a pie. Ciudadanos rusos entran en territorio comunitario para comprar productos que han quedado vetados en su país, mientras que algunos habitantes de Narva todavía viajan con frecuencia a San Petersburgo, que está más cerca que Tallin, la capital estonia.
Durante siglos, la población rusófona en Narva fue minoritaria. En 1944, las tropas soviéticas bombardearon durante meses la ciudad ocupada por los nazis. La mayoría de sus habitantes abandonaron la zona antes de que quedara bajo control de la URSS. Y casi todos los estonios que optaron por quedarse a vivir entre las ruinas acabaron deportados a Siberia. La ciudad se repobló los años siguientes con decenas de miles de rusos. Tras la independencia de Estonia, en 1991, la mayoría de los ciudadanos de la localidad fronteriza no recibieron pasaportes del país báltico. Para ello, debían cumplir uno de estos requisitos: demostrar que sus familiares habían residido en la Estonia independiente de entreguerras, tener un apellido estonio, o aprobar un examen del que se acababa de convertir en el único idioma oficial.
Actualmente, el 47% de los habitantes de Narva son de nacionalidad estonia; el 36% tiene pasaporte ruso; y el resto son apátridas, tienen permiso de residencia y derecho a la mayoría de las prestaciones sociales, además de una documentación que les facilita el acceso a Rusia, pero no pueden votar en las elecciones parlamentarias ni presidenciales del país báltico. Durante las últimas tres décadas, los canales de televisión y radio rusos han sido mucho más populares en Narva que los estonios. Sin embargo, tras el inicio de la ofensiva rusa en Ucrania, a finales de febrero, los medios de información rusos y bielorrusos quedaron vetados en Estonia.
“Con el calor que hace en casa y sin poder ver la televisión, no me queda otra que pasar el día sentada en este banco”, comenta Galina Balobova, una rusa de 77 años que lleva el pelo cubierto con un pañuelo gris. “Han prohibido los canales rusos porque dicen que emiten propaganda, pero los medios europeos son los que intoxican de verdad”, comenta mientras se abanica con un folleto de un supermercado. “Ucrania ha provocado la guerra al masacrar a los habitantes de Donbás, que lo único que quieren es ser libres”, declara sin tapujos la anciana, en un barrio residencial en el que solo hay construcciones de origen soviético. “Si EE UU no enviara todas esas armas modernas y caras, el asunto ya estaría resuelto y no habrían muerto civiles”, remata.
A diferencia de Tallin, donde se ven banderas de Ucrania en cada calle, en Narva no hay prácticamente ninguna. La más visible está en un edificio de tres plantas a escasos metros de la estación de tren y autobuses. Desde marzo, el inmueble se ha convertido en la sede de Amigos de Mariupol, una organización creada para asistir a los refugiados de Ucrania que cruzan la frontera estonia tras una odisea. Llegan de Rusia porque fueron trasladados a ella, forzosa o voluntariamente, después de que la zona en la que vivían fuera ocupada por las tropas invasoras. El último paso antes de llegar a territorio de la UE no es sencillo. En Ivángorod, los guardias fronterizos examinan en sus teléfonos móviles las fotografías o los contactos y publicaciones en las redes sociales. A la mayoría de hombres se les inspecciona el cuerpo en busca de tatuajes con símbolos nacionalistas o incluso de moratones provocados por el uso de armas de fuego.
Unos 250 ucranios cruzan cada día a Narva, bastantes menos que hace unas semanas. Algunos acuden directamente a la sede de Amigos de Mariupol, donde pueden pernoctar hasta tres noches. “Suelen llegar exhaustos, sin apenas equipaje ni dinero; con la mirada perdida”, cuenta Yekaterina Romanova, una voluntaria rusa de 22 años. La organización benéfica, que se financia exclusivamente con donaciones, ayuda a los refugiados a llegar a su destino en otros países comunitarios, aunque algunos optan por regresar a zonas no ocupadas de Ucrania. Romanova relata que una familia de la devastada Mariupol llegó a Narva tras haber sido deportada a Vladivostok, en el extremo oriental de Rusia, cerca de Corea del Norte.
Muy pocos ucranios optan por permanecer en Narva. No parece la ciudad más sencilla para integrarse, ni la más segura. Hace un par de semanas, Vladímir Putin citó la ciudad en un discurso en el que equiparó la ofensiva en Ucrania con las campañas militares de hace más de 300 años de Pedro el Grande. El presidente ruso dijo que el zar no conquistó Narva en 1704, sino que “la recuperó tras derrotar a los suecos”. Sin embargo, la ciudad únicamente estuvo bajo control ruso durante 24 años, entre 1558 y 1581. Estonia convocó a consultas al embajador de Rusia en Tallin tras las declaraciones de Putin.
La guerra en Ucrania ha exacerbado la brecha existente entre la población rusófona de Estonia (en torno al 25%) y la del resto del país. “Durante tres décadas, el idioma y la identidad cultural de los que tienen el ruso como lengua materna han sido asuntos que se explotaban para sacar rédito electoral”, comenta por correo electrónico Dmitri Teperik, director del Centro Internacional de Defensa y Seguridad de Tallin. “Desde 2014 (año de la anexión rusa de Crimea), estas cuestiones han pasado a ser observadas por el prisma de la seguridad”, añade Teperik, quien incide en que el Kremlin ha justificado parcialmente su agresión a un país vecino en la supuesta opresión que sufren los habitantes que hablan ruso.
A principios de junio, Kaja Kallas, la primera ministra estonia, expulsó de su Gobierno de coalición a todos los ministros que eran miembros del Partido del Centro Estonio—cuyo bastión es Narva—. “La nueva situación de seguridad en Europa no me permite continuar trabajando con una formación que no es capaz de anteponer los intereses de Estonia”, alegó Kallas. La política liberal, que aboga en Bruselas desde el inicio de la guerra por sanciones y represalias aún más contundentes contra Rusia, trata ahora de formar una nueva coalición con los socialdemócratas y con Isamaa, un partido conservador y nacionalista.
A principios de este mes, se rechazó en el Riigikogu (Parlamento) una reforma legislativa que imponía la educación obligatoria en estonio hasta los siete años. El Consejo de Europa publicó una recomendación en la que instaba a Estonia a “garantizar el acceso a la educación en ruso en todos los niveles educativos” y a “mejorar la integración de las minorías en la sociedad”. En Narva, los rótulos de las calles o en cualquier edificio público están exclusivamente en estonio. Los carteles de información turística, en el idioma oficial, en inglés, en alemán y, finalmente, en ruso. Sin embargo, la mayoría de los restaurantes ni siquiera tienen la carta traducida al estonio.
En uno de los extremos del paseo que transcurre junto al río Narva, una decena de jóvenes beben cerveza y consumen metanfetamina al filo de la medianoche mientras suena techno ruso en un altavoz portátil. “Los políticos en Tallin quieren evitar que las próximas generaciones hablen ruso en Narva”, sostiene Ilia Yashkin, de 36 años, el más mayor del grupo. “Es una actitud fascista. Nos tratan como ciudadanos de segunda. Y pretenden erradicar en la ciudad uno de los idiomas más potentes del mundo para sustituirlo por uno que tiene un millón de hablantes”, prosigue el treintañero, desempleado desde hace años. Al ser preguntado sobre la guerra, Yashkin se encoge de hombros y responde con frialdad: “No me importa absolutamente nada lo que ocurra fuera de mi ciudad. El Gobierno estonio debería donar menos dinero a Ucrania e invertir más en Narva, que es donde hace falta”.
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