El perdón en Cuba
Tendría que haber un proceso de justicia transicional que reparara material y simbólicamente a las múltiples víctimas del régimen
Yunior Smith, un joven presentador del noticiero de la televisión cubana, puso pies en polvorosa rumbo a Estados Unidos a través de las rutas migratorias centroamericanas, esos corredores tenebrosos que pavimentan con pobreza y desesperación una robusta trama de economías ilegales, tensiones geopolíticas y corrupción gubernamental. Antes de tomar una decisión tan poco sorprendente en el plano histórico y social, pero extrema para su vida, Smith salía de tanto en tanto en cadena nacional, con traje y corbata impecables, para negar que en la isla había presos políticos, criminalizar ...
Yunior Smith, un joven presentador del noticiero de la televisión cubana, puso pies en polvorosa rumbo a Estados Unidos a través de las rutas migratorias centroamericanas, esos corredores tenebrosos que pavimentan con pobreza y desesperación una robusta trama de economías ilegales, tensiones geopolíticas y corrupción gubernamental. Antes de tomar una decisión tan poco sorprendente en el plano histórico y social, pero extrema para su vida, Smith salía de tanto en tanto en cadena nacional, con traje y corbata impecables, para negar que en la isla había presos políticos, criminalizar las protestas populares del pasado 11 de julio, difamar y mentir descaradamente sobre figuras reconocidas de la disidencia política, y recitar el sempiterno poema totalitario que culpa de todos nuestros males al imperio de Washington y su obsesión con nuestra ristra de padecimientos y desgracias.
A través de sus redes sociales, Smith explicó las razones de su fuga, que no son más que las razones que hacen de Cuba un país fallido, meridianamente injusto: la miseria galopante, la vigilancia permanente, la simulación. Como otro individuo triturado por una máquina impersonal de propaganda, Smith será rápidamente sustituido por un nuevo muchacho recién graduado de las aulas de periodismo dispuesto a mentir, no importa, en principio, si consciente o no, a cambio de un poco de la popularidad instantánea y un tanto ridícula que trae siempre la televisión. La cara varía, pero los gestos y las palabras se mantienen, porque la figura de presentador del noticiero ya está construida, lo que hace falta no es una persona, sino un cuerpo fresco para rellenar esa casilla.
La despigmentación del sujeto, sin embargo, ocurre bajo un fuerte proceso de compromiso individual. La persona es aún responsable, tiene que serlo, de la renuncia a su voz particular, de permitir que le injerten en la garganta la retórica de muerte del poder triunfalista, siempre invicto. La idea de que en el totalitarismo no queda otro remedio que obedecer se debe a la nefasta influencia de ese retablo atestado de arquetipos que es 1984. Milán Kundera, con mucho tino, detectaba que la novela de Orwell reducía “una realidad a su aspecto puramente político” y este aspecto “a lo que tiene de ejemplarmente negativo”. Y continuaba: “Me niego a perdonar esta reducción con el pretexto de que era útil como propaganda en la lucha contra el mal totalitario. Porque este mal es precisamente la reducción de la vida a la política y de la política a la propaganda. Así, la novela de Orwell, pese a sus intenciones, forma ella misma parte del espíritu totalitario, del espíritu de propaganda. Reduce (y enseña a reducir) la vida de una sociedad odiada a la simple enumeración de sus crímenes”.
La singularidad del totalitarismo consiste, en cambio, en que la pertenencia al aparato represivo en cualquiera de sus fases no te libra, necesariamente, de que te conviertas también en una víctima, y de que las víctimas que no forman parte del aparato represivo, sino que se le resisten, no están exentas de reproducir los presupuestos éticos y culturales del totalitarismo. No en balde Cioran nos advertía de esta terrible pulsión atávica: “¡Qué suerte tener por contemporáneo a un tirano digno de ser aborrecido, al que poder consagrar un culto a contrapelo y al que, secretamente, desear parecerse!”.
Tendría que haber en Cuba un proceso de justicia transicional que reparara material y simbólicamente a las múltiples víctimas del régimen a lo largo de seis décadas, apuntara a un proceso de reconciliación nacional como horizonte político y, apegado a las normas de derecho aplicadas en experiencias de desmantelamiento administrativo y legal de dictaduras similares, fijara los cargos criminales por fuera de los impulsos emotivos de la venganza y el resentimiento popular. De lo contrario, tendemos a fijar el límite permitido de implicación con la mentira totalitaria en ese punto en que cada quien abandonó el proyecto, y siempre habrá alguien que se implicó menos que tú, y que también te considera cómplice.
Otro asunto es la culpa social, y cómo los cubanos podríamos construir los fundamentos futuros de nuestra moral colectiva más allá de la ley, es decir, los ritos, los códigos y las convenciones en las que nos reconoceríamos y a través de las cuales estableceríamos nuestras posibles relaciones interpersonales, los modos de la costumbre.
En una visión sumisa y colonial de ese trámite metafísico que es el peso de la conciencia, muchos actores de la sociedad civil creen que la absolución o no de Yunior Smith pasa por el permiso o la negación de su entrada a Estados Unidos, pero no es la policía de la frontera gringa la que tiene que decidir qué lugar ocuparían las acciones pasadas y las palabras del presentador en el seno de su comunidad más estrecha, ni cómo tramitarlas, ni mucho menos por qué perdonarlas, pues la única pregunta importante que nos resta como país, y no es una pregunta para nada anécdotica o coyuntural, es la pregunta de cómo podríamos hacer, y cómo podría hacer Yunior Smith, para que lo perdonáramos, lo que significa también, desde luego, para perdonarnos. El perdón se construye desde dos vías, quien lo pide y quien lo otorga, y ambas partes precisan el mismo grado de humanismo, de reserva ecuménica y de apuesta por las posibilidades redentoras del hombre. Si resuena en esta idea algún eco de raíz cristiana, es porque la tiene.
Me he preguntado muchas veces —porque lo he padecido, y porque he estado tentado a no hacerlo— si estaría dispuesto a perdonar a los voceros del régimen que han difamado con ganas sobre mí en la televisión nacional, a quienes han escrito con total impunidad en periódicos y páginas de la prensa estatal, o, incluso, a quienes me han interrogado y hasta secuestrado en una ocasión. Después de echar a la basura con mucho pesar mi sed de desquite, he llegado a la conclusión de que no podría hacer otra cosa que perdonarlos. Son, por supuesto, cómplices, pero el perdón es la única manera en la que podría finalmente vencerlos. La comprensión de que en algún sentido también son víctimas, y su inclusión con derechos plenos en el proyecto de república posible que ansío para Cuba, es lo que me (nos) libraría de una vez de cualquier rezago totalitario y anularía la aplicación, bajo otras formas, del mismo procedimiento biopolítico que me (nos) ha sometido.
En el obeso mea culpa de Smith resalta la grasa de los adjetivos, las frases sentenciosas y la retórica ampulosa, un método que el presentador ya traía más que aprendido y del que ahora solo ha invertido su dirección. Dardos que iban contra Miami ahora van contra La Habana. No hay un salto tan abismal como pareciera entre sus palabras de ayer y las de hoy. Smith se sigue moviendo dentro del dialecto totalitario, y en la frontera de Estados Unidos ha proferido las palabras claves que le permitirían su acceso al conciliábulo del exilio. Ha hablado en un lugar intermedio desde el que normalmente nadie enuncia nada; o bien la gente se expresa cuando ya ha llegado, o bien cuando no ha partido aún, y esa singularidad inédita es la que nos permite acceder al individuo quebrado que no sabe, ni su tiempo ni su país le permiten, encontrar el lenguaje de su dolor, la tesitura que lo podría convertir, al fin y al cabo, en una persona, alguien que ha renunciado a hablarle al receptor fiscal del Gran Hermano. Hay que sacarse esa referencia de la cabeza.
Más que un individuo —tal como cuenta Calasso de una muchacha italiana que en un programa de televisión dijo que quería ser la publicidad, para que todo el mundo la mirara—, a través de Smith ha hablado el Zeitgeist, o espíritu de la época. La prensa y los congresistas de Miami, cometiendo el error de Orwell, han reducido igualmente la vida a la política y la política a la propaganda, y, como Kundera, no me sirve el argumento de que ese registro tiene alguna utilidad en la lucha contra el totalitarismo, porque, además, no la tiene en lo absoluto. La razón moral necesita una traducción justa en la razón histórica. El dolor del exilio también ha sido obligado a contarse en la jerga deshumanizada del tirano Castro.
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