‘Little Ukraine’, el feudo de los ucranios en Nueva York, se moviliza contra la guerra

“Ahora mismo ninguna zona es segura, y menos conforme pasan los días”, lamenta Tanya, a quien el conflicto ha separado de su marido

Protesta contra la invasión rusa de Ucrania, este martes ante la sede de la ONU en Nueva York.CARLO ALLEGRI (REUTERS)

Ramos de flores azules y amarillas ocupan uno de los accesos a la iglesia católica de San Jorge, en el East Village, en Manhattan. La ofrenda flanquea dos banderas de los mismos colores y un cartel que dice: “Ruega por Ucrania”. Velas, iconos, fotos y mensajes se suman a ese altar improvisado en uno de los puntos neurálgicos de Little Ukraine, donde se asentaron los inmigrantes llegados a la Gran Manzana a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. Dos calles más arriba hay otra iglesia ucrania, pero ortodoxa. En una cuadrícula de una docena de manzanas, restaurantes tradicionales...

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Ramos de flores azules y amarillas ocupan uno de los accesos a la iglesia católica de San Jorge, en el East Village, en Manhattan. La ofrenda flanquea dos banderas de los mismos colores y un cartel que dice: “Ruega por Ucrania”. Velas, iconos, fotos y mensajes se suman a ese altar improvisado en uno de los puntos neurálgicos de Little Ukraine, donde se asentaron los inmigrantes llegados a la Gran Manzana a finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. Dos calles más arriba hay otra iglesia ucrania, pero ortodoxa. En una cuadrícula de una docena de manzanas, restaurantes tradicionales, alguna sastrería, un banco y una carnicería cartografían el feudo eslavo; esporádicamente, se oye hablar ucranio. Junto con otro importante enclave en Brooklyn, en Little Ukraine vive buena parte de la gran comunidad ucrania de Nueva York, la mayor en EEUU, unas 150.000 personas entre nacionales y estadounidenses de segunda o tercera generación, que contemplan con el corazón encogido el drama de un país al que muchos de ellos llaman madre patria.

Tanya reza y enciende una vela en la iglesia de San Jorge, donde destacan un icono del santo y el dragón y la foto de un sonriente Papa Wojtyla. “Mi marido, Valeri, está en Lviv. Fue a ver a sus padres, muy mayores, y le agarró la invasión. Por suerte no ha sido movilizado porque ya cumplió 60 años, pero no puede salir y también se resiste a abandonarlos. Estamos esperando un salvoconducto, papeles, lo que sea, para traerlos a Nueva York, pero la Administración ha quedado paralizada por la guerra”, explica apesadumbrada. Lviv -el gentilicio ucranio de la ciudad más occidental del país, Lvov en ruso- no es la zona más peligrosa, concede la mujer, peluquera, “pero ahora mismo ningún lugar de Ucrania es seguro, y menos conforme pasan los días”. La entrevista tiene lugar este lunes.

Los testimonios recabados en Little Ukraine son parecidos: ellos, o sus ancestros, proceden del occidente de Ucrania, más abierto y europeísta que el opaco este prorruso; todos utilizan los gentilicios ucranios y, sin excepción, alaban el papel del presidente Volodímir Zelenski en el conflicto. Como Oksana, de 31 años, que llegó hace siete a Nueva York con sus padres y hermanas, “en busca de un futuro y, sobre todo, de una mejor educación”. La familia procede de Ternópil, ciudad cercana a Lviv, “donde aún siguen mis abuelos y algunos parientes, de momento están bien, pero muchos amigos en otras zonas del país corren riesgo, sienten que la soga se va cerrando en torno a ellos. No salen por las bombas, pasan el día en los refugios”. Oksana, licenciada en Políticas que aspira a trabajar en la ONU “para evitar conflictos así”, pondera el papel de Zelinski, “el mejor líder que cabía imaginar en una situación semejante”.

Con un discurso más político que sus vecinos, más enrabietada -el resto de la comunidad oscila entre el desaliento y la incredulidad, además del dolor-, Oksana dedica estos días al activismo, como guía de equipos de televisión o tejiendo redes de apoyo, para recaudar ayuda material para los ucranios, igual que la ONG Razom o el Comité Congreso Ucranio de EE UU, con una campaña destinada a los refugiados. Al frente del restaurante Veselka, una institución en el barrio con sus 70 años de historia, Jason Birchard, tercera generación de ucranios, también contribuye con parte de la recaudación, mientras concede días libres, pagados, a parte de su personal, “los que tienen familiares directos, hermanos, primos o incluso padres, en primera línea. Están tan preocupados que no salen de casa, colgados del teléfono para tener noticias”.

Del resto de la plantilla, un par de camareros ucranios rehúsan hablar, “es doloroso para ellos, no quieren ahondar más en el sufrimiento. Yo sólo tengo familia lejana allá, en la zona de Lviv, pero no puedo evitar acordarme de mi abuelo, que llegó a Nueva York en los años cuarenta, huyendo de la guerra y del hambre y de los soviéticos y los nazis, si viera hoy a su país atacado por los rusos… estaría muy triste”. El empresario defiende juzgar a Vladímir Putin “como criminal de guerra en La Haya” y, antes que nada, el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Ucrania, una posibilidad que Occidente descarta porque su aplicación implicaría el uso de medios militares, en concreto de la OTAN. “Algo es que nos envíen armamento [desde la UE], pero es insuficiente para frenar a Rusia”.

La quintaesencia del este

El personal de la carnicería Baczynsky es la quintaesencia del este: hay polacos, rumanos, un kazajo y varios ucranios. La fundó un inmigrante de ese país en 1970, y hoy es un imán para jóvenes compatriotas, inmigrantes económicos que en las últimas décadas han sustituido a los exiliados políticos de antaño. Ivan, que llegó hace una década desde Lviv, se alegra de no estar en su país, “porque estaría en primera línea de fuego, si no muerto ya”, pero a la vez se fustiga por estar lejos. Pesimista, no espera nada de la comunidad internacional, “esto se veía venir, ocho años de guerra en el este [el Donbás] y nadie ha conseguido ponerle fin, ¿qué vamos a esperar ahora?”. Con cara de pocos amigos, sólo suaviza el gesto para alabar a Zelenski: “Estamos a muerte con él, todos le apoyamos”. ¿Hasta el punto de empuñar las armas? Ivan evita contestar, mientras se dirige en ucranio a una clienta. “Esta no es una guerra contra Ucrania”, dice la mujer; “es una guerra contra el mundo libre”. El viejo reclamo de Occidente cuando Rusia era la URSS vuelve a resonar décadas después, como banderín de enganche o una quimera.

Para encontrar solidaridad hacia Ucrania no es necesario ir al East Village o Brooklyn. De improviso, en el kilómetro cero de Nueva York, una joven envuelta en una bandera azul y amarilla pasa como una exhalación. ¿Ucrania? “No, soy rusa, pero sólo puedo manifestarme aquí contra esta guerra absurda y salvaje, en mi país no podría”, cuenta Lidia, de 31 años, llegada hace siete “como turista”. Bajo el brazo lleva un cartel con una paloma de la paz y lemas por la unidad contra la barbarie. “Tengo muchos amigos ucranios aquí y sólo juntos podremos parar a Putin, que quiere devolvernos al baúl de la historia por su nostalgia soviética”, explica la joven, camarera.

“En Rusia no hay libertad de expresión, no hay oposición, porque está perseguida o encarcelada… no hay futuro. Que no se me malinterprete: quiero con todo mi corazón a mi país, allí siguen mis padres; quiero ir a verlos, como turista, pero después de vivir aquí estos años sé que no podría hacerlo en la Rusia de Putin: en EE UU la gente vive y deja vivir, prospera, puede hacer planes… Putin sólo inocula victimismo, además del miedo: los que no están con él, son enemigos que traman su mal. ¿Crees que allí podría manifestarme o llevar una bandera ucrania por encima, como ahora?”. Lidia se aleja otra vez a zancadas: viene de una protesta contra la guerra ante la sede de la ONU y llega tarde a otra, de un centenar de personas y otras tantas banderas amarillas y azules al viento, en el mismo corazón de la Gran Manzana.

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