Refugiados que escapan de la guerra en Ucrania: “Nos estamos ayudando para sobrevivir”
Una abuela que quiere volver para ser enterrada en su país, una gestora de vientres de alquiler que escapó sin rumbo claro, una psicóloga que espera asentarse en Ámsterdam: refugiados ucranios cuentan su apresurada huida de los combates
Una abuela que pide a Dios que ponga fin a la guerra para poder ser enterrada en Ucrania, una gestora de vientres de alquiler que dejó las dudas de lado y escapó sin rumbo claro, una psicóloga que espera a asentarse en Ámsterdam para empezar a ayudar a sus compatriotas a gestionar el terremoto vital del desarraigo súbito, una treintañera enfadada por lo que considera el abandono de Occidente a su país en ...
Una abuela que pide a Dios que ponga fin a la guerra para poder ser enterrada en Ucrania, una gestora de vientres de alquiler que dejó las dudas de lado y escapó sin rumbo claro, una psicóloga que espera a asentarse en Ámsterdam para empezar a ayudar a sus compatriotas a gestionar el terremoto vital del desarraigo súbito, una treintañera enfadada por lo que considera el abandono de Occidente a su país en el momento más crítico, un matrimonio de profesionales nigerianos que vive la evacuación como una odisea que contar a sus nietos... Son relatos de gente que de la noche a la mañana ha dejado atrás una Ucrania en guerra y cruzado al norte de Rumania, en un éxodo que va camino de convertirse ―por su espeluznante ritmo de crecimiento― en el mayor en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Ya suma 1,37 millones de refugiados a través de Polonia, Hungría, Moldavia, Eslovaquia, Rumania y Rusia, según los últimos datos de la agencia de la ONU para los refugiados, Acnur, del sábado. Son, sobre todo, mujeres y niños porque la ley marcial obliga a los hombres de 18 a 60 años a permanecer en Ucrania.
Poder yacer en Ucrania
Valentina Tzvek juega nerviosa con un anillo que lleva puesto, sentada en una cama plegable de aluminio y lona azul. Lleva tres días en un centro de mayores reconvertido de urgencia en albergue de refugiados en el pueblo rumano de Mihaileni, que linda por el norte justo con la frontera ucrania. Espera un microbús que la lleve con su hija y un nieto adolescente a Milán, donde reside otro de sus hijos. Es viuda.
“No pensaba en ningún momento que fuese a haber guerra. Pensaba que eran solo ejercicios militares [rusos] en la frontera. O que harían algo, pero solo en el Donbás […] En el momento en el que escuché que había guerra, decidí coger a mis nietos y venirme. Tardamos un día en encontrar transporte, en hacer las gestiones para lograrlo. Estaba muy asustada”, asegura. Cuenta que su miedo aumentó por el rumor que se extendió de que soldados rusos estaban sacando de sus casas a civiles ucranios en los alrededores de Chernivtsi. Es uno de los nombres más escuchados en los últimos días en el norte de Rumania, al tratarse de la principal ciudad ucrania (de unos 250.000 habitantes) cerca del paso con la localidad rumana de Siret. La situación allí no es grave, pero está solo a 40 kilómetros de la frontera.
A sus 60 años, Tzvek tuvo que caminar ocho kilómetros para llegar a la frontera por la enorme cola de vehículos que taponaba el acceso. Las temperaturas estos días están en torno a los cero grados durante el día y nieva a menudo. Luego tuvo que esperar cinco horas en la frontera.
“Ahora me siento segura, ya sin miedo. Le he dado las gracias al Señor”, señala. De su cuello cuelga una imagen de la Virgen María, muy venerada en el cristianismo ortodoxo, la religión mayoritaria en Ucrania. La muestra y añade: “Espero que Él arregle la situación. Ucrania es el lugar donde he nacido y donde he de yacer”.
Escapar por el hijo tras seis días de dudas
El lúgubre búnker donde se resguardaba en la ciudad de Kirovohrad, en el centro de Ucrania, y el continuo zumbido de las alarmas antiaéreas que avisaban de un eventual bombardeo determinaron a Irina Vasylenko, de 35 años, a tomar en brazos a su hijo de casi dos y abandonar todo junto a su madre para cruzar a la Bucovina rumana sin remota idea de hacia dónde dirigirse tras casi un día de trayecto. Seis días le costó decidirse a marcharse de su país. “Se escuchaban sirenas y gritos día y noche, el niño no cejaba de asustarse, llorar y temblar del frío”, cuenta esta mujer, que trabaja en una empresa que se ocupa de gestionar vientres de alquiler para clientes de Estados Unidos, Australia y el Reino Unido. Varias de esas mujeres embarazadas están cerca de la frontera con Polonia a la espera de hacerse las pruebas médicas y obtener el tratamiento hormonal necesario. Las familias que las han contratado “esperan llevárselas a sus países lo antes posible. Estas mujeres están viviendo una pesadilla por la incertidumbre”.
En un hotel de la localidad rumana de Radauti, a pocos kilómetros de la frontera con Ucrania, Vasylenko cuenta que decidió irse para que su hijo no crezca con el trauma de la guerra. Su marido, que las acompañó a la frontera, lleva dos días intentando regresar a casa sin vehículo para ayudar a los soldados en primera línea de batalla y estar al lado de sus padres y hermanos, que siguen en Kirovohrad. “Mi esposo me dijo: ‘Voy a luchar por Ucrania, por un mejor Estado de bienestar, no quiero vivir como los rusos, que realmente son muy pobres fuera de Moscú y San Petersburgo”, relata, mientras el crío, con rostro serio, demuestra temor ante la presencia de extraños. Pero la mayor inquietud de Vasylenko no es que su marido vaya al frente, sino las centrales nucleares. “Si las destruyen, las radiaciones nos afectarán a todos”, sentencia.
La psicóloga que vive el trauma de la guerra
Elena Krutelyova estaba “durmiendo tranquilamente” cuando empezó la guerra porque, como no pocos ucranios, no pensaba que ocurriría. Tiene 35 años y pasó cinco días refugiada en el sótano de su edificio en Kiev, uno de los puntos calientes de la guerra. Solo subía a su apartamento a ducharse. “Dos veces sentí el impacto de las bombas mientras me duchaba […] Me fui cuando entendí que Rusia también iba a por los civiles. Aún estamos en shock. Todos vamos a tener el síndrome de quienes han estado en la guerra”, asegura en Suceava, la capital de la provincia rumana de Bucovina, mientras sus padres y su tía esperan en el coche con el motor encendido. Su destino final es Ámsterdam, donde vive su hermana.
Su marido los acercó lo más posible a la atascada frontera entre Ucrania y Rumania. “Solo tuvimos que andar tres kilómetros, lo que está muy bien porque mucha gente había caminado bastante más en los días previos”, explica. Él no puede salir por la ley marcial y se dedica a hacer idas y venidas a la divisoria como voluntario para las familias que carecen de coche.
El simpático perrito que sostiene y el colorido gorro de búho que abriga su cabeza contrastan con el orgullo y la seriedad con los que habla de su país: “Ucrania es ahora mismo una frontera contra la agresión rusa”, “no esperábamos que tanta gente fuese a defender nuestro país”, “los voluntarios son nuestros ángeles”… Cuando abandona el nosotros para hablar desde el yo, las palabras que usa ―como trauma, espectro de emociones o enfermedad mental― revelan su profesión. “Ha sido muy difícil, pero intenté usar un poco de mi práctica como psicóloga y pensar: ‘Ok, ahora lo que debo hacer es sobrevivir y salvar a mis padres. Luego ya lidiaré con los trastornos mentales”. Dentro de unos días, añade, empezará a ayudar a otros refugiados ucranios a gestionar que su vida haya cambiado tanto en tan poco tiempo.
“Mi mayor preocupación: que no haya más Ucrania en el mapa”
Vestida con un chándal turquesa que no se quita desde principios de semana, Alexandra Kustarnikova, 36 años, se acerca tímidamente a los periodistas en un refugio para cientos de refugiados ucranios improvisado en un salón de celebraciones de un hotel cercano a la frontera rumana de Siret. Quiere desfogar su enfado contenido y su nerviosismo, que se observan en los bruscos giros de su centelleante iris celeste. En un perfecto español, adquirido durante más de un año en Pamplona, esta directora de desarrollo de negocio de tecnologías de la información en una empresa sueca da rienda suelta a sus miedos como antídoto a la guerra, tras dejar ―muy a su pesar― en su país a su marido, un especialista en contrarrestar ciberataques en el ejército digital constituido por Kiev.
“Mi mayor preocupación pasa por que no haya más Ucrania en el mapa; igual, luego, tampoco más partes de Europa. O todo el continente”, asegura. “Putin no se conformará con Ucrania, irá a por los vecinos limítrofes hasta Alemania”, opina Kustarnikova, quien se quedó a una hora de poder cruzar a Polonia con su esposo, tras iniciar su viaje en Kiev, porque justo entonces fue aprobada la ley marcial. Acusa a Europa de ignorar la importancia del conflicto armado. Ahora, ayuda como voluntaria en Rumania mientras espera reunirse con su marido, que está en Chernovtsi, a unos 40 kilómetros de la frontera. De repente, sucumbe al pesimismo al recordar que la OTAN rechaza crear una zona de exclusión aérea en Ucrania. “Solo nosotros nos podemos ayudar, los únicos que luchan contra Rusia, por la libertad, por los valores que defiende la UE”, abunda. “Nadie quiere morir por la democracia; nosotros, sí”.
La lección de la solidaridad
Con una sonrisa, Faith Igogo y su marido Sahdrach, nigerianos de 33 años, explican que, tras cuatro años juntos en Ucrania, estaban listos para empezar una nueva vida en alguna otra parte del mundo, con su bebé de un año y con el que nacerá en pocos meses. El estallido del conflicto los convirtió de repente en refugiados y sus planes iniciales se transformaron en forzados. Ella se había establecido en la ciudad de Ivano-Frankivsk, en el oeste de Ucrania, siete años antes que su marido, para estudiar la especialidad de pediatría y construir una carrera como médica. “No estamos huyendo, volveremos”, asevera la pediatra, ataviada con ropa deportiva y gorro blanco, y sumamente agradecida de cómo los rumanos se han volcado en cubrir todas sus necesidades básicas.
El matrimonio, que se conoció en la escuela primaria en Nigeria, entró en el norte de Rumania el pasado domingo y fue acomodado de inmediato en un hotel junto a otros cientos de refugiados. El martes volarán por fin a Londres para reunirse con algunos familiares, tras una odisea que quieren contar algún día a sus nietos. “La seguridad es prioritaria. Al principio pensábamos que estábamos seguros, pero nos dimos cuenta enseguida de que estábamos en peligro tras escuchar que se estaban produciendo bombardeos en varias ciudades del país”, explica Sahdrach, ingeniero de petróleo y gas, quien reconoce que teme por aquellos que se han quedado sin opción de escapar de la ofensiva rusa. Sin embargo, ponen buena cara ante lo que está sucediendo. Faith destaca el impulso de solidaridad que ha generado la guerra: “En esta dramática situación, unos y otros nos estamos ayudando para sobrevivir; es una lección, sin duda”.
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