La bala y la vida sin salida del venezolano Deivis en las calles de Bogotá
Miles de familias migrantes mendigan por la capital para sobrevivir a la espera de la regularización anunciada por Colombia
Deivis tiene 26 años, cinco hijos en Venezuela, una en Colombia, un perro que ladra y una bala alojada en la espalda. La silueta del plomo le levanta la piel en forma de cohete. Unos ladrones lo asaltaron cuando regresaba a su casa en bicicleta, de noche. Acababa de juntar el dinero para comprársela y peleó para que no se la quitaran. Se llevó un tiro en el lado derecho del pecho que le perforó un pulmón. Una organización le cubrió 13 días de hospital. El 14, sin dinero, se dio de alta y salió a pedir unos pesos a la calle con la bala en el cuerpo.
Un año después espera conseguir papele...
Deivis tiene 26 años, cinco hijos en Venezuela, una en Colombia, un perro que ladra y una bala alojada en la espalda. La silueta del plomo le levanta la piel en forma de cohete. Unos ladrones lo asaltaron cuando regresaba a su casa en bicicleta, de noche. Acababa de juntar el dinero para comprársela y peleó para que no se la quitaran. Se llevó un tiro en el lado derecho del pecho que le perforó un pulmón. Una organización le cubrió 13 días de hospital. El 14, sin dinero, se dio de alta y salió a pedir unos pesos a la calle con la bala en el cuerpo.
Un año después espera conseguir papeles para sacarse el proyectil y todos los problemas que hacen su vida “tan fastidiosa”. Si regulariza su situación, como ha prometido hacer el Gobierno colombiano con un millón de venezolanos, podrá volver al médico para que le quiten el tiro. También podría dejar de ir “andando de aquí para allá”, con la niña de la mano, para juntar los pesos del día.
Todo empezó con el “yo ya me voy de aquí” que le anunció Deivis B. a su pareja, Yusnai, en enero de 2020 en Caracas. Estaba cansado de hacer colas interminables para conseguir un paquete de harina para arepas o de esperar a que cerraran la panadería y sacaran la basura. “A veces abrías y salían tortas enteras o botes con un buen de chocolate”, cuenta dibujando con las manos el tamaño del pastel. Yusnai, de 33 años, dijo que se iba con él. Tomaron a la hija de ambos, de seis años -la más pequeña de los ocho que suman entre los dos-, vendieron lo que les quedaba y subieron a un bus hasta el punto fronterizo de San Antonio (Venezuela). Allí, indocumentados porque “los pasaportes en Venezuela están bien caros”, cruzaron a pie por el paso ilegal, conocido como trocha. Ya en Cúcuta (Colombia) hicieron caminando y en camiones los 555 kilómetros que hay hasta Bogotá. Tardaron casi 20 días en llegar.
Como ellos, en la capital colombiana viven unos 350.000 venezolanos de los 1,7 millones que han llegado en los últimos años al país. El Gobierno de Iván Duque anunció en febrero, en una medida sin precedentes en la región, que regularizaría la situación de un millón de venezolanos. “Nosotros ya nos apuntamos. ¿Usted sabe cuándo sale la lista?”, pregunta Deivis.
La llegada a Bogotá no fue lo que esperaban. Los primeros meses los pasaron en una pensión del centro, como miles de compatriotas. Convirtieron su vida en el mismo bucle que los acaba engullendo a todos: te levantas temprano antes de que te echen de la pensión, sales a la calle a pedir limosna, primero juntas para comer, luego juntas para pagar la noche y de vuelta a la pensión. Deivis, Yusnai y Lucha pagaban 26.000 pesos por día en una habitación (unos cinco euros). “Vives con esa presión de tener para la noche, pidiendo todo el tiempo. El dinero lo hace todo la niña, yo ya la quiero sacar de esta vida”, lamenta el padre. Llevar a los niños de la mano es la llave que hace que algunos abran la cartera.
Casi un año después de llegar fue Yusnay, que cuenta los días que no ve a sus otras dos hijas, la que dio un ultimátum a Deivis: “O salimos de aquí o me regreso”. Cada noche, cuando llegaban a la pensión, colocaban toallas en las rendijas de las puertas para que no se les colara el humo de los que consumían. “Son sitios horribles: drogas, prostitución... Yo vine acá para darle una vida mejor a mi hija, no eso”, explica ella. Al poco se mudaron a su primera casa.
Llegar a Ciudad Bolívar es como adentrarse en otra ciudad. Casas de ladrillo apiñadas como setas a lo largo de la ladera, hasta donde se pierde la vista, visten la montaña. Caminos de tierra atascados de camiones, motos, niños, ancianos, perros y ratas se cruzan en este laberinto ruidoso que ocupa unas 13.000 hectáreas. “El barrio está bien, pero hay que guardarse temprano. Por la noche bajan los chamos, te roban y se vuelven a subir”, explica Deivis mirando hacia lo alto de la montaña, a unos metros del lugar en el que recibió un tiro.
Por la casa, que consiguieron “gracias a la ayuda del señor Wilson, un colombiano, tremendo señor”, pagan 280.000 pesos al mes (unos 60 euros).
“Papá ama a mamá. El nene ama a mamá”. La niña, a la que sus padres llaman Lucha, escribe en un cuaderno sobre la única cama de la casa. Su madre, al lado, cose un pantalón roto y la apura para acabar las tareas. Su padre coge el cuaderno y lee lo escrito. “Ya te he dicho que no te salgas de la línea, Lucha”. Hoy toca clases virtuales. Como en casa no hay internet, la niña hace la tarea bajo la mirada atenta de sus padres. Cuando termina, conectan el teléfono al wifi de un vecino y envían una foto a la maestra. A la una de la tarde, Yusnay le hace a la niña dos trenzas perfectas y se ponen en camino.
Primero hay que andar 20 minutos, luego un taxi los acerca por 2.000 pesos (0,44 euros) a la estación del transmilenio, el servicio de transporte que cruza la ciudad de norte a sur. Allí Deivis le explica al funcionario de la estación que no tienen dinero. La mayoría de las veces, este les dirá que “se va a hacer el despistado” mientras se cuelan. Hoy no, y les toca pagar 6.000 pesos de ida (1,5 euros). Una hora y media después ya pisan un barrio de clase media alta del norte de la ciudad. A esa hora la gente abandona los restaurantes y llena las tiendas.
“Buenas tardes, yo sé que esto no es lo que te mereces, pero con tu ayuda mi familia y yo podemos salir adelante”. Deivis repite una y otra vez las mismas frases. Ella nunca dice nada, le da vergüenza. Lucha a veces salta o corre y a veces dice que está cansada. Cuando les dan una moneda (lo que pasa bastante a menudo esta tarde) Yusnay la guarda sin mirar en el bolsillo. Si Lucha pasa por delante de un parque, corre y se da una vuelta rápida en un columpio hasta que sus padres la llaman. A veces él la carga unos metros en los hombros hasta que le duele la espalda.
En el camino se cruzan con decenas de familias como la suya. También un puñado de policías. Unos y otros se conocen mutuamente. “Hay personas que se pasan, están con los niños tirados en la calle, pero nosotros no. Cuando va presencial al colegio, ese día no venimos, porque es mucho para ella. Yo siempre la tengo bañadita”, dice Yusnai. Su mayor miedo es a que la policía y Bienestar Social les saquen a Lucha. Por eso se cambian de calle cuando ven a los agentes. La mayoría de familias llevan unas bolsitas en la mano con sacos de basura que venden por 2.000 pesos: “¿me da para pasar la noche?” piden. “Lo importante es que te vean [la policía] con algo para vender, no solo pedir”, explica Deivis.
En un día pueden sacar unos 30.000 pesos, a veces más, a veces menos. “Muchos colombianos nos dan ayuda, tienen buen corazón, la mayoría, pero otros tienen rabia hacia nosotros. Hay xenofobia, piensan que todos los venezolanos hemos cometidos robos u homicidios, que todos tenemos la culpa de los errores que cometen algunos”, se queja Deivis. En medio de una oleada de aumento la inseguridad en Bogotá, la alcaldesa, Claudia López, propuso la semana pasada la creación un comando especial de la policía para delincuentes migrantes. La medida fue rechazada por el Gobierno nacional. Organizaciones y políticos de todos los espectros, incluidos los aliados de López, la calificaron de xenófoba. No es la primera vez que López señala a los venezolanos como responsables de la inseguridad creciente.
“Cónchale, yo solo deseo que con el favor de Dios me puedan ayudar para trabajar”, suspira Deivis. A las seis y media de la tarde, cuando ya ha anochecido en la ciudad, la familia pone rumbo al sur. Antes de entrar en casa pagarán 5.000 pesos (un euro) por un plato de sopa de pollo, que será la comida fuerte del día de la niña. En el camino de regreso él confiesa que de joven (cuando era aún más joven que ahora) en Venezuela conoció las drogas y vivió en la calle. “Salí de eso por mis hijos y con ayuda de Dios”. Si se le pregunta dice que “claro” que le han propuesto otras fórmulas ilegales de hacer dinero. “Pero yo ya ni hablar. Yo solo quiero un carro [ambulante], así pelaíto, para poder poco a poco ir vendiendo mis cosas yo solo sin llevar a Lucha. Para traer a Colombia al resto de mis hijos”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.